3. El dilema de Hawkmoon

El gran patio de armas del castillo estaba repleto de cuerpos. Algunos de ellos pertenecían a las mujeres guerreras, pero la mayoría eran de hombres que llevaban el collar del dios Loco. La sangre reseca cubría los guijarros del empedrado que aparecían al descubierto entre los cadáveres caídos en las grotescas actitudes de la muerte.

El caballo de Hawkmoon bufó lleno de temor al oler la carne putrefacta, pero él lo espoleó, aterrorizado ante la idea de ver el rostro de Yisselda entre aquellos cadáveres.

Desmontó, dando la vuelta a los rígidos cuerpos de las mujeres, observando atentamente sus rostros. Pero ninguno de ellos era el de Yisselda.

El Guerrero de Negro y Oro entró en el patio de armas, seguido por Oladahn y D'Averc.

—Ella no está aquí —dijo—. Está viva… en el interior.

Hawkmoon levantó hacia él su tenebroso rostro. La mano le tembló al recoger las riendas del caballo. —¿Le han… hecho algún daño, Guerrero?

—Eso es algo que debéis comprobar vos mismo, duque Dorian —contestó el Guerrero de Negro y Oro señalando hacia la puerta principal de entrada al castillo—. Por esa puerta se va a la corte del dios Loco. Un corto pasillo conduce al salón principal y él está allí sentado, esperándoos… —¿Él conoce mi existencia?

—Sabe que llegará el día en que aparecerá el que tiene derecho a llevar el Amuleto Rojo para reclamárselo…

—No me importa el amuleto, sino sólo Yisselda. ¿Dónde está ella. Guerrero?

—Dentro. Ella está dentro. Id y reclamad vuestros dos derechos…, vuestra mujer y vuestro amuleto. Ambos son importantes para el esquema del Bastón Rúnico.

Hawkmoon se volvió y echó a correr hacia la puerta, desapareciendo en la oscuridad del interior del castillo.

Dentro hacía un frío increíble. Un agua helada goteaba del techo del pasillo, y el musgo crecía en los muros. Hawkmoon lo recorrió con la espada en la mano, casi esperando ser atacado en cualquier momento.

Pero no apareció nadie. Llegó ante una enorme puerta de madera que se elevaba seis metros por encima de su cabeza, y allí se detuvo.

Desde detrás de la puerta le llegaba un extraño sonido zumbante, correspondiente a una profunda voz que murmuraba y que parecía llenar todo el salón que había tras la puerta. Precavidamente, Hawkmoon empujó la puerta y ésta se abrió. Asomó la cabeza por el hueco abierto y contempló la extraña escena que se ofreció ante sus ojos.

El salón era de unas proporciones extrañamente distorsionadas. En algunas partes, el techo era muy bajo, mientras que en otras se elevaba hasta alcanzar alturas de incluso quince metros. No había ventanas, y la luz la suministraban las antorchas situadas aleatoriamente en los muros.

En el centro del salón, sobre el suelo donde yacían uno o dos cadáveres, tal y como habían quedado al morir, había una gran silla de madera. Frente a ella, balanceándose de una parte del techo que en ese lugar era relativamente baja, había una jaula, como la que se podría haber utilizado para un ave domesticada, sólo que ésta era mucho mayor.

Hawkmoon vio dentro de ella a una figura humana acurrucada.

Por lo demás, el misterioso salón aparecía desierto. Hawkmoon entró y se dirigió hacia la jaula.

Se dio cuenta entonces de que el perturbador sonido murmurante procedía de la jaula, aunque parecía imposible debido a que parecía llenarlo todo. Llegó a la conclusión de que eso se debía al efecto amplificador causado por la peculiar acústica del salón.

Llegó junto a la jaula y sólo pudo ver a la figura acurrucada en la semipenumbra, pues la luz era débil. —¿Quién sois? —preguntó—. ¿Un prisionero del dio Loco?

