5. La vida de la Joya Negra
Penetraron estruendosamente en la ciudad y asaltaron a sus enemigos casi antes de que se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo. Hawkmoon los dirigió. La cabeza le dolía terriblemente, y la Joya Negra había empezado a palpitar en su cráneo. Tenía el rostro tenso y pálido, y había en su actitud algo que inducía a los soldados a huir ante su sola presencia, cuando su caballo se encabritaba y él levantaba la espada y gritaba:
«¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon!», lanzando estocadas a uno y otro lado, lleno de una histeria por matar.
Pisándole los talones avanzaba el Guerrero de Negro y Oro, que combatía metódicamente con el aspecto de quien cumplía con una aburrida obligación. La reina Frawbra también estaba allí, dirigiendo su carro de combate contra los asombrados grupos de guerreros, mientras que Oladahn de las montañas, subido a uno de los pescantes, arrojaba una flecha tras otra contra el enemigo.
Hicieron retroceder a las fuerzas de Nahak y a los mercenarios de la orden del Lobo por toda la ciudad. Entonces, Hawkmoon distinguió la bóveda de la casa de Malagigi y lanzó a su caballo sobre las cabezas de quienes le impedían el paso hasta llegar ante la casa. Una vez allí, se puso en pie sobre la grupa de su montura, se agarró a la parte superior del muro y se izó a pulso.
Cayó al otro lado del patio evitando por poco el cuerpo despatarrado de uno de los guardianes negros de Malagigi. La puerta de la casa estaba destrozada y el interior había sido saqueado.
Abriéndose paso por entre los muebles destrozados, Hawkmoon encontró una estrecha escalera. Sin duda alguna, conducía a los laboratorios del mago. Empezó a subir la escalera, y se hallaba a medio camino cuando una puerta se abrió en la parte superior y aparecieron ante él dos guardias con máscaras de lobo. Los hombres descendieron a su encuentro, con las espadas preparadas. Hawkmoon levantó la suya para defenderse. La expresión de su rostro se contrajo en una mueca mortal mientras lo hacía, y en sus ojos brillaba un rasgo de locura que se mezclaba con la furia y la desesperación. Lanzó su espada una, dos veces y dos cadáveres cayeron rodando por los escalones. Poco después, Hawkmoon entró en la estancia situada en la parte superior de la escalera, donde descubrió a Malagigi atado con correas al muro, con huellas de haber sido torturado en las extremidades.
Rápidamente, cortó las ligaduras del anciano y lo depositó suavemente sobre un camastro que había en un rincón. Había bancos de trabajo por todas partes, llenos de aparatos alquímicos y de pequeñas máquinas. Malagigi se agitó y abrió los ojos.
—Tenéis que ayudarme, señor —dijo Hawkmoon con la voz enronquecida—. He venido para salvaros la vida. Al menos podríais intentar salvar la mía.
Malagigi se incorporó sobre el camastro, haciendo muecas de dolor.
—Ya os lo dije… No haré nada en favor de ninguno de los dos bandos. Torturadme si queréis, como ha hecho vuestro compatriota, pero yo no… —¡Maldito seáis! —exclamó Hawkmoon—. Me arde la cabeza. Tendré suerte si consigo llegar al amanecer. No podéis negaros. He recorrido más de tres mil kilómetros sólo para buscar vuestra ayuda. Yo soy tan víctima de Granbretan como vos, e incluso más. Yo…
—Demostrádmelo y quizá os ayude —dijo Malagigi—. Arrojad a los invasores de la ciudad y después de eso venid a verme.
—Para entonces ya será demasiado tarde. La joya tiene su propia vida. En cualquier momento puede…
—Demostradmelo —insistió Malagigi, volviendo a hundirse en el camastro.
Hawkmoon medio levantó la espada, lleno de rabia y desesperación, casi decidido a matar al anciano. Pero finalmente se dio media vuelta y bajó corriendo la escalera, salió al patio, abrió la puerta y montó de un salto sobre la silla de su caballo.
Finalmente, encontró a Oladahn. —¿Qué curso sigue la batalla? —le preguntó a gritos por encima de las cabezas de los combatientes.
—Creo que no muy bien. Meliadus y Nahak se han reagrupado y conservan la mitad de la ciudad. La fuerza principal se ha concentrado en la plaza central, donde está el palacio.
La reina Frawbra y vuestro amigo de la coraza negra ya dirigen un ataque en esa zona, pero me temo que inútilmente.
—Veámoslo por nosotros mismos —dijo Hawkmoon.
Tiró brutalmente de las riendas de su caballo y lo obligó a abrirse paso por entre los guerreros que no dejaban de combatir, lanzando tajos aquí y allá, contra amigos o enemigos, dependiendo de quien se interpusiera en su camino.
Oladahn le siguió, y finalmente ambos llegaron a la gran plaza central, donde encontraron a los dos ejércitos enfrentados. Montado y a la cabeza de sus hombres estaba Meliadus, acompañado por Nahak, de expresión bastante estúpida, que, evidentemente, no era más que un títere en manos del barón del Imperio Oscuro. Frente a ellos se encontraban la reina Frawbra en su ya medio destrozado carro de guerra y el Guerrero de Negro y Oro.
