5. El despertar de Hawkmoon
El conde Brass sirvió a Dorian Hawkmoon una nueva copa de vino y murmuró:
—Continuad, por favor, milord duque.
Hawkmoon estaba contando su historia por segunda vez. En el salón del castillo de Brass estaban también Yisselda, desplegando toda su hermosura, Bowgentle, con una expresión reflexiva en su rostro, y Von Villach, que se acariciaba el bigote y se dedicaba a contemplar el fuego de la chimenea.
—Y así fue como decidí buscar ayudar en Camarga —terminó diciendo Hawkmoon—.
Conde Brass, sé que éste es el único territorio que se halla a salvo del poder del Imperio Oscuro.
—Sois bienvenido aquí —dijo el conde Brass frunciendo el ceño—, si todo lo que buscáis es refugio.
—Eso es todo. —¿No venís a pedirnos que nos alcemos en armas contra Granbretan? —preguntó Bowgentle con una expresión esperanzadora.
—He sufrido bastante por haberlo intentado yo mismo, y por el momento no desearía estimular a otros para que se arriesguen a correr un destino del que yo sólo he podido escapar por los pelos —contestó Hawkmoon.
Yisselda casi pareció sentirse desilusionada. Estaba claro que todos los presentes en la sala, a excepción del propio conde Brass, deseaban la guerra con Granbretan. Quizá fuera así por razones distintas: Yisselda para vengarse de Meliadus; Bowgentle porque creía que alguien se tenía que enfrentar contra aquel mal, y Von Villach simplemente porque deseaba volver a ejercitar su espada.
—Bien —dijo el conde Brass—, porque ya estoy cansado de oponerme a los argumentos en el sentido de que debo ayudar a éste o aquél. Pero, ahora, parecéis agotado, milord duque. De hecho, raras veces he visto a un hombre tan cansado como vos. Os hemos entretenido durante demasiado tiempo. Yo mismo os mostraré vuestras habitaciones.
Hawkmoon no experimentó ninguna sensación de triunfo por haber conseguido que su engañosa historia fuera creída. Había dicho aquellas mentiras porque había acordado con Meliadus que así lo haría. Y cuando llegara el momento de raptar a Yisselda realizaría la tarea con la misma actitud.
El conde Brass le acompañó para mostrarle sus habitaciones, compuestas por un dormitorio, un lavabo y un pequeño estudio.
—Confío en que sea de su agrado, milord duque.
—Completamente —replicó Hawkmoon.
El conde Brass se detuvo ante la puerta, diciendo:
—Esa joya…, la que lleváis en la frente… ¿Decís que Meliadus no tuvo éxito alguno con su experimento?
—Así es, conde.
—Aja… —El conde Brass miró hacia el suelo y después, tras un momento de reflexión, volvió a levantar la mirada—. Es posible que yo conozca un hechizo para quitárosla…, si es que os molesta mucho…
—No me molesta en absoluto —dijo Hawkmoon.
—Aja —volvió a decir el conde.
Y abandonó la habitación.
Aquella misma noche, Hawkmoon se despertó de pronto, tal y como se había despertado en la posada unas pocas noches antes, y creyó ver una figura en su habitación… Era un hombre vestido con una coraza azabache y dorada. Sus pesados párpados se mantuvieron cerrados durante un momento a causa del sueño, y cuando volvió a abrirlos la figura había desaparecido.
Un conflicto empezaba a desarrollarse en el pecho de Hawkmoon… Quizá fuera un conflicto entre la humanidad y su ausencia, o entre la conciencia y la falta de ella, si es que tales conflictos son posibles.
Fuera cual fuese la naturaleza exacta del conflicto, no cabía la menor duda de que el carácter de Hawkmoon estaba cambiando por segunda vez. No era el mismo carácter que había tenido en el campo de batalla de Colonia, ni el extraño estado de ánimo apático en el que había caído desde que se produjera la batalla, sino un nuevo carácter, como si Hawkmoon estuviera naciendo de nuevo bajo un molde completamente diferente.
Pero las indicaciones de que se estuviera produciendo tal renacimiento aún eran débiles, y se necesitaba un catalizador, así como un clima en el que su renacimiento fuera posible.
Hawkmoon se despertó a la mañana siguiente pensando en la forma más rápida de llevar a cabo la captura de Yisselda y regresar a Granbretan con ella para librarse de la Joya Negra y volver al territorio donde había pasado su juventud.
Cuando abandonaba sus habitaciones se encontró con Bowgentle. El filósofo poeta le cogió por el brazo.
—Ah, milord duque, quizá podáis contarme algo de Londra. Nunca he estado allí, a pesar de que viajé mucho cuando era joven.
Hawkmoon se volvió para mirar a Bowgentle, sabiendo que el rostro que vería sería el mismo que contemplarían los nobles de Granbretan gracias a la Joya Negra. En los ojos de Bowgentle había una expresión de franco interés, y Hawkmoon decidió que aquel hombre no sospechaba de él.
—Es una ciudad enorme, alta y lóbrega —contestó Hawkmoon—. La arquitectura es complicada y la decoración compleja y variada. —¿Y su espíritu? ¿Cómo es el espíritu de Londra? ¿Cuál ha sido vuestra impresión?
