3. El barón Meliadus
En esta época del año, una vez terminados los trabajos del verano, el pueblo de la Camarga iniciaba su gran fiesta. Las casas aparecían cubiertas de flores, las gentes se ponían ropas de seda y lino ricamente bordadas, y los guardias desfilaban con su mayor marcialidad. Por las tardes, las fiestas de toros se celebraban en el antiguo anfiteatro de piedra situado en las afueras de la ciudad.
Los asientos del anfiteatro eran de granito, dispuestos en gradas. Cerca de la pared escalonada del propio ruedo, en la parte que daba al sur, había una zona cubierta compuesta por columnas talladas sobre las que se extendía un techo de pizarra roja, del que colgaban cortinajes de colores marrón oscuro y escarlata. En su interior estaba sentado el conde Brass, su hija Yisselda, Bowgentle y el viejo Von Villach.
Desde allí, el conde Brass y sus acompañantes podían observar casi todo el anfiteatro a medida que éste empezaba a llenarse, así como escuchar las excitadas conversaciones y los bufidos y golpes de los toros detrás de las barricadas.
En el extremo más alejado del anfiteatro había un grupo de seis guardias con cascos emplumados y capas azul celeste que hizo sonar las fanfarrias. A sus trompetas de bronce les contestó como un eco el ruido de los toros y el griterío de la multitud. El conde Brass avanzó un paso.
El griterío se hizo más fuerte cuando él apareció, sonriéndole a la multitud y elevando una mano a modo de saludo. Una vez que se aquietaron los gritos, empezó a pronunciar el tradicional discurso con el que se inauguraba la fiesta.
—Antiguo pueblo de la Camarga, preservado por el destino del infortunio del Milenio Trágico; vosotros, a quienes se os concedió la vida, celebráis hoy la vida. Vosotros, cuyos antepasados se salvaron gracias al feroz mistral que limpió los cielos de los venenos que produjeron la muerte y la malformación a otros, agradecéis ahora con esta fiesta la llegada del viento de la vida.
Los gritos estallaron de nuevo y las fanfarrias sonaron por segunda vez. Después, doce enormes toros entraron en el ruedo. Los animales patearon la arena, con las colas levantadas, los cuernos relucientes, las aletas de la nariz dilatadas y los ojos enrojecidos y brillantes. Eran toros seleccionados de la Camarga, entrenados durante todo el año para la fiesta de hoy, cuando se enfrentarían a hombres desarmados que tratarían de recoger las diversas banderolas que se les había atado alrededor de sus cuellos y cuernos.
Aparecieron a continuación unos guardias a caballo que saludaron a la multitud y volvieron a conducir los toros hacia el recinto cerrado situado bajo el anfiteatro.
Una vez que los guardias hubieron encerrado a los toros, no sin ciertas dificultades, salió a la arena el maestro de ceremonias, vestido con una capa multicolor, un sombrero de ala ancha de un brillante color azul y portando un megáfono dorado con el que anunciaría los nombres de los primeros contendientes.
La voz del hombre, amplificada por el megáfono y por los muros del anfiteatro, casi pareció el gran rugido de un toro encolerizado. Anunció primero el nombre del toro —Cornerouge de Aigues–Mortes, propiedad de Pons Yachar, el famoso criador de toros—, y a continuación el nombre del principal torero, Mahtan Just de Arles. El maestro de ceremonias caracoleó con su caballo y desapareció. Casi inmediatamente, Cornerouge surgió desde debajo del anfiteatro, con sus enormes cuernos cortando el aire y las cintas escarlata que los decoraban ondeando bajo la fuerte brisa.
Cornerouge era un toro enorme, de poco más de un metro y medio de alzada. Hacía oscilar la cola con fuerza de un lado a otro, como un león; sus enrojecidos ojos contemplaron desafiantes a la enfervorizada multitud que saludaba su presencia. Se arrojaron flores a la arena, que cayeron sobre su amplio lomo blanco. El animal se volvió con rapidez, pateando la arena y pisoteando las flores.
Entonces apareció una figura de corta estatura, pero fuerte, que se movió con ligereza y sin ostentación. Iba vestida con una capa negra que mostraba tiras de seda escarlata, un ajustado jubón negro, pantalones decorados con oro y botas de cuero negro que le llegaban hasta las rodillas, adornadas con plata. Su rostro era atezado, joven y mostraba una expresión de alerta. Se quitó el sombrero de ala ancha, haciendo una inclinación de saludo ante la multitud, y se volvió para enfrentarse a Cornerouge. Aunque apenas tenía veinte años Mahtan Just ya se había destacado en tres festivales anteriores. Ahora, las mujeres le arrojaron flores que él recibió con galanura, enviándoles besos mientras avanzaba hacia el animal. Se quitó la capa con un movimiento lleno de gracia y extendió el manto rojo ante Cornerouge, que avanzó unos pocos pasos, bufó de nuevo y bajó los cuernos.
