1. El conde Brass
Y entonces la Tierra envejeció, y sus paisajes se suavizaron y mostraron las señales del paso del tiempo, y sus caminos se hicieron caprichosos y extraños a la manera de un hombre en los últimos años de su vida.
—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO
El conde Brass, lord Protector de la Camarga, salió una mañana a lomos de su unicornio para inspeccionar sus territorios. Cabalgó hasta llegar a una pequeña colina, sobre la que se elevaban unas ruinas antiquísimas, pertenecientes a una iglesia gótica cuyos muros de gruesa piedra habían quedado suavizados por los efectos de los vientos y las lluvias. La mayor parte estaba cubierta por un tipo de hiedra floral, de modo que, en esta estación del año, las flores de colores púrpura y ámbar cubrían los oscuros ventanales, como excelentes sustitutos de las vidrieras policromadas que en otros tiempos las habían decorado.
El conde Brass siempre acudía a estas ruinas cuando salía a cabalgar. Experimentaba por ellas una especie de sensación de compañerismo, ya que eran viejas, como él, habían sobrevivido a grandes tumultos, como él mismo y, también como él, parecía como si los estragos del tiempo no hubieran hecho otra cosa que fortalecerlas, en lugar de debilitarlas. La colina sobre la que se elevaban era un ondulante océano de hierba, movido por el viento. La colina se hallaba rodeada por las ricas y aparentemente infinitas marismas de la Camarga, formando un paisaje solitario poblado por toros blancos salvajes, manadas de centauros y los gigantescos flamencos escarlata, tan enormes que podían elevar fácilmente a un hombre adulto.
El cielo mostraba un ligero color gris que anunciaba lluvia, y de él procedía la luz solar de un dorado acuoso que, al tocar la armadura de bronce pulido del conde, la hacía refulgir como una llamarada. El conde llevaba colgada al cinto una enorme espada de hoja ancha, y sobre la cabeza lucía un casco sencillo, también de bronce. Todo su cuerpo aparecía envuelto en pesado bronce, y hasta los guanteletes y las botas estaban formados por juntas de bronce cosidas sobre cuero. El conde tenía un cuerpo ancho, rudo y alto, con una cabeza grande y fuerte sobre los hombros y un rostro curtido que daba la impresión de haber sido moldeado igualmente en bronce. Sus dos ojos, de un marrón dorado, miraban fijamente al frente. Su poblado bigote era rojizo, como su pelo. Tanto en la Camarga como más allá no era insólito escuchar la leyenda según la cual el conde no era, en realidad, un hombre de verdad, sino una estatua viva hecha de bronce, un Titán, invencible, indestructible, inmortal.
Pero quienes conocían bien al conde Brass sabían que era un hombre en todos los sentidos, un amigo leal, un enemigo terrible, proclive a la risa pero capaz de la más feroz de las cóleras, un bebedor de enorme capacidad a quien también le gustaba comer con abundancia, aunque sus gustos no eran en modo alguno indiscriminados, un bromista, espadachín y jinete sin parangón, sabio en el conocimiento de los hombres y de la historia, amante a la vez tierno y salvaje. Con su voz cálida y su exhuberante vitalidad, el conde Brass no podía evitar haberse convertido en una leyenda, puesto que si el hombre era excepcional, también lo eran sus hazañas.
El conde Brass acarició la cabeza de su unicornio, rozando con su guantelete los agudos cuernos espirales del animal, y miró hacia el sur, allí donde el mar y el cielo se confundían. El caballo lanzó un relincho de placer y el conde sonrió, se enderezó sobre la silla y, con un movimiento rápido de las riendas, hizo que el animal descendiera por la colina para enfilar el camino secreto que cruzaba las marismas y que conducía hacia las torres septentrionales, situadas más allá del horizonte.