—Es un espíritu de poder —contestó Hawkmoon —. De confianza… —¿De locura, acaso?
—Soy incapaz de saber lo que es locura y lo que no lo es, sir Bowgentle. ¿Os parezco quizá un hombre extraño? ¿Os resulta curiosa mi actitud? ¿Distinta a la de otros hombres?
Sorprendido ante el giro que tomaba la conversación, Bowgentle observó atentamente a Hawkmoon.
—Bueno, sí…, pero ¿por qué lo preguntáis?
—Porque las preguntas que me hacéis me parecen insensatas. Os lo digo sin…, sin desear insultaros… —Hawkmoon se frotó la barbilla—. A mí, al menos, me parecen insensatas.
Empezaron a bajar los escalones que conducían al salón principal, donde ya se había servido el desayuno, y donde el viejo Von Villach ya se estaba sirviendo un gran filete de una bandeja sostenida por un sirviente.
—Sensatez… —murmuró Bowgentle—. Os preguntáis lo que es la locura…, y yo me pregunto lo que es la sensatez.
—Eso es algo que no sé —replicó Hawkmoon—. Yo sólo sé aquello que hago. —¿Acaso vuestra penosa experiencia os ha impulsado a retraeros…, a abolir la moralidad y la conciencia? —preguntó Bowgentle con simpatía—. No es una circunstancia desconocida. Cuando uno lee los textos antiguos se aprende que hubo muchos que perdieron los mismos sentidos bajo condiciones de extrema dureza. Una buena alimentación y una compañía afectuosa os servirán de mucho para restaurar esos sentidos. Ha sido una suerte que hayáis venido al castillo de Brass. Quizá una voz interior os ha enviado hasta nosotros.
Hawkmoon escuchó sin interés mientras observaba a Yisselda que bajaba la escalera opuesta y le sonreía a él y a Bowgentle desde el otro extremo del salón. —¿Habéis descansado bien, milord duque? —preguntó la joven.
—Este hombre ha sufrido mucho más de lo que imaginamos —dijo Bowgentle antes de que él pudiera contestar—. Creo que nuestro huésped tardará una o dos semanas en recuperarse por completo. —¿Queréis acompañarme esta mañana, milord? —sugirió Yisselda graciosamente—.
Os mostraré nuestros jardines. Son muy hermosos, incluso en invierno.
—Sí —asintió Hawkmoon—. Me gustaría verlos.
Bowgentle sonrió al darse cuenta de que el cálido corazón de Yisselda se había visto afectado por la difícil situación de Hawkmoon. Desde su punto de vista, nadie mejor que ella para restaurar el dañado estado de ánimo del duque.
Caminaron por las terrazas de los jardines del castillo, donde había árboles de hoja perenne, flores de invierno y vegetales. El cielo era claro y el sol lucía con todo su esplendor, y el viento no les incomodaba mucho ya que iban envueltos en pesadas capas.
Contemplaron los tejados de la ciudad y todo a su alrededor era paz. Yisselda apoyaba su brazo en el de Hawkmoon y conversaba con agilidad, sin esperar ninguna respuesta del hombre de rostro triste que caminaba a su lado. Al principio, la presencia de la Joya Negra en su frente la había perturbado un poco, hasta que decidió que no era tan diferente de un adorno en forma de círculo que ella solía ponerse en la frente para impedir que el pelo le cayera sobre los ojos.
Su joven corazón rebosaba de calidez y afecto. El mismo afecto que se había convertido en pasión por el barón Meliadus, pues necesitaba expresarlo de todas las formas posibles. Ella se sentía contenta de ofrecérselo ahora a este extraño y rígido héroe de Colonia, con la esperanza de que pudiera ayudar a curar las heridas de su espíritu.
Pronto observó que la única vez en que apareció un amago de expresión en sus ojos fue cuando le mencionó al duque su tierra natal.
—Habladme de Colonia —le pidió—. No como es ahora, sino como fue…, o como puede volver a ser un día.
Aquellas palabras le recordaron a Hawkmoon la promesa de Meliadus de restituirle sus territorios. Apartó la vista de la muchacha y la dirigió hacia el cielo, cruzando los brazos sobre su pecho.
—Colonia —dijo ella con suavidad—, ¿era como la Camarga?