Cuando Hawkmoon y Oladahn entraron en la plaza, escucharon a Meliadus que, a la luz de las antorchas que iluminaban a ambos ejércitos, gritaba: —¿Dónde está ese cobarde traidor de Hawkmoon? ¿Acaso se oculta?
Hawkmoon se abrió paso por entre las filas de guerreros, dándose cuenta de lo débiles que eran sus líneas.
—Aquí estoy, Meliadus. ¡He venido para destruirte! —¿Destruirme? —preguntó Meliadus echándose a reír—. ¿Acaso no sabéis que vuestra vida depende de mi capricho? ¿No sentís ya la Joya Negra dispuesta a devoraros el cerebro?
Involuntariamente, Hawkmoon se llevó la mano a la frente palpitante, percibiendo el malvado calor de la Joya Negra, sabiendo que Meliadus estaba diciendo la verdad. —¿A qué esperáis entonces? —dijo torvamente.
—Estoy dispuesto a ofreceros un trato. Decidle a estos idiotas que su causa es inútil.
Decidle que arrojen sus armas…, y os evitaré lo peor a vos.
Ahora, Hawkmoon se dio cuenta realmente de que sólo conservaba su mente para el placer de sus enemigos. Meliadus había contenido su deseo de alcanzar una venganza inmediata, con la esperanza de obligar a Hawkmoon a evitar más pérdidas de guerreros de Granbretan.
Incapaz de contestar a la propuesta, Hawkmoon se detuvo, tratando de debatir las alternativas. Entre sus propias filas se produjo un gran silencio, mientras los hombres esperaban tensamente su decisión. Sabía que, en aquellos instantes, todo el destino de Hamadán podía depender de él. Mientras permanecía allí, con la mente confundida, Oladahn le tiró de un brazo y murmuró:
—Tomad esto, lord Dorian.
Hawkmoon bajó la mirada hacia el objeto que le ofrecía el hombre de las montañas.
Era un casco. Al principio, no lo reconoció. Entonces vio que se trataba del mismo casco que el hombrecillo le había arrancado de la cabeza a Agonosvos. Recordó la nauseabunda cabeza que lo había portado antes y se estremeció. —¿Por qué? Eso está contaminado.
—Mi padre fue hechicero —le recordó Oladahn—. Él me enseñó sus secretos. Este casco tiene ciertas propiedades. En él se han introducido circuitos que os protegerán durante un breve período de tiempo de toda la fuerza vital de la Joya Negra. Ponéoslo, milord, os lo ruego. —¿Cómo puedo estar seguro…?
—Ponéoslo… y lo descubriréis.
Cautelosamente, Hawkmoon se quitó su propio casco y aceptó el que le entregaba Oladahn. El casco se le ajustó perfectamente y se sintió aprisionado por él, pero también se dio cuenta de que la joya ya no le palpitaba tan rápidamente en la frente. Sonrió y una salvaje sensación de alivio llenó todo su ser. Desenvainó la espada. —¡Ésta es mi respuesta, barón Meliadus! —gritó lanzándose a la carga contra el sorprendido lord de Granbretan.
Meliadus lanzó una maldición y se esforzó por desenvainar su propia espada de la funda. Apenas había logrado hacerlo cuando la espada de Hawkmoon le alcanzó de plano en la cabeza, arrancándole el casco, dejando al descubierto su rostro ceñudo y desconcertado. Detrás de Hawkmoon sonaron los vítores de los soldados de Hamadán, que, dirigidos por Oladahn, la reina Frawbra y el Guerrero de Negro y Oro, se lanzaron contra el enemigo, obligándole a retroceder hacia las puertas del palacio.
Por el rabillo del ojo, Hawkmoon vio que la reina Frawbra se inclinaba sobre su carro y rodeaba el cuello de su hermano con un brazo, arrancándole de la silla de su caballo. La reina levantó la mano y la dejó caer dos veces, después de lo cual sólo sostenía una daga ensangrentada, mientras el cadáver de Nahak caía al suelo, donde fue pisoteado por los cascos de los caballos de los hombres que seguían a la reina.
Hawkmoon seguía experimentando una salvaje desesperación, sabiendo, como sabía, que el casco de Agonosvos no podía protegerle durante mucho tiempo. Hizo oscilar la espada rápidamente, lanzando un golpe tras otro contra Meliadus, que los fue deteniendo con la misma rapidez. El semblante de Meliadus se hallaba contraído en una expresión que le hacía parecerse a la del lobo del casco que acababa de perder; de sus ojos se desprendía un odio que sólo era igualado por el del propio Hawkmoon.
