7. Los emisarios
El barón Meliadus seguía sin poder desprenderse de la sensación de que su reyemperador había perdido la confianza en él, de que estaba encontrando deliberadamente medios para restringir las ideas que él tenía sobre los habitantes del castillo de Brass.
Cierto que el rey había presentado un convincente esquema sobre la necesidad de que Meliadus dedicara su tiempo a atender a los extraños emisarios de Asiacomunista, e incluso le había adulado dejando entrever que sólo él podía enfrentarse adecuadamente con la situación, dándole a entender igualmente que así tendría más tarde la oportunidad de convertirse no sólo en el primer guerrero de Europa, sino también en el principal señor de la guerra de Asiacomunista. Pero el interés que Meliadus sentía por Asiacomunista no era tan grande como el que experimentaba por el castillo de Brass, pues creía tener pruebas suficientes como para pensar que el castillo de Brass representaba una considerable amenaza para el Imperio Oscuro, mientras que su monarca no tenía pruebas de que Asiacomunista significara por el momento ninguna amenaza para ellos.
Vestido con su máscara más elegante y sus más suntuosas vestiduras, Meliadus recorrió los refulgentes pasillos del palacio, dirigiéndose hacia el salón donde el día anterior había conversado con su cuñado Taragorm. Ahora, ese mismo salón sería utilizado para otra recepción: la de bienvenida a los visitantes procedentes del este, que se realizaría con el debido ceremonial.
Como representante directo del rey–emperador, el barón Meliadus debería haberse considerado muy honrado, pues eso le confería el prestigio de ser el segundo en importancia en todo el imperio. Sin embargo, el tener conciencia de ello no tranquilizaba en nada a su mente vengativa.
Entró en el salón al sonido de las fanfarrias procedente de las galerías que rodeaban los muros. Allí se habían reunido todos los nobles de Granbretan, con sus mejores y más exquisitas joyas y vestiduras. Aún no se había anunciado la llegada de los emisarios de Asiacomunista. El barón Meliadus se dirigió hacia el estrado donde se habían instalado tres tronos dorados, subió los escalones y tomó asiento en el trono situado en el centro. El numeroso grupo de nobles se inclinó ante él, y el salón quedó en silencio envuelto en una atmósfera de expectativa. Meliadus no había visto por el momento a los emisarios. Hasta ahora su escolta había sido el capitán Viel Phong, de la orden de la Mantis.
Meliadus contempló el salón abarrotado, observando la presencia de Taragorm, de Plana, la condesa de Kanbery, de Adaz Promp y Mygel Holst, de Jerek Nankenseen y Breñal Farnu. Se sintió extrañado por un momento, preguntándose qué andaba mal.
Finalmente, se dio cuenta de que entre todos los grandes guerreros nobles sólo echaba en falta la presencia de Shenegar Trott. Recordó que el grueso conde había hablado de que tenía una misión que cumplir. ¿Se había marchado ya para cumplirla? ¿Por qué no se le había informado a él de la expedición de Trott? ¿Acaso le estaban ocultando secretos? ¿Había perdido, en efecto, la confianza de su rey–emperador? Con los pensamientos en un completo desorden, Meliadus se volvió cuando las fanfarrias sonaron de nuevo y las puertas del gran salón se abrieron, para dar paso a dos figuras increíblemente ataviadas.
Meliadus se levantó automáticamente para saludarles, asombrado ante la vista que ofrecían, pues parecían bárbaros y grotescos. Eran gigantes de más de dos metros de altura y caminaban con rigidez, como autómatas. ¿Eran realmente humanos?, se preguntó. No se le había ocurrido pensar que no lo fueran. ¿No serían una creación monstruosa del Milenio Trágico? ¿Acaso el pueblo de Asiacomunista no era humano?
Llevaban máscaras, como el pueblo de Granbretan (supuso que aquellas construcciones que mostraban sobre los hombros serían máscaras), de modo que resultaba imposible saber si detrás de ellas habría rostros humanos. Se trataba de máscaras altas, de configuración oblonga, hechas de cuero brillante de colores azules, verdes, amarillos y rojos, mostrando dibujos que representaban rasgos demoniacos: ojos relucientes y bocas llenas de dientes. Abultadas capas de piel les colgaban hasta el suelo y las ropas que llevaban parecían ser de cuero, y en ellas también había pintadas extremidades y órganos humanos, lo que a Meliadus le hizo pensar en los dibujos de colores que había visto en cierta ocasión en un libro de medicina.
