16. Mygan de Llandar

La noche cayó en el exterior de la caverna, y Hawkmoon y D'Averc permanecieron envueltos por las sombras surgidas de la luz de la segunda caverna.

Las anchas espaldas de los guardias llenaban la entrada y las cuerdas que les apresaban eran muchas y estaban fuertemente atadas.

Hawkmoon intentó retorcerse, pero sus movimientos quedaban restringidos en la práctica al mover la boca, los ojos y un poco el cuello. D'Averc se hallaba en una posición similar.

—Bien, amigo mío, no fuimos lo bastante precavidos —dijo D'Averc con el tono de voz más natural que pudo.

—No —admitió Hawkmoon—. El hambre y la debilidad idiotizan incluso a los hombres más sabios. La única culpa la tenemos nosotros mismos…

—Nos merecemos nuestros sufrimientos —añadió D'Averc, aunque con un tono de duda en su voz—. Pero ¿y nuestros amigos? Tenemos que pensar en escapar, Hawkmoon, por muy imposible que eso nos parezca.

—Sí —admitió Hawkmoon con un suspiro—. Si Meliadus consiguiera llegar hasta el castillo de Brass…

Se estremeció.

A juzgar por el breve encuentro que había tenido con el noble granbretaniano, le parecía que Meliadus estaba más encolerizado que nunca. ¿Era simplemente por el hecho de haber sido derrotado en varias ocasiones por Hawkmoon y las gentes del castillo de Brass? ¿O acaso porque se le había robado una victoria que ya tenía en sus manos cuando el castillo de Brass desapareció ante sus mismas narices? Hawkmoon no lo sabía. Sólo sabía que su antiguo enemigo parecía hallarse bastante más nervioso que en otras ocasiones. No había forma de saber qué sería capaz de hacer en un estado mental tan desequilibrado.

Hawkmoon volvió la cabeza, frunciendo el ceño, creyendo haber oído un ruido procedente del extremo más alejado de la caverna. Desde donde estaba podía ver una parte de la cueva iluminada.

Extendió el cuello y volvió a escuchar el sonido. D'Averc murmuró muy suavemente para que no le escucharan los guardias:

—Juraría que ahí dentro hay alguien…

Y entonces, una sombra cayó sobre ellos y los dos hombres levantaron las miradas hacia un anciano alto, de rostro grande y arrugado, que parecía haber sido esculpido en piedra, y cuya cabellera blanca contribuía a aumentar su aspecto leonino.

El anciano frunció el ceño observando de arriba abajo a los hombres atados. Apretó los labios y miró hacia donde estaban los tres guardias. Después volvió a escudriñar los rostros de Hawkmoon y D'Averc. No dijo nada, sólo se limitó a cruzar los brazos sobre el pecho. Hawkmoon vio que llevaba anillos de cristal en todos los dedos, a excepción del meñique de la mano izquierda. ¡Aquel anciano tenia que ser Mygan de Llandar! Pero ¿cómo había entrado en la cueva? ¿Por una entrada secreta?

Hawkmoon le miró desesperadamente, murmurando apenas sus súplicas de socorro.

El gigante sonrió y se inclinó un poco para poder escuchar el susurro de Hawkmoon.

—Os lo ruego, señor, si sois Mygan de Llindar, debéis saber que somos amigos… y hemos sido hecho prisioneros por vuestros enemigos. —¿Y cómo sé que decís la verdad? —preguntó Mygan, hablando también en susurros.

Uno de los guardias se agitó y empezó a volverse, sin duda creyendo haber oído algo.

Mygan se retiró al fondo de la caverna. El guardia lanzó un gruñido. —¿Qué estáis murmurando vosotros dos? ¿Discutiendo lo que hará el barón con vosotros? No podéis ni imaginaros las diversiones que tiene previstas para vos, Hawkmoon.

Hawkmoon no dijo nada. Cuando el guardia se hubo vuelto de espaldas, Mygan se acercó de nuevo. —¿Sois Hawkmoon? —¿Habéis oído hablar de mí?

