2. El trato
Había luz procedente de las antorchas, y el brillo de máscaras bestiales; hocicos de cerdos y lobos aullantes, metal rojo y negro; ojos de miradas burlonas, blanco diamante y azul zafiro. El pesado susurrar de las capas y el sonido de una conversación mantenida en murmullos.
Hawkmoon suspiró débilmente y cerró los ojos. Luego los volvió a abrir cuando los pasos se acercaron y la máscara de lobo se inclinó sobre él, acercándole la antorcha al rostro. El calor que sintió fue incómodo, pero Hawkmoon no hizo el menor esfuerzo para apartarse.
El lobo se enderezó y le habló al cerdo.
—No sirve de nada hablarle ahora. Alimentadle, lavadle. Restaurad un poco su inteligencia.
El cerdo y el lobo se marcharon, cerrando la puerta tras de sí, y Hawkmoon cerró los ojos.
Cuando se despertó, lo estaban transportando a lo largo de lóbregos pasillos, a la luz de las antorchas. Lo introdujeron en una estancia iluminada con lámparas. Había una cama cubierta con ricas pieles y sedas, y comida servida sobre una mesa tallada, un baño de un metal anaranjado brillante lleno de agua humeante y dos mujeres esclavas dispuestas a atenderle.
Le quitaron las cadenas y después las ropas; lo volvieron a levantar y lo introdujeron en el agua. La piel le escoció cuando las esclavas empezaron a lavarle. Poco después acudió un hombre que le cortó y peinó el pelo y la barba. Hawkmoon asistió a todo esto con una actitud pasiva, contemplando el cielo de mosaicos con una mirada perdida.
Permitió que lo vistieran con suave y exquisito lino, una camisa de seda y unos calzones de terciopelo. Poco a poco una débil sensación de bienestar se fue apoderando de él.
Pero cuando lo sentaron ante la mesa y le introdujeron fruta en la boca, su estómago se contrajo y sintió inútiles ganas de vomitar. Le dieron entonces un poco de leche narcotizada, lo llevaron a la cama y lo dejaron allí, a excepción de una esclava que se quedó para vigilarle.
Transcurrieron algunos días y Hawkmoon empezó a comer gradualmente y a apreciar el lujo de su existencia. Había libros en la habitación, y las mujeres eran suyas, pero aún mostraba muy poca tendencia a utilizar ambas facilidades.
La mente de Hawkmoon, que había quedado aletargada poco después de haber sido capturado, tardó algún tiempo en despertar, y cuando finalmente lo hizo sólo fue para recordar su vida pasada como si todo hubiera sido un sueño. Un día abrió un libro y las letras le parecieron extrañas, a pesar de que sabía leerlas perfectamente. Lo que sucedía era que no encontraba en ellas ningún significado, no daba importancia alguna a las palabras y frases que formaban, a pesar de que el libro había sido escrito por un erudito que en otros tiempos fue uno de sus filósofos favoritos. Se encogió de hombros y dejó el libro sobre una mesa. A ver su acción, una de las mujeres esclavas apretó su cuerpo contra el de él, acariciándole la mejilla. Suavemente, Hawkmoon la apartó de su lado y se dirigió a la cama, tumbándose en ella, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. —¿Por qué estoy aquí? —preguntó al cabo de un rato.
Eran las primeras palabras que pronunciaba.
—Oh, milord duque, no sé nada…, excepto que sois un prisionero respetado.
—Supongo que se tratará de un juego antes de que los lores de Granbretan se diviertan conmigo.
Hawkmoon habló sin experimentar la menor emoción. Su voz era monótona, aunque profunda. Hasta las propias palabras le parecieron extrañas al tiempo que las pronunciaba. Se volvió hacia la muchacha, que temblaba, y la miró. Tenía un pelo largo y rubio y estaba bien formada; por su acento, parecía una muchacha de Scandia.
—No sé nada, milord. Lo único que sé es que debo complaceros en todo aquello que deseéis.
Hawkmoon hizo un ligero gesto de asentimiento y contempló la estancia.