El toro se lanzó a la carga.
Mahtan Just dio un ligero salto hacia un lado, y extendió una mano para arrancar de un tirón una cinta de uno de los cuernos de Cornerouge.
La multitud lanzó gritos y vítores de alegría. El toro se volvió con rapidez y se lanzó de nuevo a la carga. Just volvió a saltar hacia un lado en el último instante y recogió otra cinta. Sostuvo ambos trofeos entre sus blancos dientes y sonrió burlonamente, mirando primero al toro y después a la multitud.
Las dos primeras cintas, que habían estado atadas en la parte superior de los cuernos del toro, resultaron comparativamente fáciles de conseguir y Just, que lo sabía perfectamente, las había obtenido casi con naturalidad. Ahora, sin embargo, tenía que coger las cintas inferiores, algo que resultaba bastante más peligroso.
El conde Brass se inclinó hacia adelante en su palco, contemplando con admiración al torero. Yisselda sonrió. —¿No es maravilloso, padre? ¡Parece un bailarín!
—Sí, un bailarín que baila con la muerte —comentó Bowgentle con una indulgente severidad.
El viejo Von Villach se arrellanó en su asiento, con el aspecto de quien se aburre con el espectáculo, aunque eso podía deberse a que sus ojos ya no eran lo que habían sido y, sin embargo, no deseaba admitirlo así.
Ahora, el toro se lanzaba directamente contra Mahtan Just, quien se interponía en su camino, con las manos desdeñosamente en jarras y la capa abandonada sobre la arena.
Cuando el toro ya casi se encontraba sobre él, Just dio un poderoso salto en el aire y su cuerpo rozó los cuernos, describiendo un salto mortal sobre Cornerouge, que frenó su carrera con las pezuñas sobre la arena y bufó lleno de estupefacción antes de volver la cabeza al escuchar el grito y la risa de Just detrás de él.
Pero antes de que el animal pudiera girarse, Just había vuelto a saltar, esta vez sobre su lomo y, mientras el toro se encabritaba locamente bajo él, el joven se sujetó con una mano a uno de los cuernos mientras con la otra desataba rápidamente una cinta más. En cuanto lo hubo hecho, Just se soltó, pegó un brinco llevando en la mano una nueva cinta, rodó sobre sí mismo y consiguió ponerse en pie antes de que el animal volviera a cargar.
Un tremendo rugido de satisfacción se elevó de entre la multitud, que gritaba y lanzaba un verdadero océano de vistosas flores hacia la arena. Ahora, Just corría grácilmente por el ruedo, perseguido por el toro.
De pronto, se detuvo y se volvió con deliberada lentitud, aparentemente sorprendido al ver que el toro se le echaba encima. Entonces, Just volvió a saltar. En esta ocasión, sin embargo, uno de los cuernos le enganchó el jubón, desgarrándolo y haciéndole perder el equilibrio. Una de sus manos se apoyó sobre el lomo del toro, ayudándose con ella para saltar al suelo, aunque cayó en mala posición y rodó sobre sí mismo al tiempo que el toro se lanzaba a la carga.
Just se revolvió, pero fue incapaz de levantarse, aunque seguía conservando el control de su cuerpo. El toro bajó la cabeza y uno de sus cuernos enganchó el cuerpo. Unas gotas de sangre salpicaron la arena, bajo la luz del sol, y la multitud gimió, con una mezcla de piedad y sed desangre. —¡Padre! —exclamó Yisselda, cuya mano apretaba con fuerza el brazo del conde Brass—. Lo matará. ¡Ayúdalo!
El conde Brass sacudió negativamente la cabeza, a pesar de que su cuerpo ya se había movido involuntariamente hacia el ruedo.
—Es asunto suyo. Sabe a lo que se arriesga.
Ahora, el cuerpo de Just fue elevado por los aires, con los brazos y las piernas flaccidos, como si fuera un muñeco de trapo. Los guardias montados aparecieron inmediatamente en el ruedo para alejar al toro de su víctima, empujándolo con sus garrochas.
