4. Nuevos cascos
La acostaron en la cama más blanda del castillo de Brass, atendida por Bowgentle, reconfortada por Yisselda y Hawkmoon, que permanecieron sentados junto a ella. Pero se estaba muriendo. Se moría no tanto a causa de sus heridas, sino sobre todo por la pena.
Deseaba morir. Y ellos respetaban ese deseo.
—Durante varios meses —murmuró—, las tropas de la orden del Lobo ocuparon nuestro pueblo. Se lo llevaban todo, mientras que nosotros nos moríamos de hambre.
Oímos decir que formaban parte de un ejército que se había quedado para vigilar Camarga, aunque no sabíamos qué se podía vigilar en unos territorios tan devastados…
—Lo más probable es que estuvieran esperando nuestro regreso —le dijo Hawkmoon.
—Eso debió de ser —asintió la joven con seriedad, y continuó diciendo—: Entonces, ayer llegó un ornitóptero al pueblo y su piloto se dirigió directamente a ver al comandante de la guarnición. Oímos rumores de que los soldados eran llamados con urgencia a Londra, y todos nos alegramos al saberlo. Una hora más tarde, los soldados de la guarnición cayeron sobre el pueblo, y se dedicaron a matar, a violar y al pillaje. Tenían órdenes de no dejar nada con vida de modo que no encontraran ninguna resistencia cuando regresaran, y también para que nadie pudiera encontrar alimentos si llegaba al pueblo. Una hora más tarde se marcharon todos.
—De modo que tienen planes de regresar —musitó Hawkmoon—. Pero me pregunto por qué se marcharon. —¿Algún enemigo invasor, quizá? —sugirió Bowgentle acariciando la frente de la muchacha.
—Eso es lo que supongo…, pero no parece encajar —dijo Hawkmoon con un suspiro—. Es algo misterioso y terrible de lo que sabemos muy poco.
Se escuchó un golpe suave en la puerta y D'Averc entró en la estancia.
—Ha venido a vernos un viejo amigo, Hawkmoon. —¿Un viejo amigo? ¿Quién?
—El hombre de las islas Orkney…, Orland Fank.
—Quizá él pueda explicárnoslo —dijo Hawkmoon levantándose.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Bowgentle dijo con suavidad:
—La muchacha ha muerto, duque Dorian.
—Ha muerto sabiendo que la vengaremos —replicó éste con sencillez, y abandonó la estancia para descender la escalera que conducía al salón.
—Estoy de acuerdo, amigo, algo se está cociendo —dijo Oriand Fank dirigiéndose al conde Brass, mientras ambos permanecían junto al fuego de la chimenea. Levantó la mano a modo de saludo en cuanto vio a Hawkmoon —. Y vos, duque Dorian, ¿cómo estáis?
—Bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. ¿Sabéis por qué razón se están marchando las legiones, maese Fank?
—Le estaba comentando al conde Brass que yo no…
—Ah, y yo que os creía omnisciente, maese Fank.
El hombre sonrió, quitándose el gorro para limpiarse la cara con él.
—Aún necesito tiempo para reunir información, y he estado bastante ocupado desde que abandonasteis Dnark. He traído regalos para todos los héroes del castillo de Brass.
—Sois muy amable.
—No son míos, comprendedlo, sino de… bueno, supongo que del Bastón Rúnico. Os los entregaré más tarde. Podríais pensar que tienen muy poca utilidad práctica, pero en la lucha contra el Imperio Oscuro resulta difícil saber lo que es práctico y lo que no. —¿Qué habéis descubierto en vuestro recorrido a caballo? —le preguntó Hawkmoon a D'Averc.
—Más o menos lo mismo que vos —contestó éste—. Pueblos arrasados, con sus habitantes asesinados apresuradamente. Señales de una partida precipitada de las tropas. Supongo que todavía quedarán algunas guarniciones en las ciudades más grandes, pero que estarán muy pobremente dotadas, compuestas sobre todo de artillería.
Pero no queda nada de caballería.
—Esc parece una locura —murmuró el conde Brass.
—Si estuvieran locos podrían sacar ventaja de su falta de racionalidad —comentó Hawkmoon con una sonrisa burlona.
—Bien dicho, duque Dorian —intervino Fank poniendo una mano sobre su hombro—. Y ahora, ¿puedo traer los regalos?
—Desde luego, maese Fank.
—Prestadme a un par de sirvientes para que me ayuden, pues hay seis y son bastante pesados. Lo he traído todo en dos caballos.
Pocos momentos después entraron los sirvientes, cada uno de ellos sosteniendo dos objetos envueltos, uno en cada mano. El propio Fank traía los otros dos. Los dejó sobre las losas del suelo, a sus pies.
—Abridlos, caballeros.
Hawkmoon se inclinó y apartó la tela que envolvía uno de los regalos. Parpadeó ante la luz que le dio en los ojos, y vio su propio rostro reflejado perfectamente. Se sintió extrañado, apartando el resto de la tela para contemplar con asombro el objeto que tenía ante sí. Los demás también murmuraban, sorprendidos.
Aquellos objetos eran cascos de combate, diseñados para cubrir toda la cabeza y el resto de los hombros. El metal de que estaban hechos no les era conocido, pero estaba pulido del modo más exquisito, como el mejor espejo que Hawkmoon hubiera visto jamás.
