1. Oladahn
Las historias cuentan como, tras abandonar Camarga, Hawkmoon voló hacia el este montado en un gigantesco pájaro escarlata que le transportó a más de mil quinientos kilómetros de distancia, hasta posarse en las montañas que bordeaban los territorios de los griegos y de los búlgaros…
—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO
Fue asombrosamente fácil volar en el flamenco, tal y como le había asegurado el conde Brass. Respondía a las órdenes a la manera de un caballo, por medio de riendas sujetas a su pico curvado, y su vuelo era tan grácil que Hawkmoon nunca tuvo miedo de caerse. A pesar de la negativa del ave a volar cuando llovía, le transportó diez veces más rápidamente que cualquier caballo, ya que sólo necesitaba descansar durante un corto período de tiempo al mediodía, y dormir por la noche, como el propio Hawkmoon.
La alta y suave silla de montar, con su pomo curvado, resultaba bastante cómoda, y de ella colgaban alforjas llenas de provisiones. Un arnés aseguraba a Hawkmoon a la silla. El largo cuello del animal se extendía directamente ante él y las grandes alas batían suavemente el aire. El pájaro escarlata le llevó por encima de las montañas, los valles, los bosques y las llanuras. Hawkmoon siempre intentaba que el pájaro descendiera cerca de ríos o lagos donde pudiera encontrar alimento de su gusto.
Ocasionalmente, la cabeza le latía con fuerza, recordándole la urgencia de su misión, pero a medida que su montura alada le llevaba más y más lejos hacia el este y el aire se hacía cada vez más cálido, Hawkmoon empezó a sentirse también mucho más animado, y tenía la impresión de que aumentaban considerablemente las posibilidades de volver a ver a Yisselda.
Aproximadamente una semana después de haber abandonado Camarga, estaba volando por encima de una cadena de montañas escarpadas, atento por si veía un lugar adecuado para aterrizar. Eran las últimas horas de la tarde y el pájaro empezaba a sentirse cansado, descendiendo más y más, hasta que empezaron a verse rodeados de tenebrosos picos montañosos, y él seguía sin descubrir el menor rastro de la presencia de agua. Entonces, de repente, Hawkmoon distinguió la figura de un hombre en las laderas rocosas situadas más abajo y, casi al instante, el flamenco lanzó un grito y batió frenéticamente las alas, meciéndose en el aire. Hawkmoon vio que una larga flecha le sobresalía de un costado. Una segunda flecha acertó en el cuello del animal el cual se precipitó rápidamente hacia el suelo al tiempo que lanzaba un graznido de dolor.
Hawkmoon se agarró con fuerza al pomo de la silla con el viento alborotándole los cabellos. Vio que las rocas se acercaban con rapidez, sintió una gran conmoción y después su cabeza golpeó contra algo y pareció caer, tambaleante, en un pozo negro y sin fondo.
Hawkmoon se despertó presa de pánico. Tenía la sensación de que la Joya Negra había recuperado su fuerza vital y le estaba devorando el cerebro, como una rata abriéndose paso por un saco lleno de grano. Se llevó ambas manos a la cabeza y notó cortes y chichones, dándose cuenta con cierto alivio de que todo su dolor era físico, y sólo era el resultado del choque contra la tierra. Todo estaba a oscuras y, al parecer, se hallaba en el interior de una cueva. Miró hacia adelante y distinguió el parpadeo de una hoguera más allá de la entrada a la cueva. Se levantó y empezó a caminar hacia ella.
Cerca de la abertura, su pie tropezó contra algo y descubrió todos sus avíos apilados sobre el suelo. Todo había sido ordenadamente dispuesto…, la silla, las alforjas, la espada y la daga. Se inclinó para recoger la espada, que sacó suavemente de su funda; después, salió.
