2. Conversación junto a la máquina de la mentalidad

Kalan de Vitall se acarició la máscara de serpiente con sus manos pálidas de viejo en las que sobresalían las venas, lo que le daban un aspecto de azuladas serpientes enroscadas. Los dos hombres se encontraban ante el laboratorio principal. Era una gran sala, de techo bajo, donde se llevaban a cabo numerosos experimentos, realizados por hombres que portaban los uniformes y las máscaras de la orden de la Serpiente, de la que el barón Kalan era el gran jefe. Extrañas máquinas producían raros sonidos, y luces de colores en miniatura relampagueaban y crujían a su alrededor, de modo que toda la sala daba la impresión de ser un taller infernal presidido por demonios. Aquí y allá, seres humanos de ambos sexos y distintas edades, aparecían sujetos o introducidos en las máquinas, mientras los científicos comprobaban los resultados de sus experimentos sobre las mentes y cuerpos humanos. La mayoría de ellos habían sido silenciados de una u otra forma, pero unos pocos gritaban o gemían con voces peculiarmente demenciales, molestando y distrayendo a menudo a los científicos, que les introducían trapos en las bocas, o les cortaban las cuerdas vocales, o encontraban cualquier otro método rápido para conseguir cierta tranquilidad mientras continuaban con su trabajo.

Kalan posó una mano sobre el hombro de Meliadus y señaló hacia una máquina que se hallaba cerca de ambos y a la que nadie atendía. —¿Recordáis la máquina de la mentalidad? ¿La que utilizamos para probar la mente de Hawkmoon?

—Sí, la recuerdo —gruñó Meliadus—. Fue la que os indujo a creer que podíamos confiar en Hawkmoon.

—En aquella ocasión tuvimos que enfrentarnos con factores que no pudimos anticipar —dijo Kalan a modo de justificación—. Pero no es ésa la razón por la que os he mencionado mi pequeño invento. Se me ha pedido que la utilice esta mañana. —¿Quién os lo ha pedido?

—El mismo rey–emperador. Me ha llamado al salón del trono y me ha dicho que quería poner a prueba a un miembro de la corte. —¿A quién? —¿En quién se os ocurre pensar, milord? —¡Yo mismo! —exclamó Meliadus con expresión colérica.

—Exacto. Creo que, de una forma u otra, sospecha de vuestra lealtad, lord barón… —¿Hasta qué punto?

—No demasiado. Al parecer, Huon cree que podéis estar concentrando demasiado vuestros esfuerzos en planes excesivamente personales, y no lo suficiente en los intereses de sus propios planes. Creo que sólo le gustaría saber la fuerza de vuestra lealtad y si habéis abandonado vuestros planes personales… —¿Tenéis intenciones de obedecer sus órdenes, Kalan? —¿Me sugerís acaso que las ignore? —replicó Kalan encogiéndose de hombros.

—No… pero, ¿qué podemos hacer?

—Tendré que poneros en la máquina de la mentalidad, claro, pero creo que puedo obtener los resultados que más se adapten a nuestros propios intereses. —Kalan sonrió con una mueca, a modo de hueco susurro, cuyo sonido surgió de la máscara que llevaba puesta—. ¿Empezamos, Meliadus?

De mala gana, Meliadus avanzó, contemplando con nerviosismo la reluciente máquina de metal rojo y azul, con sus misteriosas proyecciones, sus pesados brazos laterales e instrumentos de aplicación desconocida para él. Su característica principal, sin embargo, era la gran campana que pendía sobre el resto de la máquina, y que colgaba de un complicado andamio.

Kalan apretó un conmutador y le hizo un gesto, con una expresión de disculpa.

—Antes teníamos esta máquina en una sala para ella sola, pero últimamente disponemos de muy poco espacio. Ésa es, desde luego, una de mis mayores quejas. Se nos pide que hagamos demasiadas cosas y se nos proporciona muy poco espacio para conseguirlas.

La máquina produjo un sonido parecido a la respiración de una bestia gigantesca.

Meliadus retrocedió un paso. Kalan volvió a sonreír con una mueca e hizo una seña a unos servidores con máscaras de serpiente para que acudieran a ayudarle a manejar la máquina de la mentalidad.