—No… —contestó él volviéndose para mirar los tejados allá abajo —. No…, porque la Camarga es salvaje y se conserva tal y como ha sido a lo largo de los tiempos. En Colonia se puede observar por todas partes la mano del hombre…, en sus campos bordeados de setos, en sus cursos de agua rectos, en sus pequeños caminos, en sus granjas y pueblos. Sólo era una pequeña provincia, con gruesas vacas y ovejas bien alimentadas, con sus almiares de heno y sus prados suaves que protegían a los conejos y a los ratones de campo. Tenía cercas amarillas y bosques umbríos, y nunca se dejaba de ver el humo del hogar surgiendo de alguna que otra chimenea. Sus gentes eran sencillas y amistosas, y amables con los niños. Sus edificios eran antiguos y originales, y tan sencillos como las propias gentes que vivían en ellos. No había nada oscuro en Colonia hasta que llegó Granbretan, con una riada de duro metal y fuego feroz procedente desde el otro lado del Rhin. Y Granbretan también dejó la impronta del hombre sobre el paisaje campesino…, la marca de la espada y de la antorcha… —Suspiró, dejando que su tono de voz fuera adquiriendo un creciente signo de emoción—. La marca de la espada y de la antorcha sustituyendo a la del arado… —Se volvió para mirarla—. Y la cruz y la horca se confeccionaron con las maderas de las cercas amarillas, y los esqueletos de las vacas y de las ovejas obturaron los cursos de agua y emponzoñaron la tierra, y las piedras de las granjas se transformaron en munición para las catapultas, y las gentes del pueblo se convirtieron en cadáveres o en soldados… porque no había otra elección.
Ella le puso suavemente una mano sobre el brazo envuelto en cuero.
—Habláis como si los recuerdos fueran muy lejanos —dijo.
La expresión se desvaneció de los ojos de Hawkmoon, que volvieron a adquirir un matiz de frialdad.
—Así es, así es… como en un viejo sueño. Ahora, todo eso significa muy poco para mí.
Pero Yisselda le observó reflexivamente mientras le conducía por entre los jardines, creyendo haber encontrado una forma de llegar hasta él y ayudarle.
En cuanto a Hawkmoon, acababa de recordar todo lo que perdería si no conducía a la muchacha hasta donde estaban los lores oscuros, y agradeció las atenciones que ella le dispensaba, aunque por razones muy distintas a las que ella misma suponía.
El conde Brass los encontró en el patio de armas. Estaba inspeccionando un viejo caballo de guerra y hablando con un caballerizo.
—Déjalo fuera de servicio —ordenó el conde Brass—. Ya está viejo. —Después se acercó a Hawkmoon y a su hija—. Sir Bowgentle me dice que os encontráis más débil de lo que pensábamos —le dijo a Hawkmoon—. Pero podéis permanecer en el castillo de Brass todo el tiempo que juzguéis conveniente. Espero que Yisselda no os esté cansando con su conversación…
—No. Me parece… sosegante. —¡Bien! Esta noche tendremos un pequeño entretenimiento. Le he pedido a Bowgentle que nos lea algo de su última obra. Nos ha prometido ofrecernos algo ligero y cómico.
Confío en que lo disfrutéis.
Hawkmoon se dio cuenta de que la mirada del conde Brass le observaba atentamente, a pesar de que su actitud parecía muy sincera. ¿Acaso podía sospechar el conde Brass la naturaleza de su misión? El conde era una persona muy conocida por su carácter prudente, sabio y de buen juicio. Pero si su propia personalidad había logrado confundir al barón Kalan, sin duda alguna engañaría al conde. Hawkmoon decidió que no tenía nada que temer. Después, permitió que Yisselda le condujera al interior del castillo.
Aquella noche se celebró un banquete en el que se sirvieron las mejores viandas del castillo de Brass sobre una larga mesa. Allí estaban los principales ciudadanos de la Camarga, algunos dedicados a la cría de toros y otros que eran toreros afamados, incluyendo al ahora recuperado Mahtan Just, cuya vida había salvado el conde Brass un año antes. Sobre la larga mesa se amontonaban pescados y aves de corral, carnes rojas y blancas, verduras de todas clases, vinos de una docena de variedades, cerveza y numerosas salsas y guarniciones de aspecto delicioso. Dorian Hawkmoon estaba sentado a la derecha del conde Brass, y a su izquierda se sentaba Mahtan Just, convertido ahora en el campeón de la temporada. Just adoraba al conde y le trataba con tal respeto que hasta el propio conde se sentía algo incómodo por ello. Junto a Hawkmoon estaba sentada Yisselda, y frente a ella se acomodaba Bowgentle. En el otro extremo de la mesa estaba el viejo Zhonzhac Ekare, el mayor de los criadores de toros, vestido con pesadas pieles y con el rostro oculto por su enorme barba y espesa mata de pelo. Era un hombre que reía a menudo y comía desaforadamente. Junto a él se sentaba Von Villach, y ambos parecían disfrutar mucho con la compañía del otro.
Cuando ya casi había terminado el banquete y se habían retirado las pastas y dulces, así como los ricos quesos de Camarga, cada invitado tenía ante sí tres jarras de vino de distintas clases, un diminuto barril de cerveza y una gran copa para beber. Únicamente Yisselda tenía una sola botella y una copa más pequeña, ya que, al parecer, ella prefería beber menos.
El vino había nublado un poco la mente de Hawkmoon, otorgándole lo que quizá fuera una falsa apariencia de humanidad normal. Sonrió una o dos veces, y si bien no contestó las bromas de sus compañeros con algunas de su cosecha, al menos no les ofendió con una expresión hosca. —¡Bowgentle! —rugió entonces el conde Brass—. ¡La balada que nos has prometido!
Bowgentle se incorporó sonriente, con el rostro enrojecido, como el de los demás, por el buen vino y la excelente comida.