El gemido cesó de pronto y la figura se agitó. De ella surgió una profunda voz de ecos melancólicos, que le contestó:

—Sí…, se podría decir así. El prisionero más infeliz de todos.

Ahora, Hawkmoon pudo distinguir mejor a la criatura. Tenía un cuello largo y fibroso, y su cuerpo era alto y muy delgado. La cabeza estaba cubierta por un pelo largo y enmarañado moteado por la suciedad, y mostraba una barba puntiaguda, igualmente sucia que le sobresalía unos treinta centímetros de la barbilla. La nariz era grande y aquilina y en sus profundos ojos se reflejaba la luz de una melancólica locura. —¿Puedo salvaros? —preguntó Hawkmoon—. ¿Puedo apartar los barrotes?

—La puerta de la jaula no está cerrada —contestó la figura encogiéndose de hombros—. Los barrotes no son mi prisión. He sido atrapado dentro de mi gimiente cráneo. Ah, tened lástima de mí. —¿Quién sois?

—En otros tiempos se me conoció por el nombre de Stalnikov, de la gran familia de los Stalnikov. —¿Y el dios Loco usurpó vuestro puesto?

—Sí, lo usurpó. Exactamente eso. —El prisionero de la jaula abierta volvió su enorme y triste cabeza para contemplar fijamente a Hawkmoon—. ¿Quién sois vos?

—Soy Dorian Hawkmoon, duque de Colonia. —¿Un alemán?

—En otros tiempos, Colonia formó parte del país llamado Alemania.

—Tengo miedo de los alemanes —dijo Stalnikov retrocediendo en el interior de la jaula, alejándose aún más de Hawkmoon.

—No tenéis por qué tenerme miedo a mí. —¿No? —replicó Stalnikov con un tono burlón, y el sonido llenó todo el salón—. ¿No? —repitió.

Se metió la mano entre las ropas y sacó algo sujeto a una cuerda que le colgaba del cuello. El objeto brilló con una profunda luz roja, como si se tratara de un enorme rubí iluminado desde su propio interior. Hawkmoon observó que mostraba el signo del Bastón Rúnico. —¿Queréis decir que no sois el alemán que ha venido a robarme mi poder? —preguntó—. ¡El Amuleto Rojo! —exclamó Hawkmoon sorprendido—. ¿Cómo lo habéis obtenido? —¡Cómo! —exclamó Stalnikov levantando la cabeza y sonriéndole horriblemente—. Lo obtuve hace treinta años del cadáver de un guerrero sobre el que cayeron mis partidarios y al que mataron cuando pasaba por aquí. —Acarició el amuleto y su luz le dio a Hawkmoon directamente en los ojos, pero él apenas si pudo verla—. Esto es el dios Loco.

Esto es la fuente de mi locura y de mi poder. ¡Esto es lo que me aprisiona! —¡Sois el dios Loco! ¿Dónde está mi Yisselda? —¿Yisselda? ¿La muchacha? ¿La nueva chica con el pelo rubio y la piel blanca y suave? ¿Por qué me lo preguntáis?

—Porque es mía. —¿Es que no queréis el amuleto?

—Quiero a Yisselda.

El dios Loco se echó a reír y sus risas llenaron el gran salón y reverberaron por todos los rincones de aquel lugar distorsionado. —¡En tal caso la tendréis, alemán!

Dio unas palmadas con sus manos similares a garras, moviendo todo su cuerpo como si se tratara de un maniquí de miembros flojos. La jaula se balanceó con fuerza de un lado a otro. —¡Yisselda, muchacha! ¡Yisselda, venid a servir a vuestro amo! Desde las profundidades de una parte del salón, allí donde el techo casi se tocaba con el suelo, emergió una mujer. Hawkmoon la vio dibujada a contraluz, pero no pudo estar seguro de que se tratara de Yisselda. Envainó su espada y se dirigió hacia ella. Sí…, los movimientos, la prestancia… eran los de Yisselda.