«Yo diría que me están preparando para infligirme alguna clase de tortura», se dijo para sí mismo.
La habitación no tenía ventanas, pero Hawkmoon supuso por la calidad del aire relativamente viciado y húmedo que debía ser subterránea, y que probablemente estaría situada en alguna parte de las catacumbas–prisión. Empezó a medir el paso del tiempo por las lámparas que, según le pareció, eran rellenadas una vez al día. Permaneció en la habitación durante unos quince días antes de volver a ver al lobo que le había visitado en su mazmorra.
La puerta se abrió sin ceremonia alguna y entró la alta figura vestida de cuero negro desde la cabeza a los pies. Llevaba colgando al cinto una larga espada (de negra empuñadura) en una funda de cuero negro. La negra máscara de lobo le ocultaba toda la cabeza. De ella surgió la misma voz rica y musical que apenas si había escuchado la vez anterior.
—De modo que nuestro prisionero parece haber recuperado su antigua compostura.
Las dos mujeres esclavas se inclinaron y se retiraron. Hawkmoon se incorporó de la cama en la que había permanecido tumbado durante la mayor parte del tiempo que llevaba allí. Hizo oscilar el cuerpo hacia un lado y se levantó. —¿Os encontráis bien, duque de Colonia?
—Muy bien.
La voz de Hawkmoon no puso de manifiesto la menor inflexión.
Bostezó, con una actitud conscientemente desinteresada, y decidió que, después de todo, no tenía por qué permanecer de pie, de modo que volvió a tumbarse en la cama.
—Supongo que me conocéis —dijo el lobo con un atisbo de impaciencia en su voz.
—No. —¿Ni siquiera lo habéis supuesto?
Hawkmoon no dijo nada.
El lobo cruzó la estancia y se detuvo ante la mesa, donde había un gran cuenco de cristal lleno de fruta. Su mano enguantada cogió una granada y la máscara de lobo se inclinó para inspeccionarla. —¿Estáis completamente recuperado, milord?
—Así parece —contestó Hawkmoon—. Tengo una gran sensación de bienestar. Todas mis necesidades han sido atendidas tal y como, según creo, habéis ordenado. Y ahora, supongo que tenéis la intención de burlaros de mí.
—No parece que eso os moleste mucho.
—Finalmente, todo terminará —dijo Hawkmoon encogiéndose de hombros.
—Podría durar toda una vida. Aquí, en Granbretan, tenemos mucha inventiva.
—Después de todo, una vida no es tan larga.
—Tal y como están las cosas —dijo el lobo cambiándose la fruta de una mano a otra—, sucede que estamos pensando en ahorraros tanta incomodidad. —El rostro de Hawkmoon no mostró ninguna expresión—. Os mostráis muy reservado, milord duque —siguió diciendo el lobo—. Algo tanto más extraño en cuanto que sólo vivís gracias al capricho de vuestros enemigos…, esos mismos enemigos que mataron tan despiadadamente a vuestro padre.
Las cejas de Hawkmoon se contrajeron como si un lejano recuerdo acudiera a su mente.
—Recuerdo eso —dijo vagamente—. Mi padre…, el viejo duque.
El lobo dejó caer la granada al suelo y se quitó la máscara, poniendo al descubierto unos rasgos elegantes y una barba negra.
—Fui yo mismo, el barón Meliadus, quien le mató —dijo con una sonrisa provocadora en sus labios gruesos—. ¿El barón Meliadus…? ¿Vos… le matasteis?
—Habéis perdido todo rasgo de virilidad, milord —murmuró el barón Meliadus —. ¿O acaso intentáis engañarnos con la esperanza de volvernos a traicionar?
—Estoy cansado —dijo Hawkmoon apretando los labios.
Los ojos de Meliadus lo miraron extrañados, casi con un gesto de cólera. —¡Yo maté a vuestro padre! —exclamó.
—Si vos lo decís… —¡Bien! —Desconcertado, Meliadus dio media vuelta, se dirigió hacia la puerta y allí se volvió de nuevo hacia él —. No he venido aquí para discutir eso. Sin embargo, me parece muy extraño que no sintáis contra mí ningún odio o deseo de venganza.
