6. El regreso al castillo de Brass

En el gran salón del castillo de Brass, Yisselda Hawkmoon, la hija del conde de Brass, no dejaba de llorar.

Lloraba de alegría, sin poder creer que el hombre que se hallaba ante ella fuera su esposo, al que amaba con tal pasión, que apenas se atrevía a tocarle por temor a que sólo se tratara de un fantasma. Hawkmoon se echó a reír y avanzó hacia ella, la rodeó con sus brazos y le besó las lágrimas que corrían por sus mejillas. Entonces, ella también se echó a reír y la expresión de su rostro se hizo radiante. —¡Oh, Dorian! ¡Dorian! ¡Temíamos que os hubieran matado en Granbretan!

—Considerando todo lo que ha sucedido —replicó Hawkmoon con una sonrisa—, Granbretan fue el lugar más seguro en el que estuvimos durante nuestros viajes. ¿No es así, D'Averc?

D'Averc tosió ocultando la boca tras un pañuelo.

—Sí…, y quizá fuera también el más saludable.

El delgado Bowgentle, de expresión amable en el rostro, sacudió la cabeza con una suave mirada de asombro.

—Pero ¿cómo habéis regresado desde Amarehk en aquella dimensión, hasta Camarga en ésta?

Hawkmoon se encogió de hombros.

—No me lo preguntéis, sir Bowgentle, no me lo preguntéis. Los Buenísimos nos han traído hasta aquí. Eso es todo lo que sé. El viaje ha sido rápido, puesto que sólo hemos tardado unos pocos minutos. —¡Los Buenísimos! ¡Jamás había oído hablar de ellos! —dijo el conde Brass acariciándose el rojizo bigote y tratando de contener las lágrimas que pugnaban por acudir a sus ojos—. ¿Son espíritus de algún tipo?

—Eso creo, padre. —Hawkmoon abrió los brazos para estrechar entre ellos a su suegro—. Tenéis muy buen aspecto, conde Brass. Vuestro pelo es tan rojizo como siempre.

—Eso no es un signo de juventud —se quejó el conde Brass—. ¡Eso es óxido! Me estoy oxidando mientras que vos disfrutáis recorriendo el mundo entero.

Oladahn, el pequeño hijo de los gigantes de las Montañas Búlgaras, avanzó tímidamente hacia él.

—Me alegro mucho de veros, amigo Hawkmoon. Y, a lo que parece, con muy buena salud. —Sonrió burlón y le ofreció una copa de vino—. Tomad…, bebed esta copa de bienvenida.

Hawkmoon le devolvió la sonrisa y aceptó la copa, bebiendo su contenido de un solo trago.

—Gracias, amigo Oladahn. ¿Cómo estáis?

—Aburrido. Todos nosotros estamos aburridos… Ya temíamos que no regresaríais jamás.

—Pues ya he vuelto, y creo que tengo suficientes historias que contaros sobre nuestras aventuras como para distraeros durante unas horas. También traigo noticias sobre una misión que se nos ha encomendado, y que aliviará la inactividad que todos estáis sufriendo. —¡Contadnos! —rugió el conde Brass—. ¡Contadnos en seguida!

Hawkmoon se echó a reír alegremente.

—Sí, lo haré…, pero permitidme un momento que contemple a mi esposa. —Se volvió y miró los ojos de Yisselda y vio que en ellos había aparecido ahora una expresión de preocupación —. ¿Qué os ocurre, Yisselda?

—He visto algo en vuestra manera de comportaros —dijo ella—. Algo me dice, milord, que no tardaréis en arriesgar de nuevo vuestra vida.

—Quizá.

—Si así tiene que ser, que así sea. —Lanzó un profundo suspiro y le sonrió—. Pero espero que no sea esta misma noche.

—No lo será durante varias noches. Tenemos que hacer muchos planes.

—Sí —asintió ella con suavidad contemplando las piedras del salón—. Y yo tengo muchas cosas que contaros.

El conde Brass se adelantó haciendo gestos para que todos se dirigieran hacia el extremo del salón, donde los sirvientes ya habían terminado de preparar la mesa con abundante comida.

—Comamos. Hemos guardado nuestras mejores viandas para este momento.