—A esta balada le he puesto el título de El emperador Glaucoma, y confío en que os divertirá —dijo, y a continuación empezó a recitar las palabras:
El emperador Glaucoma pasó ante los formales guardias en la arcada más lejana y entró en el bazar, donde yacían entre las sombras de las palmeras del templo los restos de la última guerra, desde los caballeros templarios hasta el otomano, los huéspedes del alcázar y el poderoso khan.
Pero el emperador Glaucoma pasó sin detenerse, mientras flautas y tambores tocaban en honor del paso del emperador.
El conde Brass observaba cuidadosamente el grave rostro de Bowgentle con una irónica sonrisa en sus labios. Mientras tanto, el poeta recitaba la compleja poesía con ingenio y graciosos ademanes. Hawkmoon miró en derredor y vio que unos sonreían y otros tenían la mirada perdida, a causa del alcohol. Hawkmoon permanecía impertérrito.
Yisselda se inclinó hacia él y murmuró algo inaudible.
Los barcos del puerto hicieron sonar sus cañones cuando el emperador rechazó al embajador vaticano. —¿De qué diablos está hablando? —gruñó Von Villach.
—De cosas antiguas —contestó el viejo Zhonzhac Ekare —. De cosas que sucedieron antes del Milenio Trágico.
—Pues yo preferiría escuchar una balada de combate.
Zhonzhac Ekare se llevó un dedo a los labios casi cubiertos por la barba y le hizo guardar silencio a su amigo, mientras Bowgentle continuaba: que le había hecho regalos de alabastro, y una hoja de Damasco, y una escayola de París, de la tumba de Zoroastro, allí donde florecen las sombras de la noche.
Hawkmoon apenas si escuchaba las palabras, aunque su cadencia parecía ejercer sobre él un efecto peculiar. Al principio pensó que sólo se trataba del vino, pero entonces se dio cuenta de que en un determinado momento de la recitación su mente pareció estremecerse, y unas olvidadas sensaciones brotaron de pronto en su pecho. Se revolvió, incómodo, en su asiento.
Bowgentle observó duramente a Hawkmoon, mientras continuaba con su poema, al tiempo que gesticulaba de un modo exagerado.
El poeta laureado con laurel y brocados de color naranja adornado con topacio, y ópalo, y lucido jade, lleno de fragantes ungüentos, perfumado con mirra y lavanda, los tesoros de Tracia y Samarcanda, cayó postrado en la plaza del mercado, —¿Os encontráis bien, milord? —preguntó Yisselda inclinándose hacia Hawkmoon y hablándole con una expresión de preocupación.
—Estoy bien, gracias —contestó Hawkmoon sacudiendo la cabeza. Se estaba preguntando si no habría ofendido de algún modo a los señores de Granbretan y ellos habían decidido transmitir ahora a la Joya Negra todo su poder vital. Sentía que la cabeza le daba vueltas, insensato, y mientras las antífonas corales cantaban su gloria, el emperador, majestuoso, con babuchas de oro y marfil, tropezó con él, arrancando aplausos al dios mortal.
Ahora, todo lo que Hawkmoon podía ver era la figura y el rostro de Bowgentle, y no podía escuchar más que el ritmo de las palabras, preguntándose si no sería aquello una especie de encantamiento. Y si Bowgentle estaba tratando de encantarle, ¿cuál era la razón de su actitud?
Desde ventanas y torres alegremente ornamentadas con guirnaldas de flores y ramos frescos, los niños arrojaban lluvias de pétalos de rosas y de jacintos a la calle por donde Glaucoma pasaba.
Abajo, desde las casas y los parapetos otros niños arrojaban violetas, pimpollos de flores, lilas y peonías, y finalmente, ellos mismos, por donde Glaucoma pasaba.
Hawkmoon bebió un largo trago de vino y respiró profundamente, mirando con fijeza a Bowgentle mientras el poeta continuaba recitando sus versos:
La luna brillaba débilmente, el caliente sol oscilaba retrasando el mediodía, y las estrellas se esparcían, con serafín elevando un himno pues pronto el emperador estaría ante la ruina sagrada, sublime, y apoyaría su mano en aquella puerta desconocida para el tiempo, que sólo él, entre los mortales, podía abrir.
Hawkmoon boqueó como puede hacerlo un hombre cuando acaba de ser arrojado al agua helada. Yisselda le puso la mano sobre la frente humedecida por el sudor y sus dulces ojos reflejaban una expresión preocupada. —¿Milord…?
Hawkmoon miró fijamente a Bowgentle mientras el poeta, implacable, seguía recitando:
Glaucoma cruzó con los ojos bajos el tenebroso portal ancestral incrustado de piedras preciosas, perlas, huesos y rubíes.
Cruzó la puerta y la columnata, mientras el sonido de trombones y trompetas hacían retemblar la tierra, y por encima se extendían las huestes, y un olor de ámbar gris quemaba en el aire.