El calor de una gran hoguera encendida a corta distancia le dio en la cara. Sobre ella se había construido un gran espetón, y en él giraba lentamente la enorme carcasa del flamenco, debidamente espetada, desplumada y privada de cabeza y garras. Una figura de aspecto fornido, pero que sólo tenía la mitad de altura que el propio Hawkmoon, se dedicaba a girar el espetón por medio de un complicado sistema de correas de cuero que humedecía de vez en cuando.
Al acercarse Hawkmoon, el pequeño hombre se volvió, lanzó un grito en cuanto vio la espada en sus manos y pegó un salto, apartándose del fuego. El duque de Colonia quedó asombrado; el rostro del pequeño hombre estaba cubierto de un fino pelo rojizo, y una piel más espesa del mismo color parecía cubrirle el cuerpo. Iba vestido con un justillo de cuero y un kilt de cuero sostenido por un amplio cinturón. Calzaba botas de suave piel de ante, y llevaba puesta sobre la cabeza una gorra en la que había sujetado cuatro o cinco de las más finas plumas del flamenco, obtenidas sin duda del exquisito plumaje del ave mientras la estuvo desplumando.
Se apartó de Hawkmoon, levantando las manos con un gesto apaciguador.
—Perdonadme, señor. Siento mucho lo ocurrido, os lo aseguro. De haber sabido que el ave transportaba a un jinete, no le habría disparado, desde luego. Pero todo lo que pude ver fue una cena que no debía dejarpasar por alto… —¿Quién sois? —preguntó Hawkmoon bajando la espada—. En realidad, ¿qué sois?
Se llevó entonces una mano a la cabeza. El calor de la hoguera y el excesivo esfuerzo le hacían sentirse mareado.
—Yo soy Oladahn, de la familia de los gigantes de las montañas —empezó a decir el pequeño hombre—, muy bien conocida por estos lares… —¿De los gigantes? ¿Gigantes?
Hawkmoon se echó a reír roncamente, se tambaleó y cayó, perdiendo de nuevo el conocimiento.
Cuando volvió a despertarse, fue para sentir el delicioso olor de la carne de ave asada.
La saboreó antes de darse cuenta de lo que significaba. Estaba medio sentado a la entrada de la cueva, y su espada había desaparecido. El pequeño hombre peludo se le acercó vacilante, ofreciéndole una baqueta enorme con carne ensartada en ella.
—Comed, señor y os sentiréis mejor —le dijo Oladahn. Hawkmoon aceptó el gran trozo de carne.
—Supongo que sí —dijo—, puesto que, casi con toda certeza, me habéis quitado aquello que más deseaba. —¿Queríais mucho a ese pájaro, señor?
—No… pero estoy en peligro mortal y el flamenco era mi única forma de escapar —contestó Hawkmoon mordiendo la dura carne—. ¿Queréis decir que alguien os persigue?
—Sí, alguien me persigue…, un destino insólito y muy perturbador…
Y Hawkmoon se encontró contando su historia a la criatura cuya acción había contribuido más a acercarle a dicho destino. Mientras hablaba, le resultó difícil comprender por qué confiaba en Oladahn. Había algo tan serio en su rostro semihumano, algo tan atento en la forma con que ladeaba su pequeña cabeza, con los ojos abriéndose más a cada nuevo detalle de su historia, que Hawkmoon olvidó su reticencia natural.
—Y ahora aquí estoy —concluyó diciendo—, comiéndome la misma ave que probablemente habría sido mi salvación.
—Es una historia irónica, milord —dijo Oladahn con un suspiro, limpiándose la grasa de la comisura de los labios—, y se me ensombrece el corazón al darme cuenta de que ha sido mi ávido estómago el causante de esta última desgracia vuestra. Mañana mismo haré todo lo que pueda por rectificar mi error y encontraros algún tipo de montura que os pueda llevar hacia el este. —¿Algo capaz de volar?
—Desgraciadamente, no. Lo mejor en lo que se me ocurre pensar es en una cabra. —Antes de que Hawkmoon pudiera decir nada, Oladahn siguió diciendo—: Poseo cierta influencia en estas montañas, donde soy considerado como una especie de curiosidad.
