11. La partida

Al día siguiente, Bewchard les escoltó hasta los muelles. Los ciudadanos celebraban en todas partes la victoria conseguida. Una fuerza de soldados había invadido Starvel exterminando hasta el último pirata.

Bewchard colocó una mano sobre el brazo de Hawkmoon.

—Me gustaría que os quedarais, amigo Hawkmoon. Aún estaremos celebrando la victoria durante una semana… y tanto vos como vuestros amigos deberíais estar aquí.

Para mí será muy triste participar en las fiestas sin vuestra compañía…, pues sois vos los verdaderos héroes de Narleen, no yo.

—Tenemos suerte, capitán Bewchard. Tuvimos la gran fortuna de que nuestros destinos se cruzaran. Os habéis librado de vuestros enemigos… y nosotros hemos conseguido lo que andábamos buscando. —Hawkmoon sonrió—. Pero ahora tenemos que marcharnos.

—Si así debe ser, así será —asintió Bewchard. Miró a su amigo con franqueza y sonrió—. Supongo que no me creeréis totalmente convencido de esa historia sobre un «pariente erudito», interesado por esa espada que lleváis, ¿verdad?

—No —contestó Hawkmoon echándose a reír—. Pero, por otro lado, no puedo ofreceros una historia mejor, capitán. No sé por qué razón tenía que buscar esta espada…

—Se llevó la mano a la empuñadura de la Espada del Amanecer, que ahora llevaba colgada del cinto —. El Guerrero de Negro y Oro asegura que todo forma parte de un destino mucho mayor. Todo lo que yo busco es un poco de amor, un poco de paz, y vengarme de aquellos que arrasaron mi país. Y, sin embargo, me encuentro aquí, en un continente situado a miles de kilómetros de donde yo desearía estar, a punto de seguir otro objetivo legendario aunque de mala gana. Quizá todos nosotros comprendamos estas cosas a su debido tiempo.

—Creo que servís a un gran propósito —dijo Bewchard mirándole con seriedad—. Creo que vuestro destino es muy noble.

—A pesar de lo cual a mí no me importa un destino noble… —replicó Hawkmoon echándose a reír—, sino sólo un destino seguro.

—Quizá sea así —dijo Bewchard—. Quizá. Y ahora, amigo mío, he ordenado preparar para vos mi mejor barco, que está bien aprovisionado. Los mejores marinos de Narleen han rogado viajar con vos y ahora están a vuestro servicio. Os deseo buena suerte en vuestra búsqueda, Hawkmoon…, y también a vos, D'Averc.

D'Averc tosió llevándose una mano a la boca.

—Si Hawkmoon sirve de mala gana a ese «gran destino», entonces, ¿en qué me convierto yo? ¿En un gran estúpido, quizá? Me siento mal, tengo una pobre constitución crónica y, a pesar de todo, me siento impelido a viajar por todo el mundo al servicio de ese mítico Bastón Rúnico. Sin embargo, supongo que eso ayuda a matar el tiempo.

Hawkmoon sonrió y después se volvió, casi con ansiedad, para subir la plancha que conducía al barco. El Guerrero de Negro y Oro se movió con impaciencia.

—Dnark, Hawkmoon —dijo—. Debéis buscar al Bastón Rúnico en Dnark.

—De acuerdo —dijo Hawkmoon —. Ya os he oído, Guerrero.

—La Espada del Amanecer se necesita en Dnark —siguió diciendo el Guerrero de Negro y Oro—. Y también se os necesita a vos para que la empuñéis.

—En tal caso, cumpliré con vuestros deseos, Guerrero —replicó Hawkmoon con naturalidad—. ¿Viajáis con nosotros?

—Tengo otros asuntos de los que ocuparme.

—Entonces, no me cabe la menor duda de que volveremos a encontrarnos.

—Sin lugar a dudas.

D'Averc tosió y levantó una mano.

—En tal caso, adiós, Guerrero. Gracias por vuestra ayuda.

—Gracias por la vuestra —replicó el Guerrero enigmáticamente.

Hawkmoon dio órdenes para que se retirara la plancha y se desplegaran los remos.

El barco no tardó en abandonar la bahía y salir al mar abierto. Hawkmoon observó los muelles, donde las figuras de Bewchard y del Guerrero de Negro y Oro se iban haciendo más y más pequeñas. Finalmente, se volvió hacia D'Averc y le sonrió.

—Bien, D'Averc, ¿sabéis adonde nos dirigimos?

—Supongo que a Dnark —contestó D'Averc con ingenuidad.

—A Europa, D'Averc. A Europa. No me importa ese destino con el que me encuentro constantemente. Quiero volver a ver a mi esposa. Vamos a atravesar el océano, D'Averc…, en dirección a Europa. Allí, quizá podamos utilizar nuestros anillos para regresar al castillo de Brass. Y entonces volveré a ver a Yisselda.

D'Averc no dijo nada. Se limitó a volver la cabeza y elevar la mirada, para contemplar las velas, que empezaban a ser desplegadas al tiempo que el barco adquiría cada vez mayor velocidad. —¿Qué me decís a eso, D'Averc? —preguntó Hawkmoon con una sonrisa, dándole una palmada a su amigo en la espalda.

—Sólo digo que nos vendría muy bien descansar un tiempo en el castillo de Brass —contestó, encogiéndose de hombros.

—Percibo algo extraño en vuestro tono, amigo mío. Algo que suena un poco sardónico… —Hawkmoon frunció el ceño—. ¿De qué se trata?

D'Averc le dirigió una mirada de soslayo que se encontró con la suya.

—Sí…, sí, quizá no esté tan seguro como vos, Hawkmoon, de que este barco encuentre el camino a Europa. Quizá yo tenga mucho más respeto que vos por el Bastón Rúnico. —¿Vos… creéis en leyendas de esa clase? ¿Cómo es posible? Se suponía que Amahrek era un lugar lleno de gente bienintencionada. Al parecer, estaba muy lejos de ser así, ¿no?

—Creo que insistís demasiado en la inexistencia del Bastón Rúnico. Creo que vuestra ansiedad por volver a ver a Yisselda os está influyendo demasiado.

—Es posible.

—Bien, Hawkmoon —dijo D'Averc contemplando el mar—. El tiempo nos dirá cuál es la verdadera fuerza del Bastón Rúnico.

Hawkmoon le dirigió una mirada enigmática y después se encogió de hombros y se puso a caminar por la cubierta.

D'Averc sonrió, sacudiendo la cabeza al tiempo que no dejaba de observar a su amigo.

Finalmente, dirigió su atención hacia las velas, preguntándose si volvería a ver alguna vez el castillo de Brass.

El Bastón Rúnico
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