Una sonrisa de alivio empezó a formarse en sus labios al extender los brazos hacia ella para abrazarla.

Entonces se escuchó un salvaje grito animal y la muchacha se abalanzó hacia él, con dedos cubiertos de metal buscando sus ojos, con el rostro distorsionado por la sed de sangre, con cada una de las partes de su cuerpo envuelta en un traje del que sobresalían cortantes pinchos.

—Matadle, hermosa Yisselda —dijo riendo el dios Loco—. ¡Matadle, flor mía! Os recompensaremos con sus entrañas.

Hawkmoon levantó las manos para defenderse de aquellas garras y la palma de una de ellas quedó gravemente herida. Retrocedió apresuradamente.

—Yisselda, no… Soy vuestro prometido, Dorian…

Pero los ojos enloquecidos no mostraron el menor signo de reconocimiento y la boca babeó al tiempo que volvía a golpear con las garras de metal. Hawkmoon dio un salto, apartándose, rogándole con los ojos que le reconociera.

—Yisselda…

El dios Loco volvió a reír, agarrado a los barrotes de la jaula y contemplando ávidamente la escena.

—Matadle, palomita. Desgarradle el cuello.

Ahora, Hawkmoon casi estaba llorando. Volvió a apartarse una y otra vez, evitando las garras brillantes de Yisselda. —¿A qué poder tan fuerte obedece que hasta le ha arrebatado su amor por mí? —gritó dirigiéndose a Stalnikov.

—Obedece al poder del dios Loco, tal y como yo lo obedezco —contestó Stalnikov—. ¡El Amuleto Rojo convierte a todos en esclavos!

—Sólo en manos de una criatura malvada…

Hawkmoon se hizo a un lado cuando Yisselda volvió a intentar desgarrarle con sus uñas metálicas. Se tambaleó y luego avanzó hacia la jaula.

—Convierte en malvados a todos los que lo llevan —replicó Stalnikov riendo al ver que las garras de Yisselda habían logrado destrozar la manga de Hawkmoon —. A todos… —¡Excepto a un sirviente del Bastón Rúnico!

La nueva voz procedió de la entrada al salón y pertenecía al Guerrero de Negro y Oro.

Era una voz sonora y grave.

—Ayudadme —le suplicó Hawkmoon.

—No puedo —contestó el Guerrero de Negro y Oro, que permaneció inmóvil, con su enorme espada dirigida hacia el suelo y las manos cubiertas por los guanteletes apoyadas sobre el pomo.

Hawkmoon tropezó y cayó y sintió las garras de Yisselda hundiéndose en su espalda.

Levantó las manos para cogerla por las muñecas, y gritó de dolor cuando los pinchos se le hundieron en las palmas, pero logró liberarse de las garras, apartarla de un empujón y dirigirse precipitadamente hacia la jaula, donde el dios Loco farfullaba algo, encantado.

Hawkmoon se aupó, sujetándose de las barras, lanzando una patada contra Stalnikov.

La jaula se balanceaba erráticamente de un lado a otro y después empezó a girar.

Yisselda bailoteaba debajo, tratando de alcanzarle con sus garras.

Stalnikov se retiró al extremo más alejado de la jaula, con los ojos locos llenos ahora de terror. Hawkmoon logró abrir la puerca y se introdujo en el interior de la jaula, cerrando la puerta tras él. En el exterior, Yisselda aulló viendo frustrada su sed de sangre, con la luz del amuleto convirtiendo sus ojos en escarlata.

Hawkmoon lloraba abiertamente al mirar a la mujer a la que amaba; después, volvió el rostro, lleno con una expresión de odio, hacia el dios Loco.

La profunda voz de Stalnikov, todavía temblorosa y gimiente, resonó en todo el salón.

Acarició el amuleto, dirigiendo su luz hacia los ojos de Hawkmoon.

—Atrás, mortal. Obedecedme… Obedeced al poder del amuleto…

Hawkmoon parpadeó, sintiéndose repentinamente débil. Su mirada se fijó en el brillante amuleto, y se detuvo, sintiendo como el poder de aquello se apoderaba de él.