Soy el fruto de un cruce, como podéis ver; el resultado de la unión entre un joven aventurero de gustos bien peculiares, de naturaleza hechicera, y Alas, una giganta de las montañas. Ahora soy huérfano, pues mi madre se comió a mi padre durante un crudo invierno, y mi madre fue devorada a su vez por mi tío Barkyos, el terror de estos territorios, el más grande y feroz de los gigantes de las montañas. Desde entonces he vivido solo, teniendo por única compañía los libros de mi padre. Soy un marginado, demasiado extraño para ser aceptado por los de la raza de mi padre como por los de la raza de mi madre. Ahora vivo a mi aire. Si no fuera tan pequeño no cabe la menor duda de que a estas alturas ya habría sido devorado por mi tío Barkyos…
El semblante de Oladahn parecía tan cómico en su melancolía que Hawkmoon ya no pudo sentir por él ningún rencor. Además, empezaba a sentirse cansado debido al calor del fuego y a la cena abundante que había tomado.
—Ya es suficiente, amigo Oladahn. Olvidemos lo que no se puede rectificar y durmamos ahora. Por la mañana debemos encontrar una nueva montura que me lleve hasta Persia.
Durmieron y, al despertarse al amanecer, vieron el fuego, cuyos rescoldos todavía refulgían bajo la carcasa del ave, y a un grupo de hombres envueltos en pieles y hierro comiendo su carne con regocijo. —¡Bandidos! —gritó Oladahn levantándose alarmado —. ¡No tendría que haber dejado el fuego encendido! —¿Dónde habéis escondido mi espada? —le preguntó Hawkmoon.
Pero dos de los hombres, que olían fuertemente a grasa animal rancia, ya se contoneaban hacia ellos con las espadas desenvainadas. Hawkmoon se levantó lentamente, preparado para defenderse lo mejor que pudiera, pero Oladahn ya había empezado a hablar.
—Te conozco, Rekner —dijo, señalando al más alto de los bandoleros—. Y debes saber que yo soy Oladahn de los gigantes de las montañas. Ahora que ya habéis comido, marcharos o los de mi familia vendrán para mataros.
Rekner sonrió burlonamente, imperturbable, limpiándose los dientes con una uña sucia.
—Ya he oído hablar de ti, el más pequeño de los gigantes, y no veo nada de lo que tener miedo, aunque me han dicho que los aldeanos de la zona evitan encontrarse contigo. Pero los aldeanos no son bandidos valientes, ¿verdad? Y ahora guarda silencio, o te mataremos lentamente en lugar de hacerlo con rapidez. —Oladahn pareció perder el ánimo, pero siguió mirando con dureza al jefe de los bandidos. Rekner se echó a reír—. Y ahora veamos qué tesoros ocultas en el interior de tu cueva.
Oladahn se movió de un lado a otro, como lleno de terror, canturreando algo en voz baja. Hawkmoon lo miró, y después ai bandido, preguntándose si le daría tiempo a meterse rápidamente en la cueva en busca de su espada. Entonces, el canturreo de Oladahn se hizo más fuerte y Rekner se detuvo, con la sonrisa helada en su rostro y una mirada vidriosa en los ojos, mientras Oladahn no dejaba de mirarlo intensamente. De pronto, el pequeño hombre levantó una mano, señalándole y diciendo con una voz fría: —¡Duerme, Rekner!
Rekner se desmoronó sobre el suelo y sus hombres lanzaron maldiciones y empezaron a avanzar hacia ellos, pero Oladahn les detuvo manteniendo la mano en alto.
—Cuidado con mis poderes, sabandijas, pues Oladahn es hijo de un hechicero.