—Si sois tan amable de permanecer debajo de la campana, Meliadus, la haremos bajar en seguida —sugirió Kalan.

Moviéndose con lentitud y desconfianza, Meliadus ocupó un lugar situado bajo la campana y ésta descendió sobre él hasta cubrirle del todo, con sus lados carnosos adaptándosele al cuerpo hasta amoldarse a él por completo. Después, Meliadus sintió como si unos hilos calientes se le introdujeran en el cerebro, tanteándolo. Trató de gritar, pero su voz sonó apagada. Tuvo alucinaciones, visiones y recuerdos de su vida pasada, compuestas sobre todo de batallas y derramamientos de sangre, en las que el odiado rostro de Dorian Hawkmoon surgió a menudo ante sus ojos, adquiriendo miles de formas distintas, así como el rostro dulce y hermoso de la mujer a la que deseaba por encima de todo: Yisselda de Brass. Poco a poco, como a través de una eternidad, toda su vida pasó ante él hasta que hubo recordado todo lo que le sucedió en ella, todo aquello en lo que hubo pensado o soñado alguna vez, aunque eso no sucedió secuencialmente, sino por orden de importancia. Por encima de todas las cosas estaba el deseo que sentía por Yisselda, su odio contra Hawkmoon y los planes que abrigaba por destronar al rey Huon.

Después, la campana se elevó y Meliadus se encontró mirando una vez más la máscara de Kalan. Por alguna razón, el barón se sentía mentalmente purgado y de muy buen humor.

—Y bien, Kalan, ¿qué habéis descubierto?

—Por el momento, nada que no supiera ya. Pero tardaremos una hora o dos en procesar los resultados completos. —Se echó a reír y añadió—: Al emperador le divertiría mucho verlos.

—Sí. Pero espero que no llegue a conocerlos.

—Bueno, le enseñaremos algo, Meliadus. Algo que le demuestre que el odio que sentís contra Hawkmoon está disminuyendo, y que vuestro amor por el emperador es inconmovible y profundo. ¿No se nos dice que el amor y el odio están muy juntos? En consecuencia, y con un poco de ayuda por mi parte, vuestro odio contra Huon se convertirá en amor.

—Bien. Y ahora discutamos el resto de nuestro proyecto. En primer lugar, tenemos que encontrar un medio para conseguir que el castillo de Brass regrese a esta dimensión, o bien para llegar nosotros hasta donde esté. En segundo lugar tenemos que hallar el medio de reactivar la Joya Negra que Hawkmoon lleva incrustada en su frente, ya que de ese modo volveremos a tener poder sobre él. En último término, debemos diseñar armas y todo aquello que nos ayude a superar a las fuerzas de Huon.

—Desde luego —asintió Kalan—. Ya disponemos de los nuevos motores que inventé para las naves… —¿Las naves con las que se marchó Trott?

—En efecto. Esos motores impulsan las naves a velocidades muy superiores a las alcanzadas mediante cualquier otra cosa que se haya inventado. Por el momento, las naves de Trott son las únicas que están equipadas con ellos. Pero Trott no tardará en regresar para informar. —¿Adonde fue?

—No estoy seguro. Eso es algo que sólo conocían él y el rey Huon… Pero tiene que haber sido a bastante distancia, por lo menos a varios miles de kilómetros. Quizá en dirección a Asiacomunista.

—Parece probable —asintió Meliadus—. No obstante, olvidémonos por el momento de Trott y hablemos de los detalles de nuestro plan. Taragorm también está trabajando en un invento que puede ayudarnos a llegar al castillo de Brass.

—Quizá sería mejor que Taragorm se concentrara en esa línea de investigación, puesto que ésa es su especialidad, mientras yo me ocupo de intentar reactivar la Joya Negra —sugirió Kalan.

—Quizá —murmuró Meliadus—. Pero creo que será mejor consultar antes con mi cuñado. Os dejaré ahora y regresaré dentro de poco.

Y, diciendo esto, Meliadus llamó por señas a sus esclavas, que trajeron la litera. Subió a ella, le hizo un gesto de despedida a Kalan y ordenó a las jóvenes que le llevaran al palacio del Tiempo.

El Bastón Rúnico
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