1. Suena el reloj
Y ahora la resolución era inminente. Los héroes de Camarga hacían sus planes en el castillo de Brass. El barón Meliadus preparaba los suyos, en compañía de Taragorm, en el palacio del Tiempo. Y el rey–emperador Huon también hacía planes en el salón del trono. Y todos aquellos planes empezaron a influir los unos sobre los otros. El Bastón Rúnico, pieza central del drama, empezaba a ejercer su influencia sobre los actores.
Ahora, el Imperio Oscuro se hallaba dividido. Dividido a causa del odio que Meliadus sentía contra Hawkmoon, a quien había planeado utilizar como marioneta, pero que había sido lo bastante fuerte como para revolverse contra él. Quizá fue en ese momento —cuando Meliadus eligió a Hawkmoon para utilizarlo contra el castillo de Brass— cuando el Bastón Rúnico hizo su primer movimiento. Ahora, todo se había convertido en un drama tensamente entretejido…, tanto que ciertos hilos estaban a punto de romperse…
—LA ALTA HISTORIA DEL BASTON RUNICO
Hacía un aire frío. Hawkmoon se envolvió en la pesada capa y volvió la sombría cabeza para observar a sus camaradas. Todos los rostros estaban inclinados sobre la mesa. El fuego de la chimenea se iba apagando con lentitud, pero podían ver con claridad los objetos que había sobre la mesa.
En primer lugar, allí estaba el Amuleto Rojo, con su luz rojiza reflejándose en sus caras como si fuera sangre. Ésta era la fuerza de Hawkmoon, aquello que proporcionaba a quien lo poseyera una energía sobrenatural. Después estaban los anillos de cristal de Mygan, capaces de transportar a quienes los llevaran a través de las dimensiones. Estos objetos representaban sus pasaportes para regresar a su propio espacio y tiempo. Junto a los anillos estaba la Espada del Amanecer. En ella se escondía el ejército de Hawkmoon.
Y finalmente, envuelto con todo cuidado en un trozo de paño, estaba el Bastón Rúnico, el estandarte y la esperanza de Hawkmoon.
El conde Brass se aclaró la garganta.
—Incluso con todos estos poderosos objetos, ¿podremos derrotar a un imperio tan poderoso como el de Granbretan?
—Contamos con la seguridad de nuestro castillo —le recordó Oladahn —. Desde aquí podemos atravesar las dimensiones y regresar cuando queramos. Gracias a estos medios podemos librar una prolongada guerra de guerrillas, hasta que hayamos quebrado la resistencia del enemigo.
—Lo que decís es cierto —asintió el conde Brass—, pero yo sigo teniendo mis dudas.
—Con todos los respetos, sir —intervino D'Averc—, debo decir que estáis acostumbrado a librar batallas de corte clásico. —El pálido rostro del francés estaba enmarcado por el cuello de una oscura capa de cuero—. Os sentiríais más feliz con una confrontación directa, dirigiendo filas de lanceros, arqueros, caballería e infantería. Pero no disponemos de los hombres indispensables para librar esa clase de batallas. Tenemos que golpear desde la oscuridad, es decir, desde atrás, permaneciendo a cubierto… al menos inicialmente.
—Supongo que tenéis razón, D'Averc —admitió el conde Brass con un suspiro.
Bowgentle sirvió vino para todos.
—Quizá debiéramos acostarnos, amigos míos. Aún nos quedan poi hacer muchos planes más, y deberíamos estar frescos…
Hawkmoon se dirigió al extremo más alejado de la mesa, donde se habían extendido los mapas. Se frotó la Joya Negra que llevaba incrustada en la frente.
—Sí, tenemos que planear nuestra primera campaña con todo cuidado. —Estudió el mapa de Camarga—. Existe la posibilidad de que ha yan instalado un campamento permanente rodeando el lugar donde an tes estaba el castillo de Brass…, quizá en espera de su regreso. Ésa es la clase de cosas que haría Meliadus.
—Pero ¿no habéis tenido la sensación de que el poder de Meliadu está disminuyendo? —preguntó D'Averc—. Así parecía pensarlo Shenegar Trott.