—Algo. Si sois Hawkmoon es posible que estéis diciendo la verdad, pues aunque yo soy de Granbretan, no siento la menor simpatía por los lores que gobiernan en Londra.

Pero ¿cómo sabér quiénes son mis enemigos?

—El barón Meliadus de Kroiden se ha enterado del secreto que le comunicasteis a Tozer, quien estuvo con vos, como vuestro invitado, no hace mucho tiempo… —¡Comunicarle! Él me engatusó, me robó uno de los anillos mientras dormía y lo utilizó para escapar. Supongo que pretendía congraciarse con sus jefes, en Londra…

—Tenéis razón. Tozer les habló de la existencia de un poder, fanfarroneó diciendo que se trataba de un atributo mental, y demostró su poder desapareciendo y apareciendo en Camarga…

—Sin duda alguna por accidente. No posee ni la menor idea de cómo emplear adecuadamente el anillo.

—Eso fue lo que supusimos.

—Os creo, Hawkmoon, y temo a ese Meliadus. —¿Nos pondréis en libertad para que podamos intentar escapar de aquí, y ofreceros protección en contra de él?

—Dudo mucho que necesite vuestra protección. Mygan desapareció de la vista de Hawkmoon.

—Me pregunto qué andará tramando —dijo D'Averc, quien hasta ese momento había permanecido deliberadamente en silencio.

Hawkmoon sacudió la cabeza.

Mygan reapareció llevando un largo cuchillo en la mano. Extendió el brazo y empezó a cortar las ligaduras de Hawkmoon, hasta que el duque de Colonia pudo liberarse por sí mismo, sin dejar por ello de vigilar a los guardias apostados en la entrada de la cueva.

—Entregadme el cuchillo —susurró.

Lo tomó de manos de Mygan y empezó a cortar las ligaduras de D'Averc.

Entonces se escucharon voces procedentes del exterior.

—Ya regresa el barón Meliadus —dijo uno de los guardias—. Parece que está de muy mal humor.

Hawkmoon dirigió una mirada de ansiedad a D'Averc, y ambos se pusieron en pie de un salto.

Alertado por el movimiento, uno de los guardias se volvió, lanzando un grito de sorpresa.

Los dos hombres se abalanzaron contra los guardias. La mano de Hawkmoon impidió que el primero desenvainara su espada. D'Averc sujetó al segundo por el cuello y le desenvainó su propia espada, que se elevó y volvió a caer antes de que el guardia pudiera lanzar un solo grito.

Mientras Hawkmoon forcejeaba con el primer guardia, D'Averc se enfrentó con el tercero. Empezó a sonar el ruido metálico de las espadas al chocar entre sí, y también se escuchó el grito de sorpresa lanzado por Meliadus al darse cuenta de lo que sucedía.

Hawkmoon lanzó a su contrincante al suelo y le colocó una rodilla sobre la ingle, extrajo la daga que llevaba colgada al cinto, le retiró la máscara al hombre y le produjo un enorme tajo en el cuello.

D'Averc, por su parte, se había encargado de su enemigo y permanecía jadeante sobre el cadáver.

Mygan les llamó desde el fondo de la caverna.

—Veo que lleváis anillos de cristal como los míos. ¿Sabéis cómo controlarlos? —¡Sólo sabemos cómo regresar a Camarga! Un giro hacia la izquierda…

—Sí. Bien, Hawkmoon, os ayudaré. Tenéis que girar los cristales primero a la derecha y después a la izquierda. Repetid el movimiento seis veces y después…

La gran sombra de Meliadus apareció en la entrada de la cueva. —¡Oh, Hawkmoon! Me seguís amargando la vida. ¡El anciano! ¡Guardias, apresadlo!

Los demás guerreros de Meliadus empezaron a irrumpir en la caverna. D'Averc y Hawkmoon retrocedieron ante ellos, luchando desesperadamente.

El anciano gritó enfurecido: —¡Atrás intrusos!

Y se lanzó hacia adelante levantando un largo cuchillo. —¡No! —gritó Hawkmoon—. Mygan…, dejadnos la lucha a nosotros. Apartaos. ¡Estáis indefenso ante hombres como éstos!