Sus espadas se cruzaban rítmicamente, bloqueando cada una de las estocadas, devolviendo cada uno de los golpes. Parecía como si pudieran continuar así hasta que uno de los dos cayera agotado. Pero entonces, un grupo de guerreros en lucha retrocedió contra el caballo de Hawkmoon, obligándolo a su vez a retroceder, arrojándole hacía atrás y haciéndole perder los estribos. Meliadus sonrió salvajemente y se lanzó contra el pecho desguarnecido de Hawkmoon. A su golpe le faltó fuerza, aunque fue suficiente para lograr que Hawkmoon cayera de la silla. Cayó al suelo por debajo de los cascos del caballo de Meliadus.
Rodó de costado y el barón trató de lanzarle el caballo encima. Hawkmoon logró ponerse en pie y trató de defenderse lo mejor que pudo de la lluvia de golpes que el triunfante granbretaniano hacía descender sobre él.
La espada de Meliadus golpeó en dos ocasiones el casco de Agonosvos, abollándolo.
Hawkmoon sintió que la joya empezaba a palpitar de nuevo en su frente. Maldijo interiormente y, con un arranque de furia, se acercó más.
Asombrado ante aquel movimiento inesperado, Meliadus fue sorprendido con la guardia baja y su intento de detener la estocada de Hawkmoon sólo consiguió a medias su propósito. La espada de Hawkmoon trazó un gran surco en uno de los lados de la desprotegida cabeza de Meliadus, y todo su rostro pareció abrirse al tiempo que la sangre surgía a borbotones. Meliadus lanzó un grito de dolor y quedó paralizado por un momento. Trató de limpiarse la sangre de los ojos y Hawkmoon aprovechó el instante de vacilación para agarrarle el brazo que sostenía la espada y tirar de él con fuerza hacia el suelo. Meliadus se liberó de un tirón, retrocedió, tambaleándose, y después se lanzó contra Hawkmoon con la espada en alto, chocándola contra la hoja de éste con tal fuerza que ambas se partieron.
Los jadeantes antagonistas quedaron quietos por un instante, mirándose fijamente el uno al otro; después, cada uno extrajo un largo puñal de su cinto y empezaron a estudiarse, moviéndose en círculo, dispuestos para lanzarse al ataque. Los elegantes rasgos de Meliadus ya no eran tan elegantes, y si lograba sobrevivir siempre llevaría en su cabeza la marca del golpe que le había dejado Hawkmoon. La sangre continuaba saliendo por la herida, goteándole sobre el peto.
En cuanto a Hawkmoon, se estaba debilitando por momentos. La herida recibida el día anterior empezaba a causarle dolorosas molestias, sentía la cabeza ardiente por el dolor causado por la joya, y a causa de ello apenas si podía ver. Se tambaleó dos veces, pero se enderezó inmediatamente en cuanto Meliadus hizo una finta hacia él empuñando la daga.
Entonces, los dos hombres se abalanzaron el uno contra el otro y quedaron enzarzados instantáneamente en una lucha a muerte, esforzándose desesperadamente por dar un golpe mortal que pusiera punto final a su antagonismo.
Mehadus lanzó un golpe contra un ojo de Hawkmoon pero lo falló, y la daga resbaló por la parte lateral del casco, mientras que el arma de éste buscaba el cuello de Meliadus. La otra mano del barón se levantó a tiempo de agarrar la muñeca que empuñaba la daga y se la retorció.
La danza de la muerte continuó, con ambos hombres enzarzados, pecho contra pecho, dispuestos a dar el golpe final. La respiración se les escapaba de las gargantas produciendo gemidos, los cuerpos les dolían de agotamiento, pero un odio feroz brillaba en ambos pares de ojos, y así continuarían hasta que uno de los dos hubiera dejado de existir.
A su alrededor, la batalla continuaba, con las fuerzas de la reina Frawbra haciendo retroceder más y más a sus enemigos. Ahora, nadie luchaba ya cerca de los dos hombres, que sólo estaban rodeados de cadáveres.
El amanecer empezaba a asomar en el cielo.
El brazo de Meliadus tembló cuando Hawkmoon trató de hacerlo retroceder para dejar libre su muñeca. Su propia mano libre sostenía débilmente el antebrazo de Meliadus, pues era la que correspondía a la parte que tenía herida. Desesperadamente, Hawkmoon elevó la rodilla, protegida por la armadura, metiéndola en la entrepierna de Meliadus y levantándola con fuerza. El barón retrocedió, tambaleándose. Un pie tropezó con uno de los arneses de un caballo muerto y cayó al suelo. Hizo un esfuerzo por levantarse, pero eso contribuyó a enredarle aún más. Los ojos se le llenaron de temor al ver avanzar a Hawkmoon, que apenas si podía sostenerse en pie.
Hawkmoon levantó su daga. La cabeza le palpitaba ahora con tal fuerza que se sentía mareado. Se lanzó contra el barón, y en ese instante notó que una gran debilidad se apoderaba de pronto de él y la daga se le cayó de la mano.
Ciegamente, extendió la mano en busca del arma, pero en ese momento perdió el conocimiento. Abrió la boca, lleno de cólera, pero hasta esa emoción se desvaneció en la nada. De un modo fatalista, se dio cuenta, en aquel último instante de conciencia, de que Meliadus podría matarle en el momento en que él había creído alcanzar el triunfo.