Hawkmoon empezó a sentirse aburrido, y deseó que Meliadus le dejara finalmente en paz. La actitud tensa de aquel hombre y sus expresiones medio histéricas le importunaban más bien como el zumbido de un mosquito podría distraer a un hombre que sólo desea dormir.
—No siento nada —replicó Hawkmoon, confiando en que eso fuera suficiente para satisfacer al intruso—. ¡No os queda ningún temple! —exclamó enojado Meliadus—. ¡Ninguno! ¡Vuestra derrota y captura os lo han quitado todo!
—Quizá. Y ahora, estoy cansado…
—He venido para ofreceros la devolución de vuestros territorios —siguió diciendo Meliadus —. Os ofrezco un estado totalmente autónomo dentro de nuestro imperio.
Mucho más de lo que jamás hemos ofrecido antes a un país conquistado.
Ante aquellas palabras, un atisbo de curiosidad apareció en el rostro de Hawkmoon. —¿Por qué lo hacéis? —preguntó.
—Deseamos establecer un trato con vos…, en beneficio mutuo. Necesitamos un hombre fuerte y hábil en el combate, como vos. —El barón Meliadus frunció el ceño en un gesto de duda y añadió—: O eso es lo que parecíais ser. Y necesitamos a alguien en quien puedan confiar quienes no confían en Granbretan. —No era precisamente así como Meliadus había tenido la intención de plantear el trato, pero se sentía desconcertado por la extraña falta de emoción de Hawkmoon—. Deseamos que cumpláis una misión para nosotros…, a cambio de vuestros territorios.
—Me gustaría regresar al hogar —asintió Hawkmoon—. A los valles de mi niñez… —dijo, sonriendo al recordar.
Perturbado por aquella muestra de lo que le pareció erróneamente no era más que un rasgo de sentimentalismo, el barón Meliadus espetó:
—No nos interesa lo que hagáis una vez hayáis regresado… Podéis dedicaros a plantar margaritas o a construir castillos. Pero, en cualquier caso, sólo regresaréis una vez hayáis cumplido fielmente con vuestra misión. —¿Acaso creéis que he perdido la razón, milord? —preguntó Hawkmoon levantando sus ojos tristes para mirar a Meliadus.
—No estoy seguro de eso, pero tenemos medios para descubrirlo. Nuestros brujos científicos harán ciertas pruebas…
—Estoy perfectamente cuerdo, barón Meliadus. Quizá mucho más cuerdo de lo que estuve jamás. No tenéis nada que temer de mí. —¡Por el Bastón Rúnico! —exclamó el barón Meliadus elevando la mirada hacia el techo—. ¿Es que no sois capaz de tomar partido? —Se dirigió hacia la puerta—. Ya veremos de lo que sois capaz, duque de Colonia. ¡Más tarde vendrán a buscaros!
Una vez que el barón Meliadus se hubo marchado, Hawkmoon continuó tumbado sobre la cama. La entrevista desapareció rápidamente de su mente y apenas si la recordaba cuando, dos o tres horas más tarde, unos guardias con máscaras de cerdo entraron en la habitación y le ordenaron que les acompañara.
Hawkmoon fue conducido a través de numerosos pasillos, marchando siempre a buen paso hasta que llegaron a una gran puerta de hierro. Uno de los guardias la empujó ayudándose con el mango de su lanza de fuego y la puerta se abrió con un crujido dejando entrar el aire fresco y la luz del día. Al otro lado de la puerta esperaba un destacamento de guardias vestidos con armaduras y capas de color púrpura. Todos llevaban los rostros cubiertos con las máscaras púrpura de la orden del Toro. Hawkmoon les fue entregado y, al mirar a su alrededor, vio que se encontraba en un amplio patio cubierto de césped, a excepción de un camino de gravilla. El prado aparecía rodeado por un muro alto en el que vio una puerta estrecha, hacia la que se dirigieron los guardias de la orden del Cerdo. Por detrás de los muros sobresalían las lúgubres torres de la ciudad.