Los bandidos dudaron, observando a su jefe dormido. Hawkmoon miró asombrado a la criatura peluda, que mantenía a raya a todos aquellos bribones. Después, se metió en el interior de la cueva y encontró su espada. Se puso el cinturón con la funda y el tahalí donde estaba su daga y se lo ató, desenvainando la hoja y regresando al lado de Oladahn. El pequeño hombre murmuró desde la comisura de los labios:
—Traed vuestras provisiones. Sus monturas están en el fondo de la pendiente. Los utilizaremos para escapar, pues Rekner no tardará en despertarse y después de eso ya no podré contenerle.
Hawkmoon cogió las alforjas, y él y Oladahn retrocedieron poco a poco hacia la pendiente, con los píes resbalando sobre las rocas y los guijarros sueltos. Rekner ya se estaba despertando. Lanzó un gemido y se sentó en el suelo. Sus hombres se inclinaron sobre él para ayudarle a levantarse.
—Ahora —dijo Oladahn.
Se volvió y echó a correr, seguido por Hawkmoon. Y allí abajo, para su sorpresa, había media docena de cabras del tamaño de ponies. Cada uno de los animales tenía sobre el lomo una silla de piel de oveja. Oladahn se subió sobre la del animal más cercano y cogió las bridas de otro para entregárselas a Hawkmoon. El duque de Colonia vaciló por un momento, después sonrió secamente y montó sobre la silla. Rekner y sus hombres bajaban corriendo la pendiente en dirección a ellos. Con la parte plana de la espada, Hawkmoon dio un golpe sobre las grupas de los restantes animales y éstos empezaron a dar saltos, alejándose. —¡Seguidme! —gritó Oladahn espoleando a su cabra para que bajara la montaña en dirección a un estrecho camino. Pero los hombres de Rekner ya habían llegado a donde estaba Hawkmoon, cuya brillante espada tuvo que cruzarse con las toscas armas de los bandoleros, que se arremolinaban a su alrededor. Le traspasó el corazón a uno de los hombres, golpeó a otro en un costado, consiguió descargar la parte plana de la espada sobre la mollera de Rekner, y después se encontró cabalgando sobre la cabra, que avanzaba a saltos, en pos del extraño enano, dejando tras de sí a los bandoleros, que lanzaban juramentos y maldiciones.
La cabra se movía con una serie de saltos, con lo que él corría el peligro de que se le descoyuntaran todos los huesos del cuerpo, pero no tardaron en llegar al estrecho camino y poco más tarde bajaban por otro camino algo más ancho, aunque tortuoso, que iba rodeando la montaña, mientras los gritos de los bandoleros iban quedando más y más atrás. Oladahn se volvió hacia él con una sonrisa de triunfo.
—Ya tenemos nuestras monturas, lord Hawkmoon. Ha sido mucho más fácil de lo que yo mismo había esperado. ¡Eso es un buen presagio! Seguidme. Os conduciré hacia el camino que debéis seguir.
Hawkmoon sonrió a pesar de sí mismo. La compañía de Oladahn le parecía muy estimulante, y la curiosidad que sentía por aquel hombre pequeño, junto con el creciente respeto y gratitud por la forma en que había salvado sus vidas, hicieron que Hawkmoon casi se olvidara por completo del hecho de que aquel hombrecillo peludo de los gigantes de las montañas había sido, en realidad, el causante de todos sus nuevos problemas.
Oladahn insistió en cabalgar con él durante varios días más hasta atravesar las montañas. Cuando llegaron a una vasta llanura amarillenta, Oladahn señaló hacia el horizonte y dijo:
—Ése es el camino que debéis seguir.
—Os lo agradezco —dijo Hawkmoon, mirando ahora hacia Asia—. Es una verdadera pena que tengamos que separarnos. —¡Aja! —exclamó Oladahn, sonriente, frotándose el pelo rojizo de la cara—. Estoy de acuerdo con ese sentimiento. Vamos, os acompañaré por la llanura durante un trecho.
Y, diciendo esto, espoleó a su montura hacia adelante.
Hawkmoon se echó a reír, se encogió de hombros y le siguió.