Débilmente, Hawkmoon fue consciente de la mano de Yisselda tocándole el rostro, pero no pudo escuchar lo que ella le dijo. Tenía los ojos fijos en Bowgentle, y sus oídos se concentraban en la tarea de escuchar lo que éste seguía recitando. Una copa se le cayó de la mano. Indudablemente, se sentía enfermo, pero el conde Brass no hizo el menor movimiento por ayudarle. En lugar de ello, miraba de Hawkmoon a Bowgentle, con el rostro medio oculto tras su propia copa de vino y una expresión irónica en los ojos.
Ahora el emperador libera una paloma blanca como la nieve.
Oh, una paloma tan justa como la propia paz, tan rara que el amor aumenta en todas partes.
Hawkmoon gimió. En el extremo más alejado de la mesa, Von Villach dejó su copa de vino sobre la mesa.
—Estaría de acuerdo con eso —dijo—. ¿Por qué no recitar La montaña del baño de sangre? Es una buena…
El emperador liberó esa paloma blanca como la nieve, y ésta voló hasta que nadie pudo verla volar a través del aire nítido, a través del fuego, volando aún más alto, aún más y más alto, justo hacia el sol, para morir por el emperador Glaucoma.
Hawkmoon se incorporó, tambaleante, y trató de decirle algo a Bowgentle, pero finalmente cayó sobre la mesa, derramando el vino en todas direcciones. —¿Está borracho? —preguntó Von Villach con un tono de disgusto—. ¡Está enfermo! —exclamó Yisselda—. ¡Oh, está enfermo!
—No creo que esté borracho —dijo el conde Brass inclinándose sobre el cuerpo de Hawkmoon y levantándole un párpado—. Pero, desde luego, ha perdido el conocimiento.
Levantó la mirada hacia Bowgentle y sonrió. Bowgentle le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros, diciendo:
—Espero que estéis seguro de eso, conde Brass.
Hawkmoon permaneció durante toda la noche en un coma profundo, del que despertó a la mañana siguiente, encontrando a Bowgentle, que actuaba como físico del castillo, inclinado sobre él. Aún no podía estar seguro de si lo sucedido había sido causado por la bebida, la Joya Negra, o Bowgentle. Ahora se sentía muy caliente y débil.
—Tenéis fiebre, milord duque —le dijo Bowgentle con suavidad—. Pero os curaremos, no temáis.
Después acudió a verle Yisselda, que se sentó al lado de la cama y le sonrió.
—Bowgentle dice que no es nada serio —le dijo—. Yo os cuidaré. No tardaréis en volver a sentiros bien.
Hawkmoon escudriñó su semblante y experimentó una gran oleada de emoción.
—Lady Yisselda… —¿Sí, milord?
—Yo…, gracias…
Hawkmoon desvió la mirada, aturdido. Desde detrás de él escuchó una voz que hablaba con urgencia. Era la del conde Brass.
—No digáis nada más. Descansad. Controlad vuestros pensamientos. Dormid todo lo que podáis.
Hawkmoon no se había dado cuenta de que el conde Brass estaba en la habitación.
Entonces, Yisselda le acercó un vaso a los labios. Bebió el frío líquido y no tardó en volver a quedarse dormido.
Al día siguiente la fiebre ya había desaparecido y, en lugar de una ausencia de emoción. Dorian Hawkmoon se sintió más bien como si estuviera física y espiritualmente entumecido. Se preguntó si acaso no le habrían drogado.
Yisselda acudió a verle cuando estaba terminando de desayunar, y le preguntó si se sentía con fuerzas para acompañarla a dar un paseo por los jardines, ya que hacía un día estupendo.
Se frotó la frente, sintiendo el extraño calor de la Joya Negra bajo su mano. Apartó la mano, alarmado. —¿Os sentís mal todavía, milord? —preguntó Yisselda.
—No… Yo… —Hawkmoon suspiró —. No sé. Me siento extraño… Es algo desconocido…
—Quizá un poco de aire fresco os ayude a despejaros la cabeza.
Pasivamente, Hawkmoon se levantó para acompañarla a los jardines. El aire de éstos estaba lleno con toda clase de agradables aromas, el sol lucía espléndidamente, haciendo que los arbustos y los árboles se destacaran nítidamente en el claro aire invernal.
El contacto del brazo de Yisselda, apoyado en el suyo, aún agitó más los sentimientos de Hawkmoon. Era una sensación agradable, como lo era la sensación del viento en la cara y la vista de los jardines y de las casas de la ciudad. Sentía una mezcla de temor y desconfianza… Temor por la Joya Negra, pues estaba seguro de que le destruiría si dejaba entrever cualquier indicio de lo que ahora estaba ocurriendo; y desconfianza para con el conde Brass y los demás, pues tenía la sensación de que le estaban engañando de algún modo, y de que tenían algo más que un indicio sobre el verdadero propósito de su presencia en el castillo de Brass. Podía raptar a la muchacha ahora mismo, robar un caballo y quizá contara con una buena oportunidad para escapar. De pronto, se volvió hacia ella, mirándola.
Ella le sonrió dulcemente. —¿Os hace sentir mejor el aire, milord duque?
Hawkmoon escudriñó su rostro al tiempo que sentía en su interior el conflicto de numerosas y encontradas emociones. —¿Mejor? —replicó roncamente —. ¿Mejor? No estoy seguro… —¿Estáis cansado?