Hawkmoon fue conducido por el camino de gravilla hacia la puerta. La atravesaron y se encontraron en una calle estrecha, donde le esperaba un carruaje de ébano sobredorado que tenía la forma de un caballo de dos cabezas. Subió al carruaje, acompañado siempre por dos guardias silenciosos. El vehículo se puso en marcha. Gracias a un resquicio de los cortinajes, Hawkmoon pudo contemplar las torres mientras pasaban ante ellas. Eran las últimas horas de la tarde, el sol se ponía y una luz misteriosa envolvía toda la ciudad.
Finalmente, el carruaje se detuvo. Pasivamente, Hawkmoon permitió que los guardias le sacaran y entonces se dio cuenta de que se encontraba en el palacio del reyemperador Huon.
El palacio se elevaba hasta casi perderse de vista. Estaba coronado por cuatro torres gigantescas, que refulgían, envueltas en una profunda luz dorada. El palacio estaba decorado con bajorrelieves que representaban extraños ritos, escenas de batallas, episodios famosos de la prolongada historia de Granbretan, gárgolas, figurines, figuras abstractas…, toda la grotesca y fantástica estructura que se había ido construyendo a lo largo de muchos siglos. En su construcción se habían empleado todos los materiales imaginables, y en los colores más diversos, de tal modo que el edificio brillaba ahora con una extraña mezcla de matices que parecía abarcar todo el espectro. No existía el menor orden en la disposición de los colores, ni se había hecho el más mínimo intento de emparejarlos o contrastarlos. Cada color fluía en el siguiente, produciendo una gran tensión a la vista y ofendiendo la inteligencia. Era el palacio de un loco que ensombrecía al resto de la ciudad con su sobreimpresión de locura.
Ante sus puertas, otro grupo de guardias armados esperaba a Hawkmoon. Los nuevos guardias llevaban las máscaras y armaduras de la orden de la Mantis, la orden a la que pertenecía el propio rey Huon. Sus elaboradas máscaras en forma de insecto estaban cubiertas de joyas, con antenas hechas de hilo de platino y ojos facetados con distintas piedras preciosas. Los hombres tenían piernas y brazos largos y delgados, y cuerpos enjutos recubiertos por armaduras de placas, como insectos, de colores negro, dorado y verde. Cuando hablaban entre sí empleando su lenguaje secreto, lo hacían de tal modo que los susurros y chasquidos parecían los propios de unos insectos.
Hawkmoon se sintió perturbado por primera vez cuando estos guardias le condujeron por los pasillos inferiores del palacio, cuyos altos muros estaban hechos de metal de un profundo color escarlata que reflejaba distorsionadamente las imágenes de los hombres a medida que éstos se movían.
Entraron por fin en una gran sala de techo alto cuyas paredes oscuras mostraban vetas, como el mármol, de color blanco, verde y rosado. Pero esas vetas se movían constantemente, parpadeando y cambiando el sentido de la longitud y la anchura de las paredes y el techo.
El suelo de la sala, que tenía casi cuatrocientos metros de longitud por algo menos de anchura, estaba lleno de instrumentos que a Hawkmoon le parecieron máquinas, aunque no sabía cuál podría ser su función. Como todo lo que había visto desde su llegada a Londra, estas máquinas estaban ornamentadas y muy decoradas, hechas de metales preciosos y piedras semipreciosas. Se trataba de instrumentos desconocidos para él, muchos de los cuales estaban en actividad, registrando, contando y midiendo, atendidos por hombres que llevaban las máscaras serpiente de la orden de la Serpiente, compuesta exclusivamente por brujos y científicos al servicio del rey–emperador. Los hombres iban envueltos en capas moteadas, y se cubrían las cabezas con capuchas.
Desde la parte central de la sala, una figura se dirigió hacia Hawkmoon haciendo un gesto a los guardias para que se retiraran.
Hawkmoon juzgó que ese hombre debía ocupar un alto cargo en la orden puesto que su máscara serpiente aparecía mucho más ornamentada que las de los demás. Incluso era posible que se tratara del gran jefe, a juzgar por su porte y su actitud generales.