El heraldo los anunció:
—Lord Kominsar Kaow Shalang Gatt, representante hereditario del presidente emperador Jong Mang Shen de Asiacomunista, y príncipe electo de las hordas del Sol.
El primero de los emisarios se adelantó varios pasos, impulsando hacia atrás su capa de piel y poniendo al descubierto unos hombros de más de un metro de envergadura. Las mangas de la capa eran de abultada seda multicolor, y en la mano derecha sostenía un bastón de mando hecho de oro y gemas incrustadas, y que podría haber sido el mismísimo Bastón Rúnico, a juzgar por el cuidado con que lo portaba.
—Lord Kominsar Orkai Heong Phoon, representante hereditario del presidente emperador Jong Mang Shen de Asiacomunista, y príncipe electo de las hordas del Sol.
El segundo hombre (si es que se trataba de un hombre) avanzó también unos pasos.
Iba ataviado igual que su compañero, pero sin bastón demando.
—Doy la bienvenida a los nobles emisarios del presidente emperador Jong Mang Shen, y les hago saber que todo Granbretan está a su disposición para que hagan lo que deseen —dijo Meliadus abriendo ampliamente los brazos.
El hombre que sostenía el bastón de mando se detuvo ante los escalones del estrado y empezó a hablar con un acento extraño, marcando los ritmos de las palabras, como si la lengua de Granbretan y, de hecho, las de toda Europa y el Próximo Oriente, no le fueran familiares.
—Os agradecemos graciosamente vuestra bienvenida y quisiéramos saber qué poderoso señor se dirige a nosotros.
—Soy el barón Meliadus de Kroiden, gran jefe de la orden del Lobo, principal señor de la guerra en Europa, representante del inmortal rey–emperador Huon el Decimoctavo, gobernante de Granbretan, de Europa y de todos los territorios que rodean el mar Central, gran jefe de la orden de la M antis, controlador de los destinos, moldeador de las historias, temido y todopoderoso príncipe. Os saludo tal y como él mismo os saludaría; os hablo como él os hablaría; actúo de acuerdo con todos sus deseos, pues debéis saber que, siendo inmortal como es, no puede abandonar el místico globo del trono que le conserva y que se halla protegido por los mil guardias que le custodian día y noche. —A Meliadus le pareció apropiado extenderse un momento sobre la invulnerabilidad del rey–emperador con objeto de impresionar a los visitantes y hacerles renunciar a cualquier intento de atentar contra la vida del rey Huon, si es que tal idea pudiera habérseles ocurrido.
Después, indicó los dos tronos situados a ambos lados y añadió—: Os ruego que toméis asiento para ser atendidos debidamente.
Las dos grotescas criaturas subieron los escalones y, no sin cierta dificultad, se instalaron en los sillones dorados. No habría banquete pues el pueblo de Granbretan consideraba que el comer, en general, era una cuestión personal, ya que para ello se necesitaría quitarse las máscaras y les horrorizaba mostrar sus rostros al desnudo. Sólo en tres ocasiones al año se quitaban en público las máscaras y las vestiduras, en la seguridad del salón del trono, donde participaban en una orgía de una semana de duración ante los ávidos ojos del rey Huon, tomando parte en ceremonias repugnantes y sangrientas cuyos nombres únicamente existían en los lenguajes de las distintas órdenes, y a las que jamás se referían excepto en esas tres ocasiones.
El barón Meliadus dio unas palmadas para que se iniciara el espectáculo. Los cortesanos se apartaron como una cortina y ocuparon sus puestos a ambos lados del salón. Después, aparecieron los acróbatas, los saltimbanquis y los payasos, mientras una música frenética sonaba desde la galería superior. Se formaron pirámides humanas, que se elevaron hacia lo alto, se tambalearon y cayeron de pronto para volver a formarse en ensamblajes cada vez más complicados; los payasos hacían cabriolas y jugaban los unos con los otros representando las peligrosas bromas que se esperaba de ellos, mientras que los acróbatas y saltimbanquis daban volteretas y saltos mortales a su alrededor a velocidades increíbles, caminaban sobre cuerdas extendidas entre las galerías, y quedaban suspendidos de trapecios, muy por encima de las cabezas del público asistente.
Plana de Kanbery no observó a los acróbatas y tampoco vio ningún humor en las acciones de los payasos. Giró su hermosa máscara de garza real para mirar hacia donde estaban los extranjeros y los observó con lo que para ella era una curiosidad insólita, pensando fugazmente que le gustaría conocerlos mejor, pues le ofrecían la posibilidad de hallar una diversión única, sobre todo si, como sospechaba, no eran del todo humanos.