A excepción de dos ranuras para los ojos, la parte frontal de los cascos era completamente lisa, sin decoración de ninguna especie, de tal modo que quien los mirara de frente vería perfectamente reflejada en ellos su propia imagen. La parte posterior estaba hecha del mismo metal y mostraba una sencilla decoración, lo que indicaba que aquellos cascos eran el producto de alguien con mayores capacidades que un simple artesano. De pronto, Hawkmoon comprendió lo útiles que podrían ser en medio de una batalla, pues el enemigo se sentiría desconcertado al ver su propio reflejo, y tendría la impresión de estar luchando contra sí mismo. Hawkmoon se echó a reír estentóreamente. —¡El que inventó esto tiene que haber sido un genio! —exclamó —. Son los cascos más exquisitos que he visto jamás.
—Probároslos —dijo Fank con una sonrisa burlona—. Ya veréis lo bien que encajan.
Representan la respuesta del Bastón Rúnico a las máscaras bestiales del Imperio Oscuro. —¿Cómo sabremos cuál es el de cada cual? —preguntó el conde Brass.
—Lo sabréis —contestó Fank—. Es el que acabáis de abrir. El que tiene la cresta con el color del latón.
El conde Brass sonrió y levantó el casco para ponérselo sobre los hombros. Hawkmoon le miró y vio su propio rostro reflejado en él, con la opaca Joya Negra en el centro de su frente, mirándose a sí mismo con una divertida expresión de sorpresa. Hawkmoon tomó su propio casco y se lo puso sobre la cabeza. El suyo tenía una cresta dorada. Ahora, al volverse para mirar al conde Brass pareció al principio que el casco del conde no reflejaba nada, hasta que se dio cuenta de que emitía una infinidad de reflejos.
Los demás se pusieron sus respectivos cascos. El de D'Averc tenía una cresta azul, mientras que la de Oladahn era escarlata. Todos ellos rieron con placer.
—Un gran regalo, maese Fank —dijo Hawkmoon quitándose su casco—. Un regalo excelente. Pero ¿y esos otros dos cascos? —¡Ah! —exclamó Fank sonriendo misteriosamente —. Ah, sí…, serán para aquellas dos personas que los deseen—. ¿Vos mismo?
—No, no son para mí… Debo admitir que yo tiendo a desdeñar la armadura. Me resulta bastante incómoda y con ella puesta tengo dificultades para manejar mi vieja hacha de combate —dijo y se llevó el dedo gordo hacia la espalda, donde llevaba el hacha sujeta por una cuerda.
—Entonces, ¿para quiénes son esos dos cascos? —repitió la pregunta el conde Brass quitándose el suyo.
—Lo sabréis cuando lo sepáis —dijo enigmáticamente Fank—. Y entonces os parecerá de lo más evidente. ¿Cómo les van las cosas a las gentes del castillo de Brass? —¿Os referís a los aldeanos de la colina? —replicó Hawkmoon —. Bueno, algunos de ellos murieron a causa de aquellas terribles campanadas que nos obligaron a regresar a nuestra propia dimensión. Se han desmoronado unos pocos edificios, pero en general todos han sobrevivido bastante bien, incluyendo a toda la caballería camarguiana que nos quedaba.
—Unos quinientos hombres —añadió D'Averc—. Ése es todo nuestro ejército. —¡Ah! —exclamó Fank dirigiendo una mirada de soslayo al francés—. Ah. Bueno, tengo que marcharme para ocuparme de mis asuntos. —¿Y qué asuntos son esos, maese Fank? —preguntó Oladahn.
—En las islas Orkney, amigo mío, no le hacemos a nadie esa clase de preguntas —contestó Fank con una sonrisa juguetona.
—Gracias por los regalos —dijo Oladahn con una inclinación—. Y os ruego que disculpéis mi curiosidad.
—Acepto vuestras disculpas —replicó Fank.
—Antes de que os marchéis, maese Fank, os doy las más efusivas gracias en nombre de todos por los regalos que nos habéis hecho —dijo el conde Brass—. ¿Podemos molestaros haciéndoos una última pregunta?
—En mi opinión, todos os sentís inclinados a hacer demasiadas preguntas —replicó Fank—. Nosotros, los de las islas Orkney, somos un pueblo muy reservado. Pero preguntad, amigo mío, y haré todo lo posible por contestaros, si es que la pregunta no es demasiado personal, claro. —¿Sabéis cómo se hizo añicos la máquina de cristal? —preguntó el conde Brass—. ¿Cuál fue la causa?
—Supongo que lord Taragorm, jefe del palacio del Tiempo, en Londra, descubrió los medios para romper vuestra máquina una vez que descubrió cuál era su fuente. Dispone de muchos textos antiguos en los que se pueden aprender esas cosas. Sin duda alguna, construyó un reloj cuyas campanadas serían capaces de viajar a través de las dimensiones, y de alcanzar tal volumen de sonido que pudiera romper todos los objetos de cristal. Según creo, ése fue el remedio empleado por los enemigos del pueblo de Soryandum que os entregó esa máquina.
—De modo que ha sido el Imperio Oscuro el que nos ha hecho regresar —observó Hawkmoon —. Pero si ha sido así, ¿por qué no se han quedado para esperarnos?
—Quizá porque ha estallado algún tipo de crisis doméstica —contestó Orland Fank—.
Ya veremos. Adiós, amigos míos. Tengo la sensación de que volveremos a encontrarnos muy pronto.