—No.
Empezó a dolerle la cabeza y volvió a tener miedo de la Joya Negra. Extendió una mano y agarró a la muchacha. Ésta, creyendo que estaba a punto de caerse a causa de la debilidad, le cogió a su vez de los brazos tratando de sostenerle. Entonces, las manos de Hawkmoon perdieron su fuerza y no pudo hacer nada.
—Sois muy amable —dijo el duque.
—Y vos sois un hombre muy extraño —dijo ella, casi hablando consigo misma—. Sois un hombre que se siente infeliz.
—Ah…
Se apartó de ella y empezó a caminar sobre el césped, en dirección al borde de la terraza. ¿Podrían saber los señores de Granbretan lo que estaba sucediendo en su interior? No era muy probable. Por otro lado, le parecía verosímil que hubieran entrado en sospechas y que pudieran activar la fuerza vital de la Joya Negra en cualquier momento.
Respiró profundamente el aire frío y enderezó los hombros, recordando lo que le había dicho la noche anterior el conde Brass: «Controlad vuestros pensamientos».
El dolor de su cabeza iba en aumento. Se volvió hacia la joven.
—Creo que será mejor que regresemos al castillo —le dijo a Yisselda.
Ella asintió con un gesto y volvió a cogerle del brazo. Ambos regresaron por el mismo camino por el que habían venido.
Ya en el salón principal, el conde Brass salió a su encuentro. Tenía una expresión de amable preocupación, pero no distinguió en su semblante nada capaz de confirmarle el tono de urgencia que había empleado la noche anterior. Hawkmoon se preguntó si no lo habría soñado, o si quizá el conde Brass había supuesto la naturaleza de la Joya Negra y estaba actuando ahora para engañar tanto a la joya como a los lores oscuros, que incluso ahora podrían estar observando aquella escena desde los laboratorios del palacio en Londra.
—El duque de Colonia no se encuentra bien —dijo Yisselda.
—Me apena mucho saberlo —replicó el conde Brass—. ¿Necesitáis algo, milord?
—No —se apresuró a contestar Hawkmoon—. No…, gracias.
Se dirigió hacia la escalera, caminando con la mayor firmeza que pudo. Yisselda le acompañó, sosteniéndole todavía por un brazo, hasta que llegaron a sus habitaciones.
Una vez ante la puerta, él se detuvo y la miró. Los ojos de la muchacha estaban muy abiertos y le miraban con una expresión llena de simpatía; ella levantó una mano y le acarició suavemente la mejilla por un breve instante. Ante aquel contacto, Hawkmoon experimentó un estremecimiento y tuvo que abrir la boca para respirar con fuerza.
Después, ella se volvió y casi echó a correr por el pasillo.
Hawkmoon entró en sus habitaciones y se arrojó sobre la cama. Respiraba con rapidez, tenía todo el cuerpo en tensión y trataba desesperadamente de comprender lo que le estaba sucediendo y cuál era la fuente del dolor que sentía en la cabeza.
Finalmente, volvió a dormirse.
Se despertó por la tarde, sintiéndose débil. El dolor ya casi había desaparecido por completo y Bowgentle estaba junto a la cama, dejando un cuenco lleno de fruta en una mesa cercana.
—Me equivoqué al creer que ya habíais dejado de tener fiebre —dijo—. ¿Qué me está sucediendo? —murmuró Hawkmoon.
—Por lo que yo puedo decir, creo que estáis sufriendo una ligera fiebre causada por todas las penalidades por las que habéis tenido que pasar, y me temo también que a causa de nuestra hospitalidad. Sin duda alguna era demasiado pronto para que comierais una comida tan abundante y rica y bebierais tanto vino. Tendríamos que habernos dado cuenta de eso. Sin embargo, os encontraréis bien dentro de muy poco, milord.
En su fuero interno, Hawkmoon sabía que aquel diagnóstico no era acertado, pero no dijo nada. Escuchó una ligera tos a su izquierda y volvió la cabeza, pero sólo vio la puerta abierta que conducía al despacho, en cuyo interior parecía haber alguien. Volvió a mirar interrogativamente a Bowgentle, pero el semblante del hombre permaneció inexpresivo, mientras aparentaba controlar el pulso de Hawkmoon.
—No debéis temer nada —dijo una voz procedente del cuarto contiguo—. Deseamos ayudaros. —La voz correspondía a la del conde Brass —. Comprendemos la naturaleza de la joya que lleváis en la cabeza. En cuanto hayáis descansado, levantaros y acudid al salón principal, donde Bowgentle os entretendrá con una conversación trivial. No os sorprendáis aunque sus acciones os parezcan un tanto extrañas.
Bowgentle apretó los labios y se incorporó.
—No tardaréis en estar bien, milord. Y ahora, os dejo.
Hawkmoon le vio marcharse y después oyó que se cerraba otra puerta…, la de la habitación donde había estado el conde Brass. ¿Cómo podían haber descubierto la verdad? ¿Y cómo le afectaría eso a él? A estas alturas, los lores oscuros debían de estar muy extrañados ante el raro giro que habían tomado los acontecimientos, y quizá hubieran empezado a sospechar algo. Podían poner en funcionamiento toda la fuerza vital de la Joya Negra en cualquier momento. Y, por alguna razón, el saberlo así le perturbó mucho más de lo que le había preocupado hasta entonces.