—Si fuera así —admitió Hawkmoon—, es posible que las legione de Meliadus hayan sido desplegadas en otros lugares, ya que paree existir algún tipo de disputa en la corte de Londra sobre si nosotros somos importantes o no.
Bowgentle se dispuso a decir algo, pero terminó por ladear la cabez sin decir nada.
Entonces, todos ellos sintieron un ligero temblor que parecio recorrer el suelo.
—Hace un frío terrible —gruñó el conde Brass, que se dirigió hacia la chimenea para poner otro leño en el fuego.
Surgieron chispas y el leño prendió con rapidez. Las llamas arrojaron sombras rojizas por todo el salón. El conde Brass había envuelto su fornido cuerpo en una sencilla túnica de lana y ahora se encogió, como lamentando no haberse puesto algo más cálido. Miró hacia las estanterías situadas en el extremo del salón. Contenían lanzas, arcos, flecha mazas, espadas…, y su propia espada de combate, de hoja ancha, asì como su armadura. Una expresión de preocupación apareció en su amplio rostro bronceado.
Otro temblor sacudió el edificio, y las armas que decoraban los muros tintinearon.
Hawkmoon miró a Bowgentle, observando en sus ojos la misma sensación de inexplicable peligro que él mismo experimentaba. —¿Se trata quizá de un ligero terremoto? —preguntó.
—Quizá —murmuró Bowgentle, aunque no muy convencido.
Entonces escucharon un sonido…, un sonido distante, como el que produciría un lejano gong, tan bajo que casi resultó inaudible. Todos ellos se abalanzaron a un tiempo hacia las puertas del salón y el conde Brass dudó un instante antes de abrirlas y mirar hacia la noche.
El cielo estaba oscuro, pero las nubes parecían de un color azul oscuro, y giraban con una considerable agitación, como si la bóveda del cielo estuviera a punto de desmoronarse sobre ellos.
Volvieron a sentir la reverberación, en esta ocasión perfectamente audible. El sonido de una enorme campana o un gong se extendió por todo el castillo, ensordeciéndoles.
—Es como si estuviéramos en el campanario del castillo cuando suena el reloj —dijo Bowgentle con una mirada alarmada en los ojos.
Todos estaban pálidos… y tensos. Hawkmoon retrocedió hacia el interior del salón, extendiendo una mano hacia la Espada del Amanecer. D'Averc gritó tras él: —¿Qué sospecháis, Hawkmoon? ¿Alguna clase de ataque por parte del Imperio Oscuro?
—Del Imperio Oscuro… o de algo sobrenatural —contestó Hawkmoon.
Un tercer golpe sonó llenando la noche, lanzando sus ecos por las marismas planas de Camarga, extendiéndose sobre los estanques y los juncos. Los flamencos, perturbados por el ruido, empezaron a croar en la oscuridad.
Un cuarto golpe sonó, más fuerte aún… como el gran estruendo producido por la campana de una catedral.
Y un quinto. El conde Brass, sin perder más tiempo, se dirigió hacia las estanterías y tomó su espada de combate.
Un sexto. D'Averc se tapó los oídos cuando el sonido aumentó de intensidad.
—Esto no va a dejar de provocarme por lo menos una ligera migraña —se quejó con languidez.
Un séptimo. Yisselda bajó corriendo la escalera, vestida con sus ropas de noche. —¿Qué sucede, Dorian? Padre ¿qué es ese sonido? Son como las campanadas de un reloj. Amenaza con romperme los tímpanos…
—Será mejor que cerremos las puertas —dijo el conde Brass cuando el eco disminuyó lo suficiente como para hacerse escuchar.
Lentamente, todos regresaron al salón y Hawkmoon ayudó al conde Brass a cerrar las puertas, volviendo a colocar en su lugar la gran barra de seguridad.
Una octava campanada llenó todo el salón y les hizo a todos llevarse las palmas de las manos a las orejas. Un enorme escudo, que había estado allí desde tiempos inmemoriales, se estremeció sobre la pared y cayó sobre las losas del suelo produciendo un gran estrépito hasta que se detuvo cerca de la mesa.
Ahora, los sirvientes acudían corriendo al salón. Todos ellos estaban aterrados de pánico.