Pero Mygan no quiso retroceder. Hawkmoon trató de situarse a su lado, le vio caer ante el golpe propinado por la espada de uno de los guardias, y en seguida lanzó una estocada contra el hombre que había derribado a Mygan.

Reinaba una gran confusión en la caverna, y poco a poco fueron retrocediendo hacia la caverna interior. El sonido de las espadas producía ecos, contrapunteados por los gritos de rabia de Meliadus.

Hawkmoon arrastró al herido Mygan hacia la segunda caverna, rechazando los golpes que caían sobre ambos.

Entonces, Hawkmoon se encontró frente a frente con Meliadus, quien sostenía la espada con ambas manos.

Hawkmoon sintió un golpe en el hombro izquierdo que le dejó aturdido, y la sangre empezó a empaparle la manga. Logró detener otro furioso golpe y después lanzó una estocada que alcanzó a Meliadus en el brazo.

El barón lanzó un gemido y retrocedió. —¡Ahora, D'Averc! —gritó Hawkmoon—. ¡Ahora, Mygan! ¡Girad los cristales! ¡Es nuestra única esperanza de escapar!

Giró el cristal de su anillo, primero a la derecha y después a la izquierda, repitiendo el movimiento seis veces. Meliadus lanzó un gruñido y se dispuso a atacarle de nuevo.

Hawkmoon levantó la espada para detener el golpe.

Y entonces Meliadus desapareció.

Y también desaparecieron la caverna y sus amigos.

Se hallaba a solas, sobre una llanura que se extendía en todas direcciones. Debía ser el mediodía, pues un sol enorme brillaba en el cielo. La llanura estaba cubierta por una clase de césped que crecía en la superficie, y el olor que desprendía le hizo pensar en la primavera. ¿Dónde estaba? ¿Le había engañado Mygan? ¿Dónde estaban los demás?

Entonces, cerca de él, empezó a materializarse la figura de Mygan de Llandar, tumbada sobre el césped y encogida a causa de su herida más grave. Presentaba una docena de cortes, el rostro leonino estaba pálido y retorcido en una mueca de dolor.

Hawkmoon envainó su espada y acudió a su lado.

—Mygan…

—Ah, me temo que me estoy muriendo, Hawkmoon. Pero al menos he servido para algo en la configuración de vuestro destino. El Bastón Rúnico… —¿Mi destino? ¿Qué queréis decir? ¿Y qué pasa con el Bastón Rúnico? He oído hablar tanto de ese misterioso artefacto y, sin embargo, nadie quiere decirme con exactitud en qué me concierne a mí…

—Lo sabréis cuando llegue el momento. Mientras tanto… De pronto, D'Averc apareció a su lado, mirando a todas partes lleno de asombro. —¡Esto funciona! Gracias al Bastón Rúnico. Creía que íbamos a morir.

—Te… tenéis que buscar…

Mygan empezó a toser. Un Millo de sangre surgió de entre sus dientes, cayéndole por la barbilla. Hawkmoon le sostuvo la cabeza entre los brazos.

—No tratéis de hablar ahora, Mygan. Estáis gravemente herido. Tenemos que encontrar ayuda. Quizá si regresáramos al castillo de Brass…

—No podéis… —dijo Mygan sacudiendo la cabeza—. ¿Que no podemos regresar? Pero ¿por qué? Los anillos han funcionado y nos han permitido llegar hasta aquí. Un giro a la izquierda…

—No. Una vez que os habéis movido en este sentido, se tienen que reprogramar los anillos. —¿Cómo conseguiremos hacerlo? —¡No os lo diré! —¿No? ¿Queréis decir que no podéis?

—No. Mi intención fue la de traeros a través del espacio a este territorio, donde tenéis que cumplir parte de vuestro destino. Tenéis que buscar… ¡Ah, ah! ¡El dolor!

—Nos habéis engañado, anciano —dijo D'Averc—. Pretendéis que juguemos un papel en algún plan diseñado por vos mismo. Pero os estáis muriendo. Ahora no podemos ayudaros. Decidnos cómo regresar al castillo de Brass y conseguiremos un médico que os ayude.