—Ahora —dijo Stalnikov —, ahora os entregaréis a vuestro destructor.

Pero Hawkmoon hizo acopio de toda su determinación y dio un paso hacia adelante. La mandíbula barbuda del dios Loco cayó hacia abajo, lleno de asombro.

—Os ordeno, en nombre del Amuleto Rojo…

Desde el umbral de la puerta llegó hasta ellos la voz sonora del Guerrero de Negro y Oro:

—Él es aquel a quien el amuleto no puede controlar. Es el único… porque es el único que tiene derecho a llevarlo.

Stalnikov tembló y empezó a retroceder alrededor de la jaula, mientras Hawkmoon, que aún se sentía algo débil, seguía avanzando, decidido. —¡Atrás! —gritó el dios Loco—. ¡Abandonad la jaula!

Abajo, las garras de las manos de Yisselda se habían cogido a los barrotes de la jaula y empezaba a aupar hacia ella su cuerpo cubierto de metal, con una mirada asesina fija en el cuello de Hawkmoon. —¡Atrás!

Esta vez el grito de Stalnikov había perdido algo de su fuerza y confianza. Llegó hasta la puerta de la jaula y la abrió de una patada.

Yisselda, con los blancos dientes al descubierto y el hermoso rostro retorcido en una expresión de terrorífica locura, se había aupado de modo que colgaba ahora del exterior de la jaula. El dios Loco le estaba dando la espalda, dirigiendo el Amuleto Rojo hacia los ojos de Hawkmoon.

Yisselda extendió sus garras y golpeó a Stalnikov en la parte posterior de la cabeza.

Este lanzó un grito y cayó al suelo. Entonces, Yisselda vio a Hawkmoon e hizo ademán de entrar en la jaula.

Hawkmoon comprendió que no disponía de tiempo para intentar razonar con su enloquecida prometida. Reunió todas sus fuerzas y pasó como un relámpago ante sus garras extendidas hacia él. Cayó sobre las irregulares piedras del pavimento y, por un momento, permaneció allí, aturdido.

Se puso en pie con un gesto de dolor. Yisselda también se disponía a bajar al suelo.

El dios Loco se había arrastrado hacia el gran asiento situado frente a la jaula, sentándose allí, con el Amuleto Rojo balanceándose de su cuello, arrojando una extraña luz sobre el rostro de Hawkmoon. La sangre le corría por los hombros a partir de la gran herida que le habían infligido las garras de Yisselda.

Stalnikov balbuceó de terror cuando Hawkmoon llegó junto al asiento y se apoyó en uno de sus brazos.

—Os lo ruego, dejadme… No os haré ningún daño.

—Ya me habéis hecho mucho daño —replicó Hawkmoon torvamente, desenvainando la espada —. Mucho daño. Lo suficiente como para que el sabor de la venganza sea dulce, dios Loco…

Stalnikov se enderezó todo lo que pudo y le gritó a la muchacha: —¡Yisselda…, alto! Recuperad vuestra anterior personalidad. ¡Os lo ordeno por el poder del Amuleto Rojo!

Hawkmoon se volvió y vio que Yisselda se había detenido. Ahora tenía aspecto de sentirse perpleja. Tenía los labios abiertos llenos de horror y miraba fijamente las cosas que terna en las manos, y los pinchos de metal que cubrían su cuerpo. —¿Qué ha sucedido? ¿Qué me han hecho?

—Habéis sido hipnotizada por este monstruo —rugió Hawkmoon haciendo oscilar la espada en dirección del aterrorizado Stalnikov—. Pero yo vengaré todas las maldades que él ha cometido con vos. —¡No! —gritó Stalnikov—. ¡No es justo!

Yisselda se echó a llorar. Stalnikov miraba de un lado a otro, desesperado. —¿Dónde están mis criados…, dónde mis guerreros?

