12. Escape al limbo

El barón Meliadus sonrió al escuchar el mensaje que le transmitió el correo.

—Muy bien —dijo volviéndose a sus acompañantes—, destruid toda la ciudad, así como a todos los habitantes que apreséis, para divertirnos en nuestro día de victoria. —Hizo volver grupas a su caballo y se dirigió hacia donde las tropas de refresco esperaban sus órdenes—. Adelante —ordenó y observó cómo sus soldados empezaban a avanzar hacia la condenada ciudad y el castillo que la dominaba.

Contempló los incendios que se elevaron de las murallas, a los pocos soldados enemigos que esperaban sobre ellas, sabiendo, con toda seguridad, que estaban a punto de morir. Observó las gráciles líneas del castillo que hasta entonces había protegido tan bien a toda la ciudad, y se echó a reír burlonamente. Sentía un agradable calor en su interior, pues había anhelado aquella victoria desde que fuera expulsado de aquel mismo castillo, unos dos años antes.

Ahora, sus tropas ya casi habían llegado ante las murallas de la ciudad, y él espoleó los flancos de su caballo para acercarse más y poder contemplar mejor el transcurso de la batalla que se avecinaba.

Entonces, frunció el ceño. Algo parecía andar mal con la luz, puesto que los contornos de la ciudad y del castillo parecía como si estuvieran desvaneciéndose de pronto, del modo más alarmante.

Se abrió la máscara y se frotó los ojos. Después, volvió a mirar.

La silueta del castillo de Brass y de Aigues–Mortes pareció brillar, al principio con un color rosado, después con un rojo pálido y finalmente escarlata. El barón Meliadus se sintió mareado. Se pasó la lengua por los labios resecos y sintió miedo por su propio estado mental.

Las tropas se habían detenido en su ataque y ahora los soldados murmuraban entre ellos y empezaban a retroceder, alejándose del lugar. Toda la ciudad y la colina estaban rodeadas ahora por un ñameante color azulado. El azul empezó a desvanecerse y con él desaparecieron el castillo de Brass y la ciudad de Aigues–Mortes. Sopló un viento fortísimo que al barón Meliadus le hizo echarse hacia atrás en su silla. —¡Guardias! —gritó—. ¿Qué ha ocurrido?

—El lugar… se ha… desvanecido, milord —le contestó una voz nerviosa—. ¡Desvanecido! ¡Imposible! ¿Cómo se puede desvanecer toda una ciudad y un castillo? Están todavía ahí. Habrán erigido alguna especie de pantalla rodeando todo el lugar.

El barón Meliadus se lanzó al galope hacia donde antes habían estado las murallas de la ciudad, esperando encontrarse con una barrera, pero nada le impidió el paso, y su caballo se encontró chapoteando sobre el barro, que parecía como si hubiera sido pisado hacía poco. —¡Se me han escapado! —aulló—. Pero ¿cómo? ¿De qué ciencia se han valido? ¿Qué poder pueden tener mayor que el mío?

Las tropas habían empezado a retroceder. Algunos soldados echaron a correr. Pero el barón Meliadus desmontó de su caballo y extendió las manos, en un intento por palpar la ciudad desaparecida. Lanzó un grito de furia y lloró de impotente rabia, cayendo finalmente de rodillas sobre el barro y blandiendo un puño tembloroso hacia donde antes había estado el castillo de Brass.

—Os encontraré, Hawkmoon… a vos y a vuestros amigos. Utilizaré todo el conocimiento científico de Granbretan para esa búsqueda. Y os seguiré, si es necesario, hasta el lugar al que hayáis escapado, ya se trate de un lugar situado en esta Tierra o más allá de ella. No escaparéis a mi venganza. ¡Lo juro por el Bastón Rúnico!

Y entonces levantó la cabeza al escuchar el sonido de los cascos de un caballo que pasaba junto a él. Creyó ver una figura relampagueante embutida en una armadura de negro y oro; creyó escuchar una fantasmagórica risa irónica, y después el jinete también se desvaneció.

El barón Meliadus se incorporó y miró a su alrededor, buscando su caballo. —¡Oh, Hawkmoon! —exclamó con los dientes apretados—. ¡Oh, Hawkmoon! ¡Algún día te atraparé!