—No he sido egoísta con las instrucciones que se me han dado para que os traiga aquí. Sólo ha sido conocimiento de la historia. He viajado a demasiados lugares, he visitado muchas eras por medio de los anillos. Sé muchas cosas. Sé a lo que servís, Hawkmoon, y sé que ha llegado el momento de que corráis vuestras aventuras aquí. —¿Dónde? —preguntó Hawkmoon con desesperación—. ¿En qué tiempo nos habéis depositado? ¿Cómo se llama este país? ¡Parece que sólo está compuesto por esta llanura!

Pero Mygan volvió a escupir sangre. Era evidente que la muerte se le acercaba a pasos agigantados.

—Tomad mis anillos —dijo, respirando con dificultad—. Pueden seros útiles. Pero buscad primero Narleen y la Espada del Amanecer… Eso está situado hacia el sur.

Después, una vez hecho eso, volved al norte y buscad la ciudad de Dnark… y el Bastón Rúnico.

Tosió de nuevo. Después su cuerpo se estremeció con un gran espasmo y exhaló el último aliento.

Hawkmoon levantó la mirada hacia D'Averc. —¿El Bastón Rúnico? ¿Estamos acaso en Asiacomunista, donde se supone que está esa cosa?

—Yo no me mostraría tan irónico, sobre todo teniendo en cuenta nuestro anterior disfraz —dijo D'Averc, limpiándose con un pañuelo una herida que tenía en la pierna —.

Quizá sea allí donde estemos ahora.

—No me importa. Lo cierto es que estamos lejos del alcance de ese palurdo de Meliadus y de su sed de sangre. El sol nos calienta. A excepción de nuestras ligeras heridas, estamos mucho mejor de lo que podríamos haber estado.

Hawkmoon miró a su alrededor y suspiró.

—No estoy tan seguro. Si los experimentos de Taragorm obtienen éxito, podría encontrar una forma de llegar hasta Camarga. Y en tal caso preferiría encontrarme allí. —Se acarició el anillo y añadió—: Me pregunto…

—No, Hawkmoon —le interrumpió D'Averc extendiendo una mano hacia él—. No intentéis forzar nada. Me siento inclinado a creer al anciano. Además, parecía estar muy bien dispuesto para con vos. Sin duda alguna, quería ayudaros. Probablemente intentaba deciros dónde nos encontramos, daros más instrucciones explícitas sobre cómo llegar a esos lugares que ha citado…, suponiendo que se trate de lugares. Si tratáramos ahora de hacer funcionar los anillos, no habría forma de saber dónde terminaríamos por encontrarnos… ¡Incluso es probable que regresáramos a la cueva, y a la desagradable compañía de Meliadus!

—Quizá tengáis razón, D'Averc —asintió Hawkmoon—. Pero ¿qué haremos ahora?

—Lo primero es hacerle caso a Mygan y quitarle los anillos. Después nos dirigiremos hacia el sur…, a ese lugar…, ¿cómo lo llamó?

—Narleen. Podría ser una persona, o una cosa.

—En cualquier caso, debemos dirigirnos hacia el sur y averiguar si Narleen es un lugar, una persona o una cosa. Vamos. —Se inclinó sobre el cadáver de Mygan de Llandar y empezó a quitarle los anillos de cristal de los dedos—. Por lo que he podido ver de su caverna, es casi seguro que todo esto lo ha encontrado en la ciudad de Halapandur. Es evidente que el equipo que tenía en la caverna procedía de la ciudad. Todo esto ha tenido que ser inventado por aquellas gentes mucho antes de que se produjera el Milenio Trágico…

Pero Hawkmoon apenas si le escuchaba. Se incorporó y señaló a través de la llanura. —¡Mirad!

El viento empezaba a soplar con fuerza.

En la distancia, algo gigantesco y de un color púrpura rojizo se acercaba hacia ellos, emitiendo relámpagos.

El Bastón Rúnico
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