2. La marisma ennegrecida

—El cristal ha quedado destruido…

Hawkmoon sacudió la cabeza y parpadeó. —¿Eh?

—El cristal ha quedado destruido —repitió D'Averc, que se arrodilló a su lado y trató de ayudarle a incorporarse—. ¿Y Yisselda? —preguntó Hawkmoon—. ¿Cómo está?

—No mucho peor que vos. La hemos llevado a la cama. El cristal ha quedado destruido.

Hawkmoon se extrajo sangre seca de la orejas y las narices. —¿Queréis decir los anillos de Mygan?

—D'Averc…, decídselo con mayor claridad —intervino entonces Bowgentle—. Decidle que la máquina del pueblo fantasma ha quedado destrozada. —¿Destrozada? —Hawkmoon se incorporó con un esfuerzo—. ¿Fue ése el último sonido final que escuchamos?

—Ése fue —contestó el conde Brass que estaba cerca, apoyado sobre una mesa y con expresión deprimida—. Las vibraciones destruyeron los cristales. —¿Entonces…? —empezó a preguntar Hawkmoon, que miró interrogativamente al conde Brass, quien asintió con un gesto.

—Sí.,., hemos regresado a nuestra propia dimensión. —¿Y no hemos sido atacados?

—No lo parece.

Hawkmoon respiró profundamente y se dirigió con lentitud hacia las puertas principales del salón. Dolorosamente, retiró la barra de hierro que aseguraba las puertas y las abrió.

Seguía siendo de noche. En el cielo, las estrellas parecían las mismas, pero las agitadas nubes azules habían desaparecido, y toda la zona se hallaba envuelta en un misterioso silencio, mientras que un olor igualmente extraño llenaba el aire. Pero los flamencos no gritaban, ni el viento silbaba entre los juncos.

Lenta, pensativamente, Hawkmoon volvió a cerrar las puertas. —¿Dónde están las legiones? —preguntó D'Averc—. Yo creía que estarían esperándonos… ¡Al menos unas cuantas!

—Tendremos que esperar hasta mañana antes de atrevernos a contestar esa pregunta —replicó Hawkmoon frunciendo el ceño —. Quizá estén ahí fuera, preparados para tomarnos por sorpresa—. ¿Creéis que ese sonido fue enviado hasta nosotros por el Imperio Oscuro? —preguntó Oladahn.

—Así me lo parece —contestó el conde Brass—. Han tenido éxito en su objetivo. Nos han obligado a regresar a nuestra propia dimensión.

—Olisqueó en el aire y añadió: —Desearía poder identificar ese olor.

D'Averc se dedicaba a recuperar lo poco que no se había roto. —Es un milagro que todavía estemos vivos —dijo.

—Sí —asintió Hawkmoon—. Ese ruido parecía afectar a las cosas inanimadas mucho más que a nosotros.

—Dos de los sirvientes más ancianos han muerto —dijo con serenidad el conde Brass—. Supongo que sus corazones no pudieron soportarlo. Los están enterrando ahora en el patio interior, por si no fuera posible hacerlo por la mañana. —¿En qué estado se encuentra el castillo? —preguntó Oladahn.

—Es difícil decirlo —contestó el conde Brass encogiéndose de hombros—. He bajado a los sótanos. La máquina de cristal está completamente hecha añicos y han aparecido grietas en algunos muros. Pero éste es un viejo castillo muy sólido. Parece que no se ha visto gravemente afectado. Claro que no queda ni un solo cristal entero. Por lo demás…

—Se encogió de hombros como si ya no le importara su querido castillo. —Por lo demás, seguirnos estando en terreno tan firme como lo estábamos antes.

—Esperemos que sea así —murmuró D'Averc. Sostenía la funda de la Espada del Amanecer, con el arma dentro, y la cadena de la que pendía el Amuleto Rojo. Entregó ambos a Hawkmoon —. Será mejor que os pongáis esto, pues no cabe la menor duda de que los necesitaréis dentro de bien poco.

Hawkmoon se puso el amuleto alrededor del cuello y se ató el cinturón con la espada.

Después tomó en sus manos el Bastón Rúnico envuelto en el paño y dijo con un suspiro:

—Eso no parece traernos la buena suerte que todos habíamos esperado.

Llegó por fin el amanecer. Lo hizo con lentitud, grisáceo y frío. El horizonte aparecía blanco como un viejo cadáver, y las nubes mostraban el color del hueso.

Cinco héroes contemplaron la llegada del nuevo día. Estaban fuera de las puertas del castillo de Brass, sobre la colina, con las manos apoyadas en las empuñaduras de sus espadas. Y sus manos se fueron tensando a medida que eran capaces de distinguir el paisaje que se extendía ante ellos.

Era la Camarga que habían abandonado, pero que ahora aparecía desolada por la guerra. El olor del que habían hablado horas antes era el de la carnicería, el de un terreno quemado. Todo era una negra ruina. Las marismas y los estanques se habían secado a consecuencia del fuego del cañón. Los flamencos, los caballos y los toros habían sido destruidos o habían huido. Las torres de vigilancia que habían guarnecido las fronteras aparecían todas aplastadas. Era como si todo el mundo estuviera compuesto por un mar de ceniza gris.

—Todo ha desaparecido —dijo el conde Brass en voz baja—. Todo ha desaparecido, mi querida Camarga, mi gente, mis animales. Yo era su lord Protector por elección, y he fracasado en mi tarea. Ahora ya no queda nada por lo que vivir, excepto la venganza.

Dejadme llegar ante las puertas de Londra y ver cómo cae esa ciudad. Después de eso moriré. Pero no antes.

El Bastón Rúnico
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