—Habéis hecho que se destruyeran los unos a los otros para diversión vuestra —le dijo Hawkmoon—. Y a los que no han muerto, los hemos capturado. —¡Mi ejército de mujeres! Quería que la belleza conquistara toda Ucrania. Recuperar toda la herencia de los Stalnikov…

—Esa herencia está aquí —le dijo Hawkmoon levantando la espada.

Stalnikov se levantó de pronto de la silla y echó a correr hacia la puerta, pero se hizo a un lado al ver que ésta se encontraba bloqueada por la presencia del Guerrero de Negro y Oro.

Se introdujo en la oscuridad del salón, dirigiéndose hacia un rincón por donde desapareció de la vista.

Hawkmoon se bajó de la silla y se volvió para mirar a Yisselda, que se había dejado caer al suelo y lloraba desconsoladamente. Se dirigió hacia ella y, actuando con mucha suavidad, le quitó las garras manchadas de sangre de sus delgados y suaves dedos. —¡Oh, Dorian! —exclamó mirándole—. ¿Cómo me habéis encontrado? Oh, amor mío…

—Gracias al Bastón Rúnico —dijo la voz del Guerrero de Negro y Oro.

Hawkmoon se volvió hacia él y se echó a reír, aliviado.

—Sois muy persistente en vuestras afirmaciones, Guerrero.

El Guerrero de Negro y Oro no dijo nada, pero permaneció allí como una estatua, inexpresivo y alto, ante la puerta.

Hawkmoon encontró los cierres del cruel traje de pinchos de la muchacha y empezó a desabrocharlos.

—Encontrar al dios Loco —dijo el Guerrero—. Recordad que el Amuleto Rojo es vuestro. Os dará poder. —¿Y quizá me volverá loco? —replicó Hawkmoon frunciendo el ceño.

—No, idiota, es vuestro por derecho.

Hawkmoon se detuvo, impresionado por el tono empleado por el Guerrero. Yisselda le tocó una mano.

—Yo misma puedo hacer el resto —dijo.

Hawkmoon recogió la espada y miró hacia la oscuridad por donde había desaparecido Stalnikov, el dios Loco. —¡Stalnikov! —gritó.

En alguna parte de la profunda oscuridad del gran salón brilló un diminuto punto de luz roja. Hawkmoon agachó la cabeza y entró en el espacio de techo bajo. Escuchó un sonido sollozante que le llenó los oídos.

Hawkmoon fue arrastrándose, acercándose más y más a la fuente del brillo rojo. El sonido de aquellos extraños sollozos se fue haciendo más y más grande. Finalmente, el brillo rojo apareció brillante y a su luz pudo contemplar a quien llevaba el amuleto, con la espalda apoyada contra un muro de piedra sin desbastar y sosteniendo una espada en la mano.

—Hace treinta años que os esperaba, alemán —dijo de pronto Stalnikov con un tono de voz tranquilo—. Sabía que llegaríais algún día para echar por tierra mis planes, para destruir mis ideales, para demoler todo aquello por lo que he trabajado. Sin embargo, confiaba en poder soslayar la amenaza. Quizá aún pueda hacerlo.

Emitiendo un gran grito, levantó la espada y se lanzó contra Hawkmoon.

Éste bloqueó el golpe con facilidad, la hizo girar con su propia hoja hasta arrancarla de la mano del dios Loco. Después, siguiendo el ritmo de su propio movimiento, bajó su hoja hasta situar la punta ante el corazón de Stalnikov.

Hawkmoon contempló por un momento a aquel loco aterrorizado. La luz procedente del Amuleto Rojo daba un tono escarlata a los semblantes de ambos hombres. Stalnikov se aclaró la garganta como para pedir clemencia y entonces sus hombros se hundieron.

Hawkmoon introdujo la punta de la espada en el corazón del dios Loco. Después, se dio media vuelta y abandonó donde estaban el cadáver y el Amuleto Rojo.

El Bastón Rúnico
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