1. Dorian Hawkmoon
Quienes se atreven a jurar por el Bastón Rúnico tienen que beneficiarse o sufrir las consecuencias del modelo fijo de destino que acaban de poner en movimiento con su juramento. A lo largo de la historia de la existencia del Bastón Rúnico se han hecho algunos de tales juramentos, pero ninguno de ellos con tan vastos y terribles como el poderoso juramento de venganza hecho por el barón Meliadus de Kroiden el año antes de que Dorian Hawkmoon de Colonia apareciera en las páginas de esta antigua narración.
—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO
El barón Meliadus regresó a Londra, la tenebrosa capital del Imperio Oscuro, llena de torres, y meditó obsesivamente durante casi un año antes de poner en marcha su plan.
Durante todo ese tiempo, otros asuntos de Granbretan le mantuvieron ocupado. Hubo rebeliones que reprimir, ejemplos que dar a ciudades recién conquistadas, nuevas batallas que planificar y ganar, y gobernadores marioneta a los que entrevistar y situar en el poder.
El barón Meliadus cumplió con todas estas responsabilidades con fidelidad e imaginación, pero no desapareció de sus pensamientos ni su pasión por Yisselda ni el odio que sentía por el conde Brass. Seguía sintiéndose frustrado, a pesar de no haber sufrido ignominia alguna por su fracaso en ganarse al conde Brass para la causa de Granbretan. Además, siempre tenía que enfrentarse con problemas en los que el conde podría haberle ayudado con suma facilidad. Cada vez que surgía uno de tales problemas, el cerebro del barón Meliadus no dejaba de imaginar una docena distinta de formas de vengarse, pero ninguna de ellas le parecía adecuada para conseguir todo lo que él exigía.
Tenía que poseer a Yisselda, obtener la ayuda del conde para manejar los asuntos de Europa, y tenía que destruir la Camarga, tal y como había jurado hacer. Se trataba, pues, de ambiciones incompatibles entre sí.
En su alta torre de obsidiana, desde la que se dominaba el enrojecido río Tayme, por donde las barcazas de bronce y ébano transportaban las mercancías llegadas a la costa, el barón Meliadus se paseaba preocupadamente por su atestado despacho, con sus tapices de colores marrones, negros y azules, algo desvaídos por el paso del tiempo, sus relojes de metales preciosos y gemas, sus globos y astrolabios de hierro batido, latón y plata, sus muebles de madera oscura y bien pulimentada, y sus alfombras de pelo espeso que imitaban los colores de las hojas otoñales.
Alrededor de él, en las paredes, en cada uno de los estantes y de los ángulos, estaban sus relojes. Todos perfectamente sincronizados, y que daban los cuartos, las medias horas y las horas, muchos de ellos con efectos musicales. Tenían diversas formas y tamaños y se alojaban en cajas de metal, de madera e incluso de sustancias menos reconocibles. La mayor parte de ellos mostraba tallas ornamentales, hasta el punto de que, a veces, resultaba difícil saber con exactitud la hora que marcaban. Se trataba de piezas obtenidas en su mayoría de las regiones de Europa y el Oriente Próximo, como botín de una serie de provincias conquistadas. Esta colección representaba lo que el barón Meliadus más quería de entre todas sus posesiones. No sólo su despacho, sino todas las estancias de la vasta torre estaban llenas de relojes. En la parte más alta de la torre había un enorme reloj de cuatro caras, hecho de bronce, ónice, oro, plata y platino, y cuando sus grandes campanas eran golpeadas por figuras de muchachas desnudas, de tamaño natural, que sostenían martillos en sus manos, toda Londra escuchaba sus ecos.
Los relojes rivalizaban en variedad con los del cuñado de Meliadus, Taragorm, el señor del palacio del Tiempo, a quien Meliadus detestaba profundamente como rival, debido a los extraños afectos que sentía por su perversa y caprichosa hermana.
El barón Meliadus interrumpió su paseo y cogió un pergamino de la mesa. Contenía la última información recibida de la provincia de Colonia, a la que apenas dos años antes Meliadus había sometido a un duro y ejemplar castigo. Al parecer, aquello no había sido suficiente, ya que el hijo del viejo duque de Colonia (a quien Meliadus había arrancado personalmente las entrañas en la plaza pública de la capital) se había rebelado al frente de un ejército que casi había conseguido vencer a las fuerzas de ocupación de Granbretan. De no haberse enviado refuerzos rápidamente, sobre todo en forma de ornitópteros armados con lanzas de fuego de amplio radio de acción, el Imperio Oscuro podría haber perdido temporalmente la provincia de Colonia.
Pero los ornitópteros destrozaron a las fuerzas del joven duque, que fue hecho prisionero. El duque no tardaría en llegar a Londra, y sus sufrimientos servirían para distraer y complacer a los nobles de Granbretan. Ésta era, una vez más, una situación en la que el conde Brass podría haber ayudado, puesto que, antes de lanzarse a una rebelión abierta, el duque de Colonia se había ofrecido como comandante mercenario al Imperio Oscuro, siendo aceptado y habiendo luchado bien al servicio de Granbretan en Nuremberg y Ulm, ganándose así la confianza del imperio, que le concedió el mando de una fuerza compuesta en su mayor parte por soldados que en otros tiempos habían servido bajo las órdenes de su padre. Fue precisamente al mando de esos soldados con los que se rebeló y marchó hacia Colonia, con el propósito de atacar la provincia.
El barón Meliadus frunció el ceño, ya que el joven duque había sido un ejemplo pernicioso que podrían seguir otros. Según aseguraban los informes, ya se había convertido en un héroe en las provincias germánicas. Pocos se atrevían a oponerse al Imperio Oscuro como lo había hecho él.
