5. Una ciudad de sombras brillantes

Hawkmoon estaba en la pequeña barca, con el ceño fruncido, mientras D'Averc se hallaba de pie en la proa, silbando una melodía y recibiendo en el rostro el rocío de la espuma. El viento había guiado la embarcación durante todo el día, haciéndoles avanzar a lo largo de lo que evidentemente era un curso determinado.

—Ahora comprendo lo que nos dijo Fank acerca del viento —gruñó Hawkmoon—. No es una brisa natural. Tengo la sensación de haberme convertido en la marioneta de alguna instancia sobrenatural…

—Bueno —dijo D'Averc sonriente, señalando hacia el horizonte—, quizá tengamos la oportunidad de presentarle nuestras quejas a esa instancia. Mirad…, tierra a la vista.

Hawkmoon se incorporó de mala gana y observó los débiles signos de tierra en el horizonte.

—De modo que regresamos a Amahrek —dijo D'Averc riendo.

—Si al menos fuera Europa y Yisselda estuviera allí —suspiró Hawkmoon.

—O incluso Londra, con Plana para consolarme —dijo D'Averc encogiéndose de hombros y empezando a toser de un modo teatral—. Sin embargo, es mejor de esta forma, antes de que ella se vea atada a una criatura enferma y medio moribunda…

Poco a poco empezaron a distinguir con mayor claridad los rasgos de la línea de la costa. Estaba compuesta por acantilados irregulares, colinas, playas y algunos árboles.

Hacia el sur observaron una curiosa aura de luz dorada… Una luz que parecía palpitar, como si siguiera el ritmo de un corazón gigantesco.

—Parece que se trata de más fenómenos preocupantes —dijo D'Averc.

El viento sopló con mayor fuerza y la pequeña barca se volvió hacia la luz dorada.

—Y nos dirigimos directamente hacia ella —gimió Hawkmoon—. ¡Estoy empezando a cansarme de estas cosas!

En efecto, estaba claro que navegaban hacia una bahía formada entre el continente y una larga isla que se extendía entre ambas orillas. La luz dorada procedía del extremo más alejado de la isla.

El terreno situado a ambos lados parecía agradable y estaba compuesto por playas y colinas cubiertas de bosque, aunque no se veía la menor señal de presencia humana.

Al acercarse a la fuente de luz, ésta empezó a desvanecerse hasta que el cielo sólo quedó iluminado por un débil resplandor. La barca disminuyó su velocidad, aunque navegaban directamente hacia la luz. Y entonces la vieron.

Se trataba de una ciudad de tal gracia y belleza que no se les ocurrieron palabras para describirla. Tan grande como Londra, si no mayor, sus edificios formaban agujas simétricas, bóvedas y torretas, y todos brillaban con la misma extraña luz, aunque coloreados con delicados tonos pálidos escondidos tras el dorado —rosas, amarillos, azules, verdes, violetas y cerezas—, como si se tratara de una pintura creada con luz y luego recubierta de una tonalidad dorada. Y, sin embargo, a pesar de toda su magnifícente belleza, no parecía un lugar adecuado para criaturas humanas, sino para dioses.

La barca se dirigía ahora hacia un puerta que se extendía en las afueras de la ciudad, y cuyos muelles mostraban los mismos tonos sutiles que se observaban en los edificios.

—Es como un sueño… —murmuró Hawkmoon.

—Un sueño celestial —observó D'Averc, cuyo cinismo se había desvanecido ante aquella visión.

La pequeña barca se dirigió hacia unos escalones que se hundían en el agua, donde se reflejaban los suaves colores, y al llegar allí se detuvo.

—Supongo que será aquí donde debemos desembarcar —comentó D'Averc encogiéndose de hombros—. La barca podría habernos llevado a un lugar menos agradable.

Hawkmoon asintió con seriedad y preguntó: —¿Aún guardáis en la bolsa los anillos de Mygan, D'Averc?

—Están seguros —contestó éste llevándose la mano a la bolsa—. ¿Por qué?

—Sólo quería asegurarme de que podríamos utilizarlos en el caso de que el peligro fuera excesivo para nosotros, y no pudiéramos enfrentarnos a él con nuestras espadas.

