5. Cinco héroes y una heroína

Cuando las puertas se cerraron detrás de Fank, Bowgentle descendió la escalera con una expresión extraña en su amable semblante. Caminó con rapidez. Sus ojos mostraban una mirada distante. —¿Qué ocurre, Bowgentle? —preguntó el conde Brass con preocupación, adelantándose para tomar a su viejo amigo por el brazo—. Parecéis alterado.

Bowgentle negó con un movimiento de cabeza.

—No alterado…, sino decidido. He tomado una decisión. Hace muchos años que no tomo entre mis manos un arma mayor que una pluma, ni soporto nada más pesado que algún que otro difícil problema de filosofía. Ahora portaré armas para marchar contra Londra. Cabalgaré con vos cuando os pongáis en marcha contra el Imperio Oscuro.

—Pero Bowgentle —intervino Hawkmoon—, vos no sois guerrero. Nos reconfortáis, nos sostenéis con vuestra amabilidad y sabiduría. Todas esas cosas nos proporcionan fortaleza y nos son tan útiles como cualquier camarada armado hasta los dientes.

—Sí…, pero esta lucha será la definitiva. Se librará a vida o muerte —le recordó Bowgentle—. Si no regresáis, tampoco tendréis necesidad de mi sabiduría… Y si regresáis, mostraréis muy poca inclinación a buscar mis consejos, porque seréis los hombres que habréis quebrado el poder del Imperio Oscuro. De modo que tomaré la espada. Uno de esos maravillosos cascos brillantes me vendrá bien. Preferiría el que tiene la cresta negra.

Todos se apartaron cuando Bowgentle avanzó, se inclinó y cogió el casco que había elegido. Se lo puso con lentitud sobre la cabeza. Le ajustaba a la perfección. Y reflejado en el casco, todos pudieron ver lo mismo que veía Bowgentle: sus propios rostros, con expresiones de admiración y burla a un tiempo.

D'Averc fue el primero en adelantarse hacia él, con la mano extendida.

—Muy bien, Bowgentle. Será un verdadero placer cabalgar con alguien con un humor tan sofisticado como el vuestro. ¡Para variar!

—De acuerdo —asintió Hawkmoon—. Si lo deseáis así, Bowgentle, todos nos sentiremos muy felices de teneros a nuestro lado. Pero, entonces, me pregunto para quién estará destinado el otro casco.

—Es para mí.

La voz sonó baja, pero firme. Y era dulce. Hawkmoon se volvió con lentitud para mirar fijamente a su esposa.

—No, no es para vos, Yisselda… —¿Cómo podéis estar tan seguro?

—Bueno…

—Miradlo… El casco con la cresta blanca. ¿No es acaso algo más pequeño que los otros? ¿No es adecuado para un muchacho… o para una mujer?

—En efecto —admitió Hawkmoon de mala gana—. ¿Y acaso no soy la hija del conde Brass?

—Sí, claro. —¿Y no puedo cabalgar con vos como cualquiera?

—Podéis. —¿Y acaso no luché en la arena cuando era una muchacha… y gané honores allí? ¿Y no me entrené con los guardias de Camarga en el manejo del hacha, la espada y la lanza de fuego? ¿Qué decís, padre?

—Es cierto, destacó bastante en todos esos ejercicios —dijo el conde Brass con orgullo—. Pero destacar en el manejo de las armas no es todo lo que se requiere de un guerrero… —¿Pensáis que no soy tan fuerte?

—Bueno… para ser una mujer… —contestó el señor del castillo de Brass—. Tan suave y fuerte como la seda, creo que dijo de vos un poeta local —y miró con una sonrisa burlona a Bowgentle, que se ruborizó—. ¿Creéis que me falta nervio? —siguió preguntando Yisselda con una mirada refulgente en la que se mezclaban el desafío y el buen humor.

—No… En cuanto a nervio, tenéis más que suficiente —replicó Hawkmoon—. ¿Valor? ¿Me falta valor?

—No hay nadie más valerosa que vos, hija mía —admitió el conde Brass.

—En tal caso, ¿qué cualidades tiene un guerrero que a mí me falten?

Hawkmoon se encogió de hombros y terminó por admitir:

—Ninguna, Yisselda…, sólo que sois una mujer y… y…

—Y las mujeres no luchan. Simplemente se quedan en casa, junto al fuego, llorando a sus seres queridos muertos, ¿no es eso?

—O dándoles la bienvenida cuando regresan…

—En efecto. Pues bien, yo no tengo paciencia para quedarme a la espera de que esas cosas sucedan. ¿Por qué iba a quedarme esperando en el castillo de Brass? ¿Quién me protegería entonces?

—Dejaremos guardias.

—Unos pocos guardias… soldados que necesitaréis en vuestra batalla. Sabéis muy bien que querréis tener con vos a todos los hombres disponibles.

—Sí, eso es cierto —admitió Hawkmoon—. Pero hay otro factor a tener en cuenta, Yisselda. ¿Olvidáis que estáis embarazada?

—No lo olvido. Llevo a nuestro hijo en mi seno. De acuerdo, y lo seguiré llevando en la batalla, porque si somos derrotados no le quedará nada que heredar, salvo el mayor de los desastres… Y si ganamos, entonces conocerá el escalofrío que produce la victoria, incluso antes de venir a este mundo. Yo no seré la viuda de Hawkmoon, ni llevaré en mi seno al hijo huérfano de Hawkmoon. Aquí, a solas en el castillo, no estaré a salvo, Dorian.

Cabalgaré con vos.

Se dirigió hacia donde estaba el reluciente casco con la cresta blanca, se inclinó y lo tomó entre sus manos. Se lo puso sobre la cabeza y abrió los brazos con un gesto de triunfo. —¿Lo veis? Me encaja perfectamente. Es evidente que ha sido hecho para mí.

Cabalgaremos juntos, los seis, y dirigiremos a los camarguianos contra el masivo poder del Imperio Oscuro… Cinco héroes y…, así lo espero… una heroína.

—Que así sea —murmuró Havvkmoon dirigiéndose hacia su esposa para abrazarla—.

Que así sea.

El Bastón Rúnico
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