Pero el toro se negó a moverse y se mantuvo sobre el cuerpo inmóvil de Just, como un felino depredador sobre el cuerpo de su presa.
El conde Brass saltó por encima de la barandilla casi antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Ya sobre la arena, echó a correr hacia el toro con su armadura de bronce, como un gigante de metal.
Los jinetes apartaron sus caballos mientras el conde lanzaba su cuerpo contra la cabeza del toro, agarrándole los cuernos con sus grandes manos, desde atrás. Las venas sobresalieron de la piel de su rudo rostro a medida que iba haciendo retroceder lentamente al toro.
Entonces, la cabeza se movió y los pies del conde Brass se elevaron sobre el suelo, pero sus manos seguían agarrando los cuernos con fuerza y desplazó su peso hacia un lado, obligando al animal a echar la cabeza hacia atrás, de tal modo que, gradualmente, pareció inclinarla.
Todo el mundo guardaba el más absoluto silencio. Desde el palco, Yisselda, Bowgentle y Von Villach se habían inclinado hacia adelante, con los rostros pálidos. Por todo el anfiteatro se extendió una gran tensión, mientras el conde Brass ejercía toda su fuerza sobre la cabeza del toro.
Las rodillas de Cornerouge se estremecieron. Bufó y bramó y su cuerpo se tensó. Pero el conde Brass no cejó en su empeño, temblando él mismo por el enorme esfuerzo que estaba realizando. Los pelos del bigote y de la nuca parecieron erizársele, los músculos del cuello se hincharon y se pusieron rojos, pero el toro se fue debilitando gradualmente y después, lentamente, cayó de rodillas sobre la arena.
Los hombres corrieron para sacar al herido Just del ruedo, pero la multitud seguía en silencio.
Y entonces, con una fuerte sacudida, el conde Brass obligó a Cornerouge a doblarse hacia su lado.
El toro permaneció quieto, reconociendo así a su dominador, admitiendo haber sido derrotado sin paliativos.
El conde Brass se incorporó y retrocedió y el toro ni se movió, sino que se limitó a levantar la cabeza para mirarle con unos ojos brillantes y extrañados, al tiempo que elevaba ligeramente la cola sobre la arena y su enorme pecho se agitaba.
Y entonces estallaron los vítores de la multitud.
El griterío fue aumentando de intensidad hasta que pareció como si se fuera a escuchar en todo el mundo.
La multitud se levantó de sus asientos y vitoreó a su lord Protector de un modo sin precedentes, mientras Mahtan Just avanzaba tambaleándose hacia él, sujetándose la herida, y le cogía al conde Brass el brazo en un breve instante de gratitud.
En el palco, Yisselda lloraba de orgullo y alivio, y hasta el propio Bowgentle se limpiaba sin remilgos unas lágrimas de sus ojos. El único que no lloraba era Von Villach, aunque su cabeza no dejaba de hacer serios gestos de aprobación ante la hazaña de su jefe.
El conde Brass regresó hacia el palco, sonriendo a su hija y a sus amigos. Se agarró a la barandilla y, de un salto grácil, regresó a su puesto. Después, se echó a reír alegremente y saludó a la multitud que le vitoreaba.
A continuación, elevó una mano pidiendo silencio y se dirigió a todos ellos cuando disminuyeron los vítores.
—No me ovacionéis a mí…, sino a Mahtan Just. Fue él quien se ganó los trofeos.
Mirad… —Abrió las palmas de las manos y las mostró a la multitud—. ¡Yo no tengo nada!
—Hubo grandes risas. —Que continúe el festival —terminó diciendo al tiempo que se sentaba.
Bowgentle había recuperado su compostura. Ahora, se inclinó hacia el conde Brass.
—Y ahora, amigo mío, ¿seguís afirmando que no queréis veros involucrado en las luchas de los demás?
—Eres infatigable, Bowgentle —dijo el conde sonriéndole—. Sin lugar a dudas, esto no ha sido más que un asunto local, ¿no es cierto?
—Si seguís conservando vuestros sueños sobre un continente unido, los asuntos de Europa deberían ser locales para vos —replicó Bowgentle acariciándose la barbilla—. ¿No es cierto?
La expresión del conde Brass se hizo muy seria por un momento.
—Quizá… —empezó a decir, pero después sacudió la cabeza y se echó a reír—. ¡Oh, insidioso Bowgentle! ¡Aún te las arreglas para confundirme de vez en cuando!
Pero más tarde, cuando abandonaron el palco e iniciaron el regreso hacia el castillo, el conde Brass tenía fruncido el ceño.