El cielo se estaba ya oscureciendo cuando llegó ante la primera torre y distinguió a su guardián, una silueta provista de armadura que se recortaba, vigilante, contra la claridad del cielo. Aunque no se había lanzado ningún ataque contra la Camarga desde que el conde Brass llegara para sustituir al antiguo y corrupto lord Protector, existía ahora el ligero peligro de que los ejércitos nómadas, compuestos por aquellos a los que había derrotado el Imperio Oscuro del oeste, penetraran en sus dominios, en busca de ciudades y pueblos a los que saquear. El guardián, como todos sus compañeros, estaba equipado con una lanza de fuego de diseño algo barroco, una espada de casi metro y medio de longitud, un flamenco domesticado, atado a un lado de las almenas, y un heliógrafo para transmitir información a las otras torres. También había otras armas en las torres: se trataba de armas que había construido e instalado el propio conde, aunque los guardianes sólo sabían cómo funcionaban a nivel teórico, ya que nunca las habían visto emplear. El conde Brass les había asegurado que eran mucho más poderosas que cualquier otro tipo de armas poseído incluso por el Imperio Oscuro de Granbretan, algo que ellos creyeron, aun cuando seguían mostrándose algo cautelosos en cuanto a aquellas máquinas extrañas.
El guardián se volvió cuando el conde Brass se aproximó a la torre. El rostro del hombre quedaba casi oculto por su casco de hierro negro, que se curvaba alrededor de las mejillas y sobre la nariz. Una pesada capa de cuero envolvía su cuerpo. Saludó, elevando un brazo.
El conde Brass le devolvió el saludo, levantando también su brazo. —¿Está todo bien, guardián?
—Muy bien, milord. —El guardián soltó la lanza de fuego y se levantó la capucha de la capa cuando empezaron a caer las primeras gotas de lluvia—. A excepción del tiempo —añadió.
—Espera a que llegue el mistral y luego podrás quejarte —dijo el conde riendo.
Apartó el caballo de la torre y se dirigió hacia la segunda.
El mistral era el feroz viento frío que soplaba sobre la Camarga durante meses y cuya frialdad penetrante producía un continuo sonido sibilante hasta la llegada de la primavera.
Al conde Brass le encantaba cabalgar cuando más viento hacía, sólo para sentir su fuerza azotándole el rostro, y ver cómo su tez curtida adquiría brillantes tonalidades rojizas.
Ahora, la lluvia le rociaba la armadura, así que se volvió para sacar la capa que llevaba atada en la silla, echándosela sobre los hombros y cubriéndose la cabeza con la capucha.
Los juncos se inclinaban por todas partes bajo el azote de la lluvia, cuyo ruido sordo tamborileaba sobre los charcos, produciendo incesantes círculos. Las nubes se hicieron cada vez más negras, amenazando con descargar una buena cantidad de agua. El conde Brass decidió dejar el resto de la inspección hasta el día siguiente y regresar hacia su castillo en Aigües–Mortes, del que le separaban unas buenas cuatro horas de marcha a través de los retorcidos caminos que serpenteaban por entre las marismas.
Hizo que su cabalgadura regresara por el mismo camino por el que había venido, sabiendo que el animal lo encontraría instintivamente. Mientras cabalgaba, la lluvia caía cada vez con mayor violencia, empapándole la capa, y la noche se cerró rápidamente a su alrededor hasta que sólo pudo ver el sólido muro de negrura únicamente interrumpido por los trazos plateados de la lluvia. El caballo se movió con mayor lentitud, pero no se detuvo. El conde Brass olió su piel húmeda y se prometió darle un tratamiento especial en las caballerizas cuando llegaran a Aigues–Mortes. Le limpió las crines empapadas con su mano enguantada y trató de mirar lo que tenía delante, aunque no vio sino los juncos más cercanos que se agitaban a su alrededor y, aparte del permanente tamborileo del agua, sólo pudo escuchar el maníaco cuá–cuá ocasional de un pato real aleteando sobre las marismas, perseguido sin duda por una nutria o algún otro animal. En algunas ocasiones creyó ver una sombra oscura deslizándose sobre su cabeza y sintió el aleteo de un flamenco que se dirigía hacia su nido comunal, o reconoció el graznido de una polla de agua luchando por su vida contra un buho. Una vez observó un relampagueo de blancura entre la oscuridad y escuchó claramente el ruidoso paso de un cercano rebaño de toros blancos que evidentemente buscaban un terreno más firme para dormir. Algo más tarde escuchó el sonido producido por un oso de las marismas que seguía al rebaño, con su sibilante respiración y el ligero murmullo de sus patas al posarse cuidadosamente sobre la estremecida superficie de barro. Todos estos sonidos eran muy familiares para él y no le alarmaron en lo más mínimo.