Al sonar la novena campanada las ventanas crujieron, y los cristales se hicieron añicos y cayeron al suelo. En esta ocasión, Hawkmoon se sintió como si se encontrara sobre un barco que hubiera chocado de pronto contra unas rocas ocultas bajo el agua, porque todo el castillo se estremeció y todos salieron despedidos. Yisselda estuvo a punto de caer, pero Hawkmoon se las arregló para sujetarla, apoyándose él mismo en una columna para impedir la caída. El sonido le hizo sentir náuseas y la visión se le nubló.
El gigantesco gong reverberó por décima vez como si todo el mundo se estremeciera por el choque, como si todo el universo estuviera lleno con el sonido que señalaba el final de todas las cosas.
Bowgentle se arrodilló y cayó de bruces sobre las losas del suelo, perdido el conocimiento. Oladahn iba de un lado a otro, con las palmas de las manos apretadas contra la cabeza, tambaleándose, hasta que también cayó al suelo. Hawkmoon sujetó con fuerza a Yisselda, apenas capaz de sostenerla. Sentía unas náuseas terribles y la cabeza le latía con fuerza. El conde Brass y D'Averc avanzaron tambaleantes por la sala, acercándose a la mesa, a la que se sujetaron mientras ésta se estremecía. Cuando la campanada disminuyó su intensidad, Hawkmoon escuchó la voz de D'Averc que gritaba: —¡Hawkmoon… mirad esto!
Sin dejar de sujetar a Yisselda, Hawkmoon se las arregló para llegar hasta la mesa, donde contempló los anillos de Mygan. Abrió la boca de asombro. Todos los cristales se habían hecho añicos.
—Demasiado para nuestros planes de guerrilla —dijo D'Averc con la voz ronca—.
Demasiado, quizá, para todos nuestros planes…
Y entonces sonó la undécima campanada. Fue más fuerte y profunda que cualquiera de las anteriores, y todo el castillo se estremeció, arrojándoles al suelo. Hawkmoon gritó de dolor cuando el sonido rugió en su cráneo y pareció desgarrarle el cerebro, pero ni siquiera pudo escuchar su grito por encima del estruendo del ruido. Todo temblaba y cayó al suelo, a merced de la fuerza que estuviera afectando al castillo.
A medida que se fue apagando el ruido, se arrastró sobre manos y rodillas hacia Yisselda, tratando desesperadamente de llegar hasta donde ella estaba. Las lágrimas de dolor le corrían por las mejillas y sabía por el calor que los oídos le sangraban. Vio débilmente al conde Brass intentando levantarse, apoyándose en la mesa. Las orejas del conde expelían un líquido cuyo color era parecido al de su pelo.
—Estamos destruidos —oyó que decía el anciano—. Destruido por un enemigo cobarde al que ni siquiera podemos ver. Destruidos por una fuerza contra la que no sirven de nada nuestras espadas.
Hawkmoon siguió arrastrándose hacia Yisselda, que estaba tumbada sobre el suelo.
Y entonces sonó la duodécima campanada, más fuerte y terrible que todas las demás.
Las piedras del castillo amenazaron con resquebrajarse. La madera de la mesa se astilló y luego se desmoronó con un crujido. Las losas del piso se partieron en dos o se hicieron añicos. El castillo se vio impulsado de un lado a otro, como un corcho en una galerna.
Hawkmoon rugió de dolor y las lágrimas de sus ojos fueron sustituidas por sangre, al mismo tiempo que las venas de su cuerpo amenazaban con estallar.
Entonces la profunda nota se vio contrapunteada por otra —una especie de grito agudo— y los colores llenaron el salón. Primero fue el violeta, luego el púrpura, más tarde el negro. Un millón de diminutas campanillas parecieron sonar al unísono y esta vez les fue posible a todos localizar el sonido, pues procedía de abajo, desde las mazmorras.
Haciendo un esfuerzo supremo, Hawkmoon intentó levantarse, pero finalmente cayó de bruces sobre las losas de piedra. La última nota del sonido se fue apagando gradualmente, los colores se fueron desvaneciendo, las campanillas dejaron de sonar de pronto.
Y no tardó en reinar un profundo silencio.