Cuando el conde Brass y su séquito entraron a caballo en el patio de armas del castillo, un soldado echó a correr hacia ellos señalando con el brazo un carruaje ornamentado y un grupo de caballos negros y emplumados con sillas de una artesanía desconocida, que en aquellos momentos se encargaban de quitar los caballerizos.
—Señor —informó el soldado con voz entrecortada—, han llegado visitantes al castillo mientras estabais en la arena. Son visitantes nobles, aunque no sé si los queréis recibir.
El conde Brass contempló el carruaje. Era de metal batido, de un dorado oscuro, hecho de acero y cobre, con incrustaciones de madreperlas, plata y ónice. Había sido diseñado para que pareciera una bestia grotesca, con sus patas extendidas para formar garras que sostenían los ejes de las ruedas. Su cabeza era como la de un reptil, con ojos de rubí ahuecados desde arriba para formar así un asiento para el conductor. En las puertas se veía un elaborado escudo de armas dividido en cuartos representando armas animales de aspecto extraño y símbolos de una naturaleza oscura, aunque perturbadora. El conde Brass reconoció el diseño del carruaje, así como el escudo de armas. El primero era producto de la artesanía de los locos herreros de Granbretan, mientras que el segundo era el escudo de armas de uno de los nobles más poderosos e infames de aquella nación.
—Es el barón Meliadus de Kroiden —dijo el conde Brass al tiempo que desmontaba—. ¿Qué asunto puede traer a un señor tan grande a nuestra pequeña provincia rural? —Había hablado con cierta ironía, a pesar de lo cual su voz pareció algo preocupada. Miró a Bowgentle cuando el filósofo poeta desmontó y se le acercó—. Le trataremos con cortesía, Bowgentle —dijo el conde, advirtiéndole de sus intenciones—. Le mostraremos cómo es la hospitalidad del castillo de Brass. No tenemos ninguna disputa con los lores de Granbretan.
—Quizá no en estos momentos —dijo Bowgentle, hablando con evidente precaución.
Seguidos por Yisselda y Von Villach, el conde Brass y Bowgentle subieron los escalones y entraron en el gran salón, donde encontraron al barón Meliadus, que les estaba esperando, a solas.
El barón era casi tan alto como el propio conde Brass. Iba vestido con telas brillantemente negras y azul oscuras. Y hasta su máscara animal enjoyada, que le cubría toda la cabeza como si fuera un casco, estaba hecha de un extraño metal negro y mostraba por ojos unos zafiros de un intenso azul. La máscara tenía la forma de un lobo en actitud de gruñir, lo que le permitía mostrar unos agudos dientes como agujas en sus quijadas abiertas. De pie entre las sombras del salón, con la mayor parte de su armadura negra envuelta en su capa, igualmente negra, el barón Meliadus podría haber sido uno de los míticos dioses–bestia que aún eran adorados en los territorios situados más allá del mar Medio. Cuando ellos entraron, levantó las manos enfundadas en guanteletes negros, y se quitó la máscara, poniendo al descubierto una cabeza pálida y pesada, con una barba y un bigote negros bien cuidados. Su pelo también era negro y espeso y sus ojos mostraban un extraño color azul pálido. Aparentemente, el barón iba desarmado, quizá como muestra de que había acudido en son de paz. Se inclinó lentamente y habló con un tono de voz bajo y musical.
—Saludos, famoso conde Brass, y os ruego disculpéis esta repentina intrusión. Envié mensajeros para anunciarme, pero desgraciadamente llegaron cuando ya habíais salido.
Soy el barón Meliadus de Kroiden, Gran Guarda de la Orden del Lobo, primer lugarteniente de los ejércitos de nuestro gran rey–emperador Huon…
—Conozco vuestras grandes hazañas, barón Meliadus —dijo el conde Brass inclinando la cabeza a modo de saludo—, y he reconocido vuestras armas en vuestro carruaje. Sed bienvenido. El castillo de Brass es vuestro mientras decidáis quedaros. Nuestra comida es simple, me temo, en comparación con la riqueza con la que he oído se sirve la mesa del ciudadano más sencillo de ese poderoso imperio de Granbretan, pero ésa también os la ofrecemos.
—Vuestra cortesía y hospitalidad avergüenzan a las de la Granbretan, poderoso héroe —dijo el barón Meliadus con una sonrisa—. Os lo agradezco.
El conde Brass presentó a su hija y el barón avanzó unos pasos para inclinarse ante ella y besarle la mano, evidentemente impresionado por su extraordinaria belleza.