—Saludos, milord duque.
Hawkmoon correspondió a la inclinación de saludo con una leve inclinación propia, pues no había olvidado las costumbres de su vida anterior.
—Soy el barón Kalan de Vitall, científico jefe ante el rey–emperador. Tengo entendido que seréis mi huésped durante un día. Sed bienvenido a mis apartamentos y laboratorios.
—Gracias. ¿Qué deseáis que haga? —preguntó Hawkmoon con una actitud abstraída.
—En primer lugar, espero que aceptéis cenar conmigo.
El barón Kalan le hizo un gracioso gesto a Hawkmoon para que le precediera, y ambos caminaron a lo largo de la sala, pasando junto a construcciones muy peculiares, hasta que llegaron a una puerta que conducía al interior de lo que, evidentemente, eran los apartamentos privados del barón. La cena ya había sido servida. En comparación con lo que Hawkmoon había estado comiendo durante las dos últimas semanas, fue una cena sencilla, pero estaba bien cocinada y tenía buen gusto. Una vez que hubieron terminado, el barón Kalan, que ya se había quitado la máscara, dejando al descubierto un rostro pálido de edad mediana, con una diminuta perilla blanca y un pelo escaso, sirvió vino para ambos. Apenas si habían hablado durante la cena. Hawkmoon probó el vino. Era excelente.
—Ese vino es una invención mía —dijo Kalan sonriendo afectadamente.
—No me es conocido —admitió Hawkmoon—. ¿De qué uvas…?
—De ninguna uva…, sino de grano. Se trata de un proceso algo diferente.
—Es fuerte.
—Más fuerte que la mayoría de los vinos —admitió el barón—. Y ahora, duque, debéis saber que se me ha encargado establecer el nivel de vuestra cordura, juzgar vuestro temperamento y decidir si sois adecuado para servir a Su Majestad el rey–emperador Huon.
—Sí, creo que eso fue lo que me dijo el barón Meliadus —dijo Hawkmoon sonriendo débilmente—. Me interesará mucho aprender de sus observaciones.
—Hmmm. —El barón Kalan lo observó atentamente—. Ya comprendo por qué me pidieron que os atendiera. Debo decir que parecéis ser una persona muy racional.
—Gracias.
Merced a la influencia de aquel vino tan extraño, Hawkmoon volvía a descubrir una parte de su antigua ironía.
El barón Kalan se frotó la cara y emitió una tos seca, apenas audible, durante unos instantes. Sus actitudes denotaban un cierto nerviosismo desde que se quitara la máscara. Hawkmoon ya había observado que las gentes de Granbretan preferían conservar puesta la máscara durante la mayor parte del tiempo. Ahora, Kalan extendió la mano para coger su extravagante máscara serpiente y se la colocó sobre la cabeza. La tos se detuvo de inmediato, y el cuerpo del hombre se relajó visiblemente. Aun cuando Hawkmoon había oído decir que la etiqueta granbretaniana prohibía conservar puesta la máscara mientras se atendía a un invitado de noble origen, no demostró ninguna sorpresa ante la acción del barón.
—Ah, milord duque —dijo un susurro desde el interior de la máscara—, ¿quién soy yo para juzgar qué es la cordura? Hay quienes creen que nosotros, los granbretanianos, somos unos locos…
—Seguramente no.
—Es cierto. Quienes tienen sus percepciones embotadas, quienes son incapaces de comprender nuestro gran plan, no están convencidos de la nobleza de nuestra gran cruzada. Dicen, como debéis saber, que estamos locos. ¡Ja, ja! —El barón Kalan se levantó —. Pero ahora, si queréis acompañarme, iniciaremos nuestras investigaciones preliminares.