Ni siquiera se sintió perturbado cuando escuchó el agudo relincho de caballos asustados y las pisadas de sus cascos en la distancia…, hasta que su propio caballo se detuvo de pronto, moviéndose inquieto. Los caballos se dirigían directamente hacia donde él se encontraba, avanzando llenos de pánico por el estrecho camino. De repente, el conde Brass distinguió al semental que iba a su cabeza, con los temerosos ojos muy abiertos y bufando por entre las aletas de la nariz.
El conde Brass gritó y osciló los brazos de un lado a otro, confiando en poder desviar así al semental, pero éste estaba demasiado aterrorizado como para hacerle caso. No pudiendo hacer otra cosa, tiró de las riendas de su montura y la introdujo en la marisma, confiando desesperadamente en que el terreno fuera lo bastante firme como para soportar su peso, al menos hasta que hubiera pasado la manada. El caballo se tambaleó entre los juncos, buscando con sus cascos un lugar en el que afianzarse sobre el barro blando. Después, cayó al agua y el conde Brass sintió una ola de líquido sobre su rostro, y el caballo se puso a nadar lo mejor que pudo a través del frío lago, sosteniendo valientemente el considerable peso del jinete y su armadura.
La manada no tardó en pasar con gran estruendo. El conde Brass se preguntó extrañado qué podría haberles asustado tanto, ya que los unicornios salvajes de la Camarga no se alborotan tan fácilmente. Después, mientras guiaba a su montura hacia el camino que acababa de abandonar, escuchó un sonido que explicó inmediatamente la causa de tanta conmoción. El conde Brass extendió la mano hacia la empuñadura de su espada.
Lo que escuchó fue un sonido deslizante y chapoteante, producido por un baragón, el gibón de las marismas. Ahora ya no quedaban más que unos pocos de aquellos monstruos. Habían sido creados por el anterior lord Protector, que los había utilizado para aterrorizar a las gentes de la Camarga antes de la llegada del conde Brass, cuyos hombres, y él mismo, destruyeron esta raza de monstruos, a excepción de unos pocos que habían aprendido a cazar por la noche y a evitar a toda costa encontrarse con grandes grupos de seres humanos.
Antiguamente, los baragones habían sido hombres, antes de que fueran esclavizados en los embrujados laboratorios del anterior lord Protector, donde fueron transformados.
Ahora eran unos monstruos de dos metros y medio de altura por metro y medio de anchura, del color de la bilis, que se deslizaban sobre sus vientres por entre las marismas elevándose sólo para saltar y dominar a su presa con sus garras aceradas.
Ocasionalmente, tenían la buena suerte de encontrarse con un hombre solo y entonces se vengaban lentamente, devorando primero sus extremidades ante los aterrorizados ojos del infortunado.
Cuando el caballo regresó al camino, el conde Brass vio delante al baragón, olió su hedor y tosió a causa del mismo. La mano empuñaba ya su enorme espada.
El baragón le había oído y se detuvo.
El conde Brass desmontó y se situó entre su caballo y el monstruo. Sujetó con firmeza la amplia empuñadura de su espada, agarrándola con ambas manos, y empezó a caminar hacia el baragón, con las piernas rígidas embutidas en su armadura de bronce.
Instantáneamente, el monstruo empezó a gemir con una voz aguda y repulsiva, incorporándose y mostrando las garras, en un inútil esfuerzo por aterrorizar al conde. Pero aquel monstruo no era nada terrorífico para el conde Brass, ya que los había visto mucho peores en otros tiempos. No obstante, sabía que sus posibilidades de victoria sobre la bestia se veían disminuidas por el hecho de que el baragón era capaz de ver en la oscuridad, y de que la marisma era su propio ambiente natural. El conde tendría que actuar con astucia.