Después, se mostró cortés con Bowgentle, demostrando estar familiarizado con los escritos del poeta filósofo, aunque a Bowgentle se le notó en la voz el esfuerzo que tuvo que hacer para ser amable. En cuanto a Von Villach, el barón Meliadus le recordó varias famosas batallas en las que se había distinguido el viejo guerrero, que ahora se sintió visiblemente complacido.
A pesar de todas estas exquisitas cortesías y palabras elaboradamente altisonantes, se podía percibir la existencia de una cierta tensión en el salón. Bowgentle fue el primero en presentar sus excusas y, poco después, Yisselda y Von Villach se marchaban discretamente, permitiendo así que el barón Meliadus abordara libremente el tema que le había traído al castillo de Brass. La mirada del barón Meliadus siguió durante un momento a la figura de la joven, mientras ésta abandonaba el salón.
Los sirvientes trajeron vino y refrescos, y los dos hombres tomaron asiento en pesados sillones tallados.
El barón Meliadus miró al conde Brass por encima del borde de su copa.
—Sois un hombre de mundo, milord —dijo—. Lo sois en todos los sentidos. Estoy seguro de que apreciaréis el hecho de que mi visita se haya visto alentada por algo más que la urgencia de disfrutar de las vistas de vuestra hermosa provincia.
El conde Brass sonrió ligeramente, agradándole la franqueza del barón.
—Sí que es hermosa —admitió—. Por mi parte, es un verdadero honor encontrarme con un noble tan famoso de la corte del gran rey Huon.
—Un sentimiento que comparto con respecto a vos —replicó el barón Meliadus—. Sois, sin duda, el héroe más famoso en toda Europa, y quizás el más famoso de su historia.
Resulta casi alarmante descubrir que, después de todo, estáis hecho de carne y hueso y no de metal.
Se echó a reír y el conde Brass rió con él.
—He tenido bastante buena suerte —dijo el conde Brass—. Y el destino se ha mostrado amable conmigo, ya que, al parecer, ha colaborado en confirmar mis juicios. ¿Quién puede decir si la época en que vivimos es buena para mí, o yo soy bueno para esta época?
—Vuestra filosofía rivaliza con la de vuestro amigo, el señor Bowgentle —dijo el barón Meliadus—, y confirma lo que he oído decir sobre vuestra sabiduría y buen juicio.
Nosotros, en Granbretan, nos enorgullecemos de nuestras propias capacidades en ese sentido, pero creo que podríamos aprender mucho de vos.
—Yo sólo domino los detalles —replicó el barón Brass—, pero vos, en cambio, tenéis el talento de comprender el esquema general de las cosas.
Trató de averiguar, a partir de la expresión del rostro de Meliadus, hacia dónde quería llevar la conversación, pero aquel rostro permaneció inexpresivo.
—Precisamente son los detalles lo que necesitamos —dijo el barón Meliadus—, sobre todo si queremos que nuestras ambiciones generales se conviertan en realidad con toda la rapidez que nos gustaría.
Ahora, el conde Brass comprendió la razón de la presencia allí del barón Meliadus, aunque no lo dejó entrever; únicamente pareció algo extrañado y se inclinó amablemente para servir más vino a su huésped.
—Tenemos la misión de gobernar toda Europa —dijo el barón Meliadus.
—Ese parece ser vuestro destino —dijo el conde Brass, mostrándose de acuerdo—. Y, en principio, apoyo tal ambición.
—Me alegro de ello, conde Brass. A menudo se nos describe engañosamente y, según parece a veces, tenemos muchos enemigos dedicados a extender calumnias sobre nosotros por todo el globo.
—A mí no me interesan ni la verdad ni la falsedad de tales rumores —le dijo el conde Brass—. Yo únicamente creo en vuestras actividades generales.
—En tal caso, ¿quiere eso decir que no os opondríais a la extensión de nuestro imperio? —preguntó el barón Meliadus mirándole atentamente.
—Sólo en un caso particular —contestó el barón Brass sonriendo—. En el caso particular de este territorio que protejo, la Camarga.
—En tal caso, ¿estaríais de acuerdo en obtener la seguridad de un tratado de paz entre nosotros?
—No veo la necesidad de hacerlo. Tengo la seguridad de mis torres.
—Hmmm… —murmuró el barón Meliadus mirando el suelo—. ¿Ha sido ésa la razón por la que habéis venido, lord barón? ¿Para proponerme un tratado de paz? ¿O incluso, quizá, para proponer una alianza?