Regresaron a la sala de máquinas, que cruzaron para entrar en otra sala apenas más pequeña que la anterior. Las paredes eran igualmente oscuras, pero éstas pulsaban con una energía que se desplazaba gradualmente a lo largo de todo el espectro, desde el violeta al negro para regresar al violeta. En esta sala únicamente había una máquina, un artefacto de brillante metal de color azul y rojo, dotado de proyecciones, brazos y adminículos, con un objeto similar a una gran campana suspendido de un intrigante andamio que parecía formar parte de la propia máquina. En uno de los lados había una consola atendida por una docena de hombres que vestían el uniforme de la orden de la Serpiente, con sus máscaras de metal reflejando parcialmente la luz pulsante procedente de las paredes. Un zumbido llenaba toda la sala. Emanaba de la propia máquina y era como un débil martilleo, un gemido y una serie de silbidos, como si aquel artilugio respirara como una bestia.
—Ésta es nuestra máquina de la mentalidad —dijo el barón Kalan con orgullo—. Ella será la que os someterá a prueba.
—Es muy grande —dijo Hawkmoon avanzando hacia ella.
—Una de las mayores de que disponemos. Tiene que serlo, puesto que debe realizar tareas muy complejas. Esto es el resultado de la brujería científica, milord duque, nada parecido a los hechizos que suelen emplearse en el continente. Es nuestra ciencia la que nos proporciona nuestra principal ventaja sobre naciones inferiores.
A medida que iba desapareciendo el efecto de la bebida, Hawkmoon se fue convirtiendo cada vez más en el mismo hombre que había sido en las catacumbasprisión. Su sentido de la imparcialidad aumentó, y experimentó muy poca ansiedad o curiosidad cuando fue conducido hacia la campana y se le pidió que permaneciera de pie bajo ella, al tiempo que ésta descendía sobre su cabeza.
Finalmente, la campana le cubrió por completo y los lados flexibles del artilugio se movieron para adaptarse alrededor de su cuerpo. Era como un abrazo obsceno, algo que habría horrorizado al Dorian Hawkmoon que había combatido en la batalla de Colonia, pero que a este nuevo Hawkmoon sólo produjo una vaga impaciencia e incomodidad.
Empezó a notar que algo se arrastraba sobre su cráneo, como si unos hilillos increíblemente finos estuvieran penetrando en el interior de su cerebro, tanteándolo. Las alucinaciones empezaron a manifestarse sin que él hiciera nada por ello. Vio brillantes océanos de color, rostros distorsionados, edificios y flora de una perspectiva antinatural.
Pareció como si llovieran joyas durante cientos de años, y después unos vientos negros le soplaron a través de los ojos, que quedaron desgarrados para revelar océanos que estaban helados al mismo tiempo que en movimiento, unas bestias de infinita simpatía y bondad, mujeres de una extraña humanidad. Intercaladas con todas estas visiones, tuvo claros recuerdos de su niñez, de su propia vida hasta el momento mismo en que había entrado en la máquina. Uno tras otro, los recuerdos fueron aumentando hasta que toda su vida había sido recordada y presentada ante él mismo. Y, sin embargo, seguía sin experimentar emoción alguna, a excepción del recuerdo de las emociones sentidas en el pasado. Cuando finalmente los lados de la campana se apartaron y la propia campana empezó a elevarse, Hawkmoon permaneció impasible, con la sensación de haber asistido a la experiencia de otro.
Kalan estaba allí. Le cogió por el brazo y le apartó de la máquina de la mentalidad.
—Las investigaciones preliminares muestran que sois bastante más que normalmente cuerdo, milord duque…, si es que he leído correctamente lo que me han indicado los instrumentos. Dentro de unas pocas horas la máquina de la mentalidad nos proporcionará un informe detallado. Ahora, debéis descansar. Mañana por la mañana continuaremos con las pruebas.