Más tarde, sentados con los estómagos llenos ante el fuego de la chimenea, Hawkmoon les mostró la Espada del Amanecer y el Bastón Rúnico, que se sacó del interior de la camisa. El salón quedó iluminado inmediatamente con luces oscilantes que trazaban dibujos de color en el aire, y el extraño aroma amargo–dulzón llenó toda la estancia.

Todos contemplaron el Bastón Rúnico con un respetuoso silencio, hasta que Hawkmoon se lo volvió a guardar.

—Éste es nuestro estandarte, amigos míos. Esto es a lo que ahora servimos cuando emprendamos la lucha contra todo el Imperio Oscuro.

Oladahn se rascó el pelo que le cubría el rostro.

—Contra todo el Imperio Oscuro, ¿eh?

—Así es —asintió Hawkmoon sonriendo con suavidad—. ¿Es que no hay varios millones de guerreros del lado de Granbretan? —preguntó Bowgentle con ingenuidad.

—Sí, creo que son varios millones.

—A nosotros, en el castillo de Brass, sólo nos quedan unos quinientos camarguianos —murmuró el conde Brass limpiándose los labios con la manga y haciendo una mueca burlona—. Si lo comparamos…

—Nosotros disponemos de más de quinientos —intervino entonces D'Averc—. Olvidáis la legión del Amanecer —dijo, señalando la espada de Hawkmoon, que estaba junto a la silla de éste, guardada en su funda—. ¿Cuántos hombres componen esa misteriosa legión? —preguntó Oladahn.

—No lo sé… Quizá sea un número infinito, quizá no. —Digamos que sean mil —musitó el conde Brass—, y eso siendo conservadores, claro. Si calculamos mil quinientos guerreros contra…

—Varios millones —terminó diciendo D'Averc.

—Eso es…, varios millones, equipados con todos los recursos del Imperio Oscuro, incluyendo conocimientos científicos que nosotros no podemos igualar…

—Disponemos del Amuleto Rojo y de los anillos de Mygan —le recordó Hawkmoon.

—Ah, sí, eso… —pareció burlarse el conde Brass—. Sí, también disponemos de eso, e incluso nos asiste el derecho. ¿Sirve eso de algo, duque Dorian?

—Quizá. Pero si utilizamos los anillos de Mygan para regresar a nuestra propia dimensión y entablamos un par de pequeñas batallas cerca de nuestro hogar, liberando así a los que ahora están oprimidos, podemos empezar a poner en pie de guerra una especie de ejército de campesinos. —¿Un ejército de campesinos, decís? Hmm…

—Sé que suena a empeño imposible, conde Brass —admitió Hawkmoon con un suspiro.

—En efecto, muchacho, lo habéis supuesto bien —dijo al fin el conde Brass con una amplia sonrisa—. ¿Qué queréis decir?

—Se trata precisamente de la clase de situaciones que más me encantan. ¡Traeré los mapas y empezaremos a planear nuestras primeras campañas!

Mientras el conde Brass se marchaba, Oladahn le dijo a Hawkmoon:

—Se nos ha olvidado deciros que Elvereza Tozer escapó. Mató al guardia que le custodiaba mientras estaba fuera, cabalgando. Regresó aquí, recuperó su anillo y se desvaneció.

—Ésas son malas noticias —dijo Hawkmoon frunciendo el ceño—. Podría haber regresado a Londra.

—Exacto. En estos momentos somos muy vulnerables, amigo Hawkmoon.

El conde Brass regresó con los mapas.

—Y ahora veamos…

Una hora más tarde, Hawkmoon se levantó de la mesa y tomó la mano de Yisselda, se despidió de sus amigos y siguió a su esposa hacia sus habitaciones.

Cinco horas más tarde ambos seguían despiertos, el uno en brazos del otro. Y fue entonces cuando ella le comunicó que iban a tener un hijo.

Hawkmoon aceptó la noticia en silencio, y se limitó a besarla y a estrecharla aún más contra su pecho. Pero cuando ella se hubo dormido, se levantó y se dirigió a la ventana, contemplando los juncos y las marismas de Camarga, pensando para sí mismo que ahora tenía algo mucho más importante que un ideal por lo que luchar.

Confió en vivir lo suficiente para ver a su hijo.

Confió en que aquel hijo naciera aun cuando él perdiera la vida.

El Bastón Rúnico
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