D'Averc asintió con un gesto de comprensión y unas arrugas aparecieron en su frente.

—Resulta extraño que no se nos ocurriera utilizarlos cuando estábamos en la isla…

—Sí…, claro… —dijo Hawkmoon con expresión de asombro. Después apretó los labios con una mueca de disgusto—. Sin duda alguna, eso no fue más que el resultado de una interferencia sobrenatural sobre nuestros cerebros. ¡Cómo odio lo sobrenatural!

D'Averc se llevó un dedo a los labios y puso una expresión de burlona desaprobación. —¡Qué cosas se os ocurren en una ciudad como ésta!

—Sí… Bueno, confío en que sus habitantes sean tan agradables como su aspecto.

—Si es que hay habitantes —observó D'Averc mirando a su alrededor.

Subieron los escalones y llegaron al muelle. Los extraños edificios estaban ante ellos, y por entre los edificios se abrían amplias calles.

—Entremos en la ciudad —dijo Hawkmoon con decisión—, y descubramos por qué razón hemos sido traídos aquí. Después de eso, quizá se nos permita regresar al castillo de Brass.

Se metieron por la calle más cercana. Les pareció como si las sombras producidas por los edificios brillaran con una vida y un color propios. Desde cerca, las altas torres apenas si parecían tangibles, y cuando Hawkmoon extendió una mano para tocar la sustancia de que estaban compuestas, la sintió como algo desconocido para él. No se trataba de piedra, ni de madera; ni siquiera era de acero, ya que cedía ligeramente a la presión de sus dedos, haciéndolos hormiguear. También se sintió sorprendido por el calor que le recorrió el brazo y le inundó el cuerpo. —¡Parece más de carne que de piedra! —dijo, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

D'Averc hizo lo mismo que su amigo y también se asombró.

—En efecto…, o como si fuera vegetación de algún tipo extraño. Desde luego, parece algo orgánico…, ¡como si fuera materia viva!

Siguieron avanzando. De vez en cuando, las calles se abrían, formando plazas.

Cruzaron las plazas y eligieron cualquier otra calle, contemplando los edificios, que parecían tener una altura infinita, y que desaparecían envueltos en un halo extraño de color dorado.

Hablaban con voces apagadas, como si no se atrevieran a romper el silencio que reinaba en la gran ciudad. —¿Habéis observado que no se ven ventanas? —preguntó Hawkmoon.

—Y tampoco puertas —asintió D'Averc—. Cada vez estoy más seguro de que esta ciudad no se ha construido para el uso humano… ¡Y de que no la han construido manos humanas!

—Quizá lo han hecho seres creados por el Milenio Trágico —sugirió Hawkmoon —.

Seres como el pueblo fantasma de Soryandum.

D'Averc se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

Ahora, por delante de ellos, las extrañas sombras parecían estrecharse más. Se metieron entre ellas, y se sintieron inundados por una gran sensación de bienestar.

Hawkmoon empezó a sonreír, a pesar de todos sus temores, y D'Averc también esbozó una sonrisa. Las sombras brillantes les rodeaban por todas partes. Hawkmoon se preguntó si aquellas sombras no serían, de hecho, los habitantes de la ciudad.

Salieron de la calle y se encontraron en una gran plaza que, por su aspecto, parecía ser el centro mismo de la ciudad. En el centro de la plaza se elevaba un edificio cilindrico que, a pesar de ser el mayor que habían visto hasta entonces, también parecía ser el más delicado. Sus paredes se movían con una luz llena de color y entonces Hawkmoon observó algo más en su base.

—Mirad, D'Averc…, ¡unos escalones que conducen a una puerta!

—Me pregunto qué debemos hacer ahora —susurró D'Averc.

—Entrar ahí, claro —replicó Hawkmoon encogiéndose de hombros—. ¿Qué tenemos que perder?

—Quizá ahí dentro descubramos la respuesta a esa pregunta —comentó su amigo sonriendo—. ¡Después de vos, duque de Colonia!

Subieron los escalones hasta llegar ante la puerta. Era relativamente pequeña, aunque tenía un tamaño humano y en el interior pudieron distinguir más sombras brillantes.

Valerosamente, Hawkmoon entró, seguido de cerca por D'Averc.

El Bastón Rúnico
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