Al día siguiente, Hawkmoon fue nuevamente entregado al abrazo de la máquina de la mentalidad. En esta ocasión le hicieron tumbarse por completo, mirando hacia arriba, posición en la que se le pasó una imagen tras otra ante los ojos, y aquellas imágenes que más le recordaban a sí mismo fueron proyectadas después sobre una pantalla. Durante todo este proceso, el rostro de Hawkmoon apenas si cambió su expresión. Experimentó una serie de alucinaciones en las que se encontró inmerso en situaciones muy peligrosas: un demonio oceánico atacándole, una avalancha, una lucha contra tres espadachines, hallarse en el incendio de un edificio y tener que saltar desde un tercer piso… En cada uno de los casos, se salvó actuando mentalmente con valor y habilidad, a pesar de que sus reflejos fueron mecánicos y no estuvieron inspirados por ninguna sensación particular de temor. Fue sometido a numerosas pruebas similares, y pasó por todas ellas sin haber demostrado en ningún momento emoción alguna de ningún tipo. Incluso sus reacciones fueron principalmente de expresión física cuando la máquina de la mentalidad le indujo a reír, llorar, odiar, amar, etcétera.
Finalmente, la máquina le dejó libre y a continuación se encontró ante la máscara serpiente del barón Kalan.
—Da la impresión de que, en cierto sentido muy peculiar, sois demasiado cuerdo, milord duque —susurró el barón—. Parece una paradoja, ¿verdad? Sí, eso es, demasiado cuerdo. Es como si una parte de vuestro cerebro hubiera desaparecido, o bien hubiera sido separada del resto. No obstante, lo único que puedo hacer es informar al barón Meliadus de que sois eminentemente adecuado para sus propósitos, siempre y cuando se tomen ciertas precauciones elementales. —¿Qué propósitos son esos? —preguntó Hawkmoon sin sentir un verdadero interés.
—Eso será él quien os lo diga.
Poco después, el barón Kalan se despidió de Hawkmoon, que fue escoltado por dos guardias de la orden de la Mantis a lo largo de un laberinto de pasillos. Finalmente, llegaron ante una puerta de plata pulimentada que se abrió para mostrar una estancia escasamente amueblada cuyas paredes, suelo y techo estaban formadas por espejos, a excepción de un gran ventanal situado en un extremo que se abría a un balcón desde el que se dominaba toda la ciudad. Cerca del ventanal había una figura que llevaba puesta una máscara negra de lobo, y que no podía ser otro que el barón Meliadus.
En efecto, el barón Meliadus se volvió e hizo una seña a los guardias para que se marcharan. A continuación, tiró de un cordón y los tapices se desenrollaron desde los techos, cubriendo los espejos de las paredes. Hawkmoon aún podía mirar hacia abajo y ver su propio reflejo si así lo deseaba. Pero en lugar de hacerlo así prefirió mirar por el ventanal.
Una espesa niebla cubría toda la ciudad, enroscándose alrededor de las torres y oscureciendo el río. Era tarde y el sol ya casi se había puesto. Las torres parecían extrañas y antinaturales formaciones rocosas que surgieran de un océano primitivo. No le habría sorprendido que de aquel océano hubiera surgido un gran reptil y hubiera apretado un ojo contra la humedad exterior del ventanal.
Una vez ocultos los espejos de las paredes, la estancia aún pareció más sombría, pues no había ninguna fuente artificial de luz. El barón, enmarcado por el ventanal, murmuraba algo para sí mismo, ignorando la presencia de Hawkmoon.
Desde alguna parte de las profundidades de la ciudad surgió un grito lejano cuyo eco atravesó la niebla y se extinguió. El barón Meliadus se quitó la máscara de lobo y miró atentamente a Hawkmoon, a quien ahora apenas si podía ver debido a la penumbra.
—Acercaos a la ventana, milord —dijo. Hawkmoon avanzó, y sus pies resbalaron una o dos veces sobre las alfombras que cubrían parcialmente el suelo de espejo—. Bien —siguió diciendo Meliadus—, he hablado con el barón Kalan, y éste me ha comunicado la existencia de un enigma. Al parecer tenéis una psique que él apenas si puede interpretar.
Me ha dicho que una parte de ella parece haber muerto. ¿Por qué ha muerto?, me pregunto. ¿De dolor? ¿De humillación? ¿De temor? No había esperado encontrarme con tales complicaciones. Había confiado en poder hacer un trato con vos, de hombre a hombre, intercambiando algo que deseáis por un servicio que os pido. Aun cuando no veo razón alguna para no seguir queriendo obtener ese servicio de vos, ahora ya no estoy tan seguro en cuanto a la manera de abordarlo. ¿Consideraríais la posibilidad de establecer un trato, milord duque? —¿Qué proponéis? —preguntó Hawkmoon mirando más allá de donde se encontraba el barón, hacia el oscurecido cielo del otro lado del ventanal—. ¿Habéis oído hablar del conde Brass, el viejo héroe?