Hawkmoon llegó a la conclusión de que no podía hacer nada, excepto obedecer la orden del conde Brass, aunque era muy probable que, al haber descubierto el propósito de su presencia allí, el conde se mostrara tan vengativo como los lores de Granbretan. En cualquier caso. Hawkmoon se encontraba metido en una situación muy desagradable.
Cuando la habitación se fue oscureciendo y cayó la noche, Hawkmoon se levantó y bajó al salón principal. Estaba vacío. Miró a su alrededor a la débil luz de la chimenea encendida, preguntándose si acaso no le habrían inducido a meterse en alguna clase de trampa.
Entonces apareció Bowgentle por la puerta más alejada y le sonrió. Vio que los labios de Bowgentle se movían, pero no escuchó ningún sonido que surgiera de ellos. A continuación, Bowgentle se detuvo como si estuviera escuchando la respuesta de Hawkmoon y él se dio cuenta de que aquello no era más que una pantomima destinada a engañar a quienes les observaban gracias al poder de la Joya Negra.
Al escuchar unos pasos tras él, no se volvió, sino que aparentó replicar a la silenciosa conversación mantenida con Bowgentle.
Entonces, el conde Brass le habló a su espalda:
—Sabemos lo que es la Joya Negra, milord duque. Sabemos que los de Granbretan os indujeron a venir aquí, y creemos conocer el propósito de vuestra visita. Os explicaré…
Hawkmoon se sintió impresionado ante lo inverosímil de aquella situación en la que Bowgentle aparentaba estar hablando, sin decir nada, mientras que la profunda voz del conde surgía de alguna parte situada a su espalda.
—Cuando llegasteis al castillo de Brass —siguió diciendo el conde Brass—, me di cuenta de que la Joya Negra era algo más de lo que vos decíais…, aunque ni vos mismo os dierais cuenta. Me temo que los del Imperio Oscuro me han valorado en muy poco, puesto que he estudiado tanta hechicería como ellos mismos y poseo un antiguo documento en el que se describe la máquina de la Joya Negra. Sin embargo, no sabía si erais una víctima consciente o inconsciente de la joya, y tenía que descubrirlo sin que los granbretanianos se dieran cuenta. Así pues, la noche del banquete le pedí a sir Bowgentle que camuflara una runa en forma de una sucesión de versos aparentemente suyos. El propósito de dicha runa consistía en privaros de vuestra conciencia, para así poder privaros también de la joya, de modo que pudiéramos estudiaros sin que se dieran cuenta los lores del Imperio Oscuro.
Confiábamos en que os creyeran borracho y no relacionaran vuestra repentina pérdida de conciencia con las rimas de Bowgentle. Así, Bowgentle empezó a pronunciar su runa, destinada exclusivamente a vuestros oídos. Ello sirvió para haceros entrar en un coma profundo. Mientras dormíais. Bowgentle y yo nos las arreglamos para introducirnos en vuestra mente interior, profundamente enterrada… como la de un animal asustado que excava un agujero tan profundo que, una vez allí, empieza a sofocarse casi hasta morir. Ciertos acontecimientos ya habían contribuido a conseguir que vuestra mente interior se acercara a la superficie un poco más de lo que había estado en Granbretan, y de ese modo pudimos interrogarla.
Descubrimos así la mayor parte de lo que os había ocurrido en Londra, y cuando supe la misión que os había traído aquí estuve a punto de deshacerme de vos. Pero entonces me di cuenta de que en vuestro interior se desarrollaba un conflicto… del que vos apenas si erais consciente. En el caso de que ese conflicto no hubiera surgido a la luz, yo mismo os habría matado, o habría permitido que la Joya Negra cumpliera su cometido.
Hawkmoon, que aparentaba contestar a la inexistente conversación con Bowgentle, se estremeció a pesar de sí mismo.
—Sin embargo —siguió diciendo el conde Brass —, llegué a la conclusión de que no se os podía acusar por lo ocurrido y de que, al mataros, podía destruir a un enemigo potencialmente poderoso de Granbretan. Aun cuando permanezco neutral, Granbretan me ha ofendido demasiado como para enviar a la muerte a una persona de vuestras características. Así, hemos imaginado esta situación con el exclusivo propósito de informaros sobre lo que sabemos, y también para deciros que hay esperanza. Poseo los medios necesarios para anular temporalmente el poder de la Joya Negra. En cuanto yo haya terminado, acompañaréis a Bowgentle a mis habitaciones del sótano, donde yo haré lo que tenga que hacer. Disponemos de poco tiempo antes de que los lores de Granbretan pierdan la paciencia y liberen toda la fuerza vital de la joya en vuestra cabeza…
Hawkmoon escuchó alejarse los pasos del conde Brass. Entonces, Bowgentle sonrió y dijo en voz alta:
—De modo que si queréis acompañarme, milord, os mostraré algunas de las partes del castillo que no habéis visitado todavía. Pocos invitados han visitado las cámaras privadas del conde Brass.