Si el conde Brass hubiera estado de acuerdo en…
De pronto, el barón Meliadus empezó a sonreír ante la idea que surgió completa e instantánea en su mente. Quizá pudiera utilizar de algún modo al joven duque de Colonia, en lugar de entregarlo para la diversión de sus pares.
El barón Meliadus volvió a dejar el pergamino sobre la mesa y tiró de un cordón de llamada. En el despacho entró una mujer esclava con el cuerpo enrojecido, que se arrodilló ante él para recibir instrucciones. (Todos los esclavos del barón eran mujeres; no permitía que ningún hombre entrara en su torre, por temor a ser traicionado.) —Lleva un mensaje al jefe de las catacumbas–prisión —le ordenó a la muchacha—.
Dile que el barón Meliadus se entrevistará con el prisionero Dorian Hawkmoon de Colonia en cuanto llegue allí.
—Sí, amo.
La mujer se levantó y retrocedió hacia la puerta, sin darle la espalda al barón, a quien dejó contemplando el río desde la ventana. Meliadus mostraba una ligera sonrisa en los labios.
Dorian Hawkmoon, cargado de cadenas de hierro sobredorado (como correspondía a su situación ante los ojos de los granbretanianos), descendió tambaleándose por la pasarela tendida entre la barcaza y el muelle, parpadeando a la luz del atardecer y contemplando a su alrededor las enormes y amenazadoras torres de Londra. Si alguna vez había necesitado poseer una prueba de la locura congénita de los habitantes de la Isla Oscura, ahora tenía la más completa evidencia de ella. Había algo antinatural en las líneas arquitectónicas, en la elección de los colores y las esculturas. Y, sin embargo, todo poseía un gran sentido de la fortaleza, el sentido y la inteligencia. No era extraño que fuera tan difícil llegar a conocer la psicología del pueblo del Imperio Oscuro cuando sus obras parecían tan paradójicas.
Uno de los guardias le empujó suavemente hacia adelante. Llevaba la máscara de la muerte, de metal blanco, e iba vestido de cuero, como correspondía con el uniforme de la orden a la que servía. Hawkmoon se tambaleó a pesar de la ligereza de la presión, pues llevaba casi una semana sin comer. La mente se le nubló en seguida; apenas si se daba cuenta del significado de las circunstancias. No había hablado con nadie desde que fuera capturado durante la batalla de Colonia. Se había pasado la mayor parte del tiempo tumbado en la oscuridad de la bodega del barco, bebiendo ocasionalmente del abrevadero de agua sucia situado junto a donde se encontraba. Iba sin afeitar, tenía los ojos vidriosos, el largo pelo rubio estaba enmarañado, y tenía la malla y los calzones cubiertos de suciedad. Las cadenas le habían rozado la piel de tal modo que mostraba surcos sanguinolentos en el cuello y en las muñecas, aunque no experimentaba dolor alguno. De hecho, se sentía como un sonámbulo y lo veía todo como si estuviera inmerso en un sueño.
Dio dos pasos sobre el muelle de cuarzo, se tambaleó y cayó de rodillas. Los guardias, uno a cada lado, le ayudaron a levantarse y lo sostuvieron mientras se dirigían hacia el muro negro que se elevaba sobre el muelle. Había una pequeña puerta enrejada en el muro a cuyos lados había dos soldados que llevaban máscaras de cerdo coloreadas de rojo. La orden del Cerdo controlaba las prisiones de Londra. Los guardias intercambiaron unas pocas palabras pronunciadas como gruñidos, en el lenguaje secreto propio de su orden, y uno de ellos se echó a reír, agarró a Hawkmoon por el brazo y, sin decirle nada al prisionero, lo empujó hacia el interior mientras el otro guardia abría la puerta de rejas.
El interior estaba a oscuras. La puerta se cerró detrás de Hawkmoon, que se encontró a solas durante unos momentos. Después, a la débil luz que procedía de la puerta, vio una máscara; era una máscara de cerdo, aunque mucho más elaborada que las que llevaban los guardias del exterior. Acto seguido, apareció otra máscara similar y a continuación otra más. Hawkmoon fue agarrado y conducido a través de la maloliente oscuridad, descendiendo hacia las catacumbas–prisión del Imperio Oscuro. En su fuero interno se daba cuenta, aunque con muy poca emoción, de que su vida había terminado allí.
Finalmente, escuchó que alguien abría otra puerta. Lo empujaron hacia el interior de una pequeña cámara; después, la puerta se cerró y alguien colocó una viga al otro lado.
El aire de la mazmorra era fétido y las losas del suelo y la pared estaban cubiertas por una capa de asquerosa suciedad. Hawkmoon se apoyó contra el muro y luego, poco a poco, su cuerpo se fue deslizando hacia el suelo. No supo si se desmayó o se quedó dormido, pero sus ojos se cerraron y cayó en la inconsciencia.
Apenas una semana antes había sido el héroe de Colonia, un campeón que se había rebelado contra los agresores, un hombre lleno de gracia y burla sardónica y un guerrero de gran habilidad. Ahora, los hombres de Granbretan lo habían convertido en un animal…, un animal al que le quedaba muy poca voluntad de seguir viviendo. Cualquier otro hombre se habría agarrado ceñudamente a su humanidad, se habría alimentado con su propio odio, habría imaginado mil formas de escapar; pero Hawkmoon, que lo había perdido todo, ya no deseaba nada.
Quizá llegara a despertar de su trance. En tal caso, se habría convertido en un hombre muy distinto al que había luchado con un valor tan insolente en la batalla de Colonia.