Había vuelto a jurar por el Bastón Rúnico, como en aquella otra mañana dos años antes. Y su acción volvió a poner en movimiento un nuevo esquema histórico. Su segundo juramento fortaleció ese esquema, independientemente de que pudiera favorecer o no a Meliadus o a Hawkmoon, y endureció todavía un poco más los destinos de todos ellos.

El barón Meliadus encontró su caballo y regresó a su campamento. Al día siguiente emprendería el camino de regreso a Granbretan y a los laboratorios laberínticos de la orden de la Serpiente. Tarde o temprano, se dijo a sí mismo, tendría que encontrar un camino que le condujera hacia donde estuviera el desvanecido castillo de Brass.

Yisselda miró por la ventana, llena de admiración, con una expresión aliviada y llena de alegría. Hawkmoon le sonrió y la atrajo hacia sí. Detrás de ellos, el conde Brass tosió ligeramente y dijo:

—Si queréis que os diga la verdad, hijos míos…, me siento un poco perturbado por todo esto…, por esa «ciencia». ¿Dónde dijo ese hombre que nos encontrábamos?

—En alguna otra Camarga, padre —contestó Yisselda.

La vista que se podía contemplar desde la ventana era neblinosa. Aunque la ciudad y la colina eran lo bastante sólidas, el resto no lo era. Más allá pudieron ver, a través de una radiación azulada, los brillantes charchos de las marismas y los juncos ondeantes por el viento, pero ahora tenían colores distintos, ya no eran de simples verdes y amarillos, sino que mostraban todos los colores del arco iris y no poseían la sustancia que tenía el castillo y sus alrededores.

—Él nos dijo que podíamos explorarlo —comentó Hawkmoon —. De modo que debe ser algo más tangible de lo que parece.

D'Averc se aclaró la garganta.

—Creo que yo me quedaré aquí y en la ciudad. ¿Qué me decís vos, Oladahn?

—Creo que yo también —contestó el hombrecillo sonriendo burlonamente—, al menos hasta que me haya acostumbrado un poco más.

—Estoy con vos —afirmó el conde Brass echándose a reír—. Sin embargo, estamos a salvo, ¿verdad? Y la gente también. Tenemos que sentirnos agradecidos por ello.

—En efecto —asintió Bowgentle, pensativo—. Pero no debemos subestimar los poderes científicos de Granbretan. Si existe una forma de seguirnos hasta aquí, ellos la encontrarán…, podéis estar seguros de ello.

—Tenéis razón, Bowgentle —asintió Hawkmoon. Señaló el regalo de Rinal, que ahora estaba situado en el centro de una mesa totalmente vacía, destacado entre la extraña luz azul pálida que penetraba por las ventanas—. Tenemos que guardar ese objeto en nuestra cámara más segura. Recordad lo que nos dijo el Guerrero…, si se la destruye, volveremos a encontrarnos inmediatamente en nuestro propio espacio y tiempo.

Bowgentle se dirigió hacia el artefacto y lo tomó suavemente entre sus manos.

—Yo me ocuparé de guardarlo a buen recaudo —dijo.

Una vez que se hubo marchado, Hawkmoon se volvió para mirar por la ventana, acariciando el Amuleto Rojo.

—El Guerrero dijo que regresaría de nuevo para comunicarme un mensaje y encargarme una misión —dijo—. Ahora no me cabe la menor duda de que estoy al servicio del Bastón Rúnico, y cuando regrese el Guerrero deberé marcharme del castillo de Brass, abandonar este santuario de paz y regresar al mundo. Tenéis que estar preparada para cuando llegue el momento, Yisselda.

—No hablemos ahora de eso —dijo ella—. Celebremos, más bien, nuestro matrimonio.

—Sí, hagámoslo así —admitió con una sonrisa.

Pero no pudo apartar por completo de su mente el conocimiento de que, en alguna parte, separado de él por sutiles barreras, el mundo seguía existiendo y continuaba viéndose amenazado por el Imperio Oscuro. Aunque apreciaba el respiro que se le había concedido para pasar un tiempo con la mujer a la que amaba, sabía que pronto tendría que regresar a ese mundo, para combatir una vez más contra las fuerzas de Granbretan.

Pero, por el momento, sería totalmente feliz.

El Bastón Rúnico
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