—Una alianza de objetivos —asintió el barón Meliadus.
—Yo no me opondría ni os apoyaría en la mayor parte de los casos —le dijo el conde Brass—. Sólo me opondría si atacarais mis territorios. En cuanto a mi apoyo, únicamente lo tenéis en mi actitud de considerar que, en estos momentos, Europa necesita una fuerza unificadora.
El barón Meliadus guardó un momento de silencio, pensativo, antes de hablar. —¿Y si esa unificación se viera amenazada? —preguntó por fin.
—No creo que pueda serlo —replicó el conde Brass riendo—. En estos momentos no existe poder alguno capaz de resistir a la Granbretan.
—Tenéis razón al pensar así —admitió el barón con los labios apretados—. Nuestra lista de victorias casi nos aburre. Pero cuanto más conquistamos, tanto más extendemos nuestras fuerzas. Si, por ejemplo, conociéramos tan bien como vos las cortes de Europa, sabríamos en quién confiar y de quién desconfiar, y de ese modo podríamos concentrar nuestra atención en los puntos débiles. Tenemos, por ejemplo, al gran duque Ziminon como gobernador nuestro en Normandía. —El barón Meliadus miró cautelosamente al conde Brass—. ¿Diríais que hemos acertado al elegirlo? Intentó apoderarse del trono de Normandía cuando lo poseía su primo Jewelard. ¿Creéis que se sentirá satisfecho con el trono estando bajo nuestro dominio?
—Ziminon, ¿eh? —dijo el conde Brass sonriendo—. Ayudé a derrotarlo en Rouen.
—Lo sé. Pero ¿qué opinión os merece?
La sonrisa del conde Brass se hizo más amplia al ver la ansiedad en la actitud del barón Meliadus. Ahora sabía con toda exactitud qué quería de él la Granbretan.
—Es un jinete excelente y ejerce cierta fascinación sobre las mujeres —dijo.
—Eso no nos ayuda a valorar hasta qué punto podemos confiar en él —dijo el barón dejando la copa de vino sobre la mesa, con un gesto casi impaciente.
—Cierto —admitió el conde Brass. Levantó la vista hacia el gran reloj de pared que colgaba sobre la chimenea. Sus manecillas doradas mostraban las once de la noche. Su enorme péndulo se balanceaba lentamente de un lado a otro, arrojando sobre la pared una sombra oscilante. En aquel momento empezaron a sonar las horas—. En el castillo de Brass solemos acostarnos temprano —dijo el conde con naturalidad—. Me temo que aquí vivimos como los campesinos de nuestro territorio. —Se levantó del sillón —. Haré que un sirviente os muestre vuestras habitaciones. Vuestros hombres ya han sido alojados en estancias cercanas a las vuestras.
Una débil sombra se extendió sobre el rostro del barón Meliadus.
—Conde Brass…, sabemos de vuestra habilidad política, de vuestra sabiduría y amplio conocimiento sobre todas las debilidades y fortalezas de las cortes europeas. Queremos emplear esos conocimientos. A cambio de lo cual os ofrecemos riquezas, poder, seguridad…
—En cuanto a las dos primeras, tengo todo lo que necesito, y con respecto a la tercera, estoy lo bastante seguro —replicó el conde Brass con suavidad al tiempo que tiraba de un cordón —. Espero que me disculpéis por estar tan cansado y deseando acostarme. He tenido una tarde muy ajetreada.
—Escuchad la voz de la razón, milord conde, os lo ruego —dijo el barón Meliadus, haciendo un evidente esfuerzo por parecer amable.
—Espero que os quedéis algún tiempo con nosotros, barón, y podáis comunicarnos todas las noticias. —En ese momento apareció un sirviente—. Mostrad sus habitaciones a nuestro huésped, por favor —le dijo al sirviente. Después, inclinándose hacia el barón, añadió—: Buenas noches, barón Meliadus. Espero veros mañana durante el desayuno, que aquí tomamos a las ocho.
Una vez que el barón se hubo marchado en pos del sirviente, el conde Brass permitió que en su rostro se reflejara una parte del regocijo que sentía. Era muy agradable saber que la Granbretan buscaba su ayuda, pero él no tenía la menor intención de concedérsela. Confiaba en que podría resistirse amablemente a las peticiones del barón, pues no sentía el menor deseo de enemistarse con el Imperio Oscuro. Además, el barón Meliadus le caía bien. Ambos parecían compartir ciertas cualidades comunes.