—Sí.
—Ahora es el lord Protector de la provincia de Camarga.
—He oído hablar de eso.
—Se ha mostrado muy tozudo al oponerse a la voluntad del rey–emperador, y ha insultado a Granbretan. Deseamos estimular en él algo de sabiduría. La forma de conseguirlo consistirá en capturar a su hija, que le es muy querida, y traerla a Granbretan como rehén. Sin embargo, él no confiará jamás en ningún emisario nuestro y tampoco en cualquier extranjero. No obstante, debe de haberse enterado de vuestras hazañas en la batalla de Colonia y, sin duda alguna, simpatiza con vos. Si acudierais a Camarga en busca de refugio, huyendo del imperio de Granbretan, estoy casi seguro de que os recibiría bien. Una vez que os encontréis en el castillo, no será nada difícil para un hombre de vuestros recursos elegir el momento más adecuado para raptar a la joven y traérnosla a nosotros. Naturalmente, una vez que estéis al otro lado de las fronteras de Camarga, no será posible daros todo nuestro apoyo. La Camarga es un territorio pequeño, por lo que podréis escapar con facilidad. —¿Es eso lo que deseáis de mí?
—Exactamente eso. A cambio de ello os devolveremos vuestros territorios para que los gobernéis como os plazca, siempre y cuando no toméis partido contra el Imperio Oscuro, ya sea de palabra u obra.
—Mi pueblo vive en la miseria bajo Granbretan —dijo de pronto Hawkmoon, como si hubiera tenido una revelación. Habló sin pasión alguna, más bien como el que está tomando una decisión moral abstracta—. Será mucho mejor que sea yo quien lo gobierne. —¡Ah! —exclamó el barón Meliadus sonriendo—. ¡De modo que mi oferta os parece razonable!
—Sí, aunque no creo que cumpláis vuestro compromiso. —¿Por qué no? Esencialmente, sería una ventaja para nosotros que un estado problemático fuera gobernado por alguien en quien ese pueblo pudiera confiar…, y en el que nosotros también pudiéramos confiar.
—Iré a Camarga. Les contaré la historia que me habéis sugerido, capturaré a la joven y la traeré a Granbretan. —Hawkmoon suspiró y miró al barón Meliadus —. ¿Por qué no?
Desconcertado por el extraño comportamiento de Hawkmoon, poco acostumbrado a tratar con una personalidad como la suya, Meliadus frunció el ceño.
—No podemos estar absolutamente seguros de que no albergáis alguna forma compleja de engañarnos permitiendo que os liberemos. Aunque la máquina de la mentalidad es infalible en los casos de todos los demás sujetos que han sido sometidos a ella, podría ser que conocierais alguna clase de brujería secreta capaz de confundirla.
—No sé nada de brujería.
—Eso es lo que creo… casi. —El tono de voz del barón Meliadus se hizo algo más alegre —. Pero no tenemos ninguna necesidad de sentir miedo… Podemos tomar una excelente precaución contra cualquier veleidad de traición por vuestra parte. Una precaución capaz de obligaros a regresar, o de suicidaros si ya no tuviéramos razones para confiar en vos. Se trata de un instrumento inventado hace poco por el barón Kalan, aunque tengo entendido que no se trata de un invento original suyo. Se le conoce con el nombre de la Joya Negra. Os la entregarán mañana. Esta noche dormiréis en apartamentos preparados especialmente para vos en el palacio. Antes de que os marchéis tendréis el honor de ser presentado a Su Majestad el rey–emperador. A muy pocos extranjeros se les ha concedido tanto.
Y, tras pronunciar estas palabras, el barón Meliadus llamó a los guardias con máscaras de insecto y les ordenó escoltar a Hawkmoon a sus aposentos.