Hawkmoon se dio cuenta de que aquellas palabras habían sido pronunciadas en beneficio de los vigilantes de Granbretan. Sin duda alguna, Bowgentle confiaba en estimular así su curiosidad y ganar algo más de tiempo.
Bowgentle le indicó el camino hacia un pasillo que terminó en lo que aparentemente era un muro sólido cubierto de tapices. Apartó los tapices a un lado y tocó un pequeño clavo introducido en la piedra del muro. Inmediatamente, una sección del muro empezó a refulgir y después se desvaneció, poniendo al descubierto un portal a través del cual podía pasar un hombre agachando la cabeza. Hawkmoon lo cruzó, seguido por Bowgentle, y se encontró en una pequeña estancia cuyos muros aparecían cubiertos por antiguos gráficos y diagramas. Abandonaron esta estancia y entraron en otra más grande.
Contenía una gran cantidad de aparatos alquímicos, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de enormes volúmenes antiguos de química, hechicería y filosofía.
—Por aquí —murmuró Bowgentle apartando una cortina tras la que se extendía un pasillo oscuro.
—Hawkmoon aguzó la mirada tratando de distinguir algo en la oscuridad, pero le fue imposible. Avanzó precavidamente por el pasillo que, de repente, cobró vida con una luz cegadora muy potente.
Revelada en forma de silueta vio la amenazante figura del conde Brass, que sostenía un arma extraña en las manos, apuntada hacia la cabeza de Hawkmoon.
Hawkmoon jadeó y trató de hacerse a un lado, pero el pasillo era demasiado estrecho.
Se produjo un crujido que pareció romperle los tímpanos, seguido por un sonido extraño, zumbante y melodioso, y cayó hacia atrás, perdiendo el conocimiento.
Hawkmoon se despertó y se encontró envuelto en una suave luz dorada, experimentando una asombrosa sensación de bienestar físico. Sentía completamente vivas toda su mente y su cuerpo, como si jamás hubiera estado vivo con anterioridad.
Sonrió y se desperezó. Estaba tumbado sobre un banco de metal y se encontraba solo.
Levantó una mano y se tocó la frente. La Joya Negra seguía estando allí, pero su textura había cambiado. Ahora ya no la percibía como carne, y tampoco poseía aquel extraño calor antinatural. Ahora la sentía como una joya ordinaria, dura, lisa y fría.
Se abrió una puerta y el conde Brass entró, mirándole con una expresión de satisfacción en su semblante.
—Siento haberos alarmado tanto ayer por la noche —dijo—, pero tenía que actuar con rapidez, paralizar el poder de la Joya Negra y aprisionar la fuerza vital que contenía.
Ahora poseo esa fuerza vital, obtenida tanto por medios físicos como de hechicería. Sin embargo, no puedo contenerla para siempre. Es demasiado fuerte. En algún momento se escapará y regresará a la joya que seguís teniendo en la frente, sin que importe el lugar donde os encontréis.
—De modo que sólo es un alivio temporal y no estoy a salvo —dijo Hawkmoon—. ¿Cuánto tiempo durará esa situación?
—No estoy seguro. Por lo menos seis meses… Es posible que un año…, o incluso dos.
Pero entonces sólo será cuestión de horas. No debo engañaros, Dorian Hawkmoon, pero sí puedo daros una esperanza adicional. Existe un hechicero en el Oriente que podría quitaros la Joya Negra de la cabeza. Es un oponente del Imperio Oscuro y podría ayudaros si pudierais encontrarlo. —¿Cómo se llama?
—Malagigi de Hamadán. —¿Es de Persia ese hechicero?
—En efecto —asintió el conde Brass—. Está tan lejos que casi está fuera de vuestro alcance.
—Bien —dijo Hawkmoon con un suspiro, incorporándose —, en tal caso sólo puedo confiar en que vuestra hechicería dure el tiempo suficiente para sostenerme durante una temporada. Abandonaré vuestro territorio, conde Brass, y me dirigiré hacia Valence para unirme allí al ejército que se está formando para luchar contra Granbretan. Aunque no pueda ganar la batalla, al menos me llevaré conmigo unos cuantos perros del reyemperador a modo de venganza por todo lo que me han hecho.
—Os devuelvo la vida e inmediatamente decidís sacrificarla —dijo el conde Brass sonriendo—. Yo os sugeriría que reflexionarais durante algún tiempo antes de tomar ninguna decisión. ¿Cómo os sentís ahora, milord duque?
Dorian Hawkmoon osciló las piernas fuera del banco y volvió a desperezarse.
—Despierto —contestó —, como si fuera un hombre nuevo… —Frunció el ceño y añadió—: Ah…, como un hombre nuevo… Y estoy de acuerdo con vos, conde Brass —murmuró reflexivamente —. La venganza puede esperar hasta que se me ocurra un plan algo más sutil.
—Al salvaros os he privado de vuestra juventud —dijo el conde Brass, casi con tristeza—. Ya no volveréis a conocerla jamás.