—Bien, bestia inmunda e infecta —empezó diciendo con su tono más burlón—. Soy el conde Brass, el enemigo declarado de tu raza. He sido yo quien ha destruido tu maldito clan, y a mí me debes que en estos tiempos tengas tan pocos hermanos y hermanas. ¿No los echas de menos? ¿No quieres unirte a los que faltan?
El rugido gimiente del baragón fue alto, pero no lo bastante como para disimular un atisbo de incertidumbre. Su enorme masa se estremeció, pero no avanzó hacia el conde Brass.
—Y bien, cobarde creación de la brujería… —dijo el conde Brass riendo—, ¿cuál es tu respuesta?
El monstruo abrió las fauces y trató de articular unas pocas palabras con sus labios deformados, pero pocos sonidos surgieron de ellos capaces de ser reconocidos como lenguaje humano. Sus ojos ya no miraban hacia donde estaba el conde Brass.
Actuando con la mayor naturalidad, el conde Brass enterró en el suelo la punta de la gran espada y apoyó sobre el puño sus manos recubiertas por los guanteletes.
—Ya veo que te avergüenzas de haber aterrorizado a los caballos que yo protejo, y como además me siento de buen humor, voy a tener piedad de ti. Vete y te dejaré vivir unos cuantos días más. Pero, si te quedas, morirás aquí mismo.
Pronunció aquellas palabras con tal seguridad que la bestia se dejó caer de nuevo al suelo, aunque no retrocedió. El conde volvió a elevar la espada, como en un gesto de impaciencia, y avanzó con decisión hacia el monstruo. Arrugó la nariz, tratando de evitar el olor nauseabundo del baragón, y le hizo un gesto imperativo.
—Desaparece en la marisma a la que perteneces. Esta noche estoy de buen humor.
El hocico húmedo del baragón se retorció, pero aún dudaba.
El conde Brass frunció un poco el ceño, juzgando la situación, pues sabía que el baragón no se retiraría tan fácilmente. Elevó la espada y preguntó: —¿Te habrás encontrado por fin con tu destino?
El baragón empezó a elevarse sobre sus patas traseras, pero la acción del conde Brass se produjo en el momento más oportuno. Hizo oscilar la pesada hoja sobre el cuello del monstruo, y la dejó caer con fuerza.
La bestia extendió las garras de ambas manos delanteras, emitiendo un gemido agudo que fue una mezcla de odio y terror. Se escuchó un chirrido metálico cuando las poderosas garras arañaron la armadura del conde, obligándole a retroceder. Las fauces del monstruo se abrieron y se cerraron a pocos centímetros del rostro del conde, mientras sus enormes ojos negros parecían querer devorarlo con su cólera. Al retroceder, el conde retiró la espada, que quedó libre, al tiempo que recuperaba el equilibrio y volvía a golpear.
Una sangre negra surgió a borbotones de la herida, salpicando al conde. La bestia lanzó otro grito terrible y se llevó las manos a la cabeza, intentando desesperadamente sostenérsela en su sitio. Después, la cabeza del baragón medio se desprendió de sus hombros, un chorro de sangre brotó del cuello con fuerza y el cuerpo cayó de costado.
El conde Brass permaneció erguido, jadeando pesadamente, pero con una expresión de burlona satisfacción en su rostro. Se limpió con un gesto de fastidio la sangre del monstruo que le había salpicado sobre la cara, se alisó el poblado bigote con los dedos, y se felicitó a sí mismo al comprobar que no había perdido nada de su astucia y habilidad.
Había planeado previamente cada instante del enfrentamiento, y desde el principio tuvo la intención de matar a la bestia. Para ello, mantuvo distraído al baragón, hasta que llegó el momento adecuado para golpear. No vio nada malo en el hecho de haber engañado a la bestia. En caso de haberle ofrecido una lucha honesta, probablemente sería él, y no el baragón, quien yacería sobre el barro con la cabeza cortada.
El conde Brass suspiró profundamente, aspirando el aire frío de la noche y avanzó hacia el monstruo caído. Se las arregló, con no poco esfuerzo, para apartarlo del camino y arrojarlo por la ligera pendiente hacia la marisma.
Después, el conde Brass volvió a montar en su unicornio y reanudó el camino de regreso hacia Aigues–Mortes sin que se produjeran más incidentes.