Meliadus, quien no se podía desprender de la idea de que su rey le había perjudicado y de que sus compañeros nobles tramaban algo contra él, hizo un gran esfuerzo por mostrarse amable con los visitantes. Cuando así lo deseaba, era capaz de impresionar a los extranjeros (tal y como había impresionado en otra ocasión al conde Brass) con su dignidad, buen juicio y masculinidad. Esta noche, sin embargo, tuvo que hacer un esfuerzo y temía que se le notara en el tono de su voz. —¿Encontráis el entretenimiento de vuestro gusto, milores de Asiacomunista? —preguntó, siendo contestado con una ligera inclinación de las enormes cabezas —. ¿No os parecen divertidos los payasos? —A lo que Kaow Shalang Gatt, el que llevaba el bastón de mando, le contestó con un displicente movimiento de la mano—. ¡Qué habilidad! Hemos traído a esos ilusionistas de nuestros territorios en Italia… Y esos saltimbanquis fueron antes propiedad del duque de Cracovia… Sin duda alguna, en la corte de vuestro emperador debéis tener titiriteros de la misma habilidad.
El otro extranjero, el llamado Orkai Heong Phoon se removió incómodo en el asiento. El resultado de todo ello fue aumentar la sensación de impaciencia que ya experimentaba el barón Meliadus. Tenía la sensación de que aquellas peculiares criaturas se consideraban de algún modo superiores a él, y que se aburrían con sus intentos por mostrarse cortés.
Así pues, cada vez le resultó más difícil sostener una conversación intrascendente, que era la única posible mientras siguiera sonando la música.
Finalmente, levantó las manos y volvió a dar unas palmadas.
—Ya es suficiente —dijo—. Que se retiren los saltimbanquis. Disfrutemos ahora de algo más exótico.
Se relajó un poco cuando entraron en el salón los gimnastas sexuales y empezaron a actuar para delicia de los depravados apetitos de los nobles del Imperio Oscuro. Meliadus sonrió burlonamente al reconocer a algunos de los participantes, señalándolos a sus invitados.
—Hay uno que fue príncipe de Magyaria…, y esas dos, las gemelas, eran hermanas de un rey de Turquía. Yo mismo apresé a esa rubia de allá…, y en cuanto a ese hombretón, es un búlgaro. A muchos de ellos los he entrenado yo personalmente.
Pero aunque aquel nuevo entretenimiento relajó algo los nervios torturados del barón Meliadus de Kroiden, los emisarios del presidente emperador Jong Mang Shen parecían tan impertérritos y taciturnos como desde su llegada.
Finalmente, el espectáculo acabó y los que habían actuado en él se retiraron (al parecer, ante el alivio de los emisarios). El barón Meliadus, que ya se sentía bastante más refrescado, se preguntó si aquellas criaturas serían de carne y hueso. Entonces, dio la orden para que se iniciara el baile.
—Y ahora, caballeros —dijo, levantándose —, recorramos la pista de baile para que podáis conocer a quienes se han reunido aquí para honraros.
Moviéndose con rapidez, los emisarios de Asiacomunista siguieron al barón Meliadus.
Sus cabezas sobresalían por encima de todos los presentes en el salón, incluso de los más altos. —¿Queréis bailar? —preguntó el barón.
—Lo siento, pero no bailamos —contestó Kaow Shalang Gatt con voz monótona.
Y como la etiqueta exigía que los invitados bailaran antes que los demás, el baile no se llevó a cabo. Meliadus echaba chispas. ¿Qué esperaba de él el rey Huon? ¿Cómo podía tratar a aquellos autómatas? —¿No tenéis bailes en Asiacomunista? —preguntó con una voz temblorosa por el esfuerzo que hacía para reprimir la cólera.
—No de la clase que supongo preferís aquí —contestó Orkai Heong Phoon.
A pesar de que la respuesta no deja traslucir la menor inflexión, el barón Meliadus no pudo dejar de pensar que tales actividades estaban por debajo de la dignidad de los nobles de Asiacomunista. Le estaba siendo cada vez más difícil mostrarse amable y condescendiente con aquellos orgullosos extranjeros. Meliadus no estaba acostumbrado a reprimir sus sentimientos, sobre todo cuando se trataba de simples extranjeros, y se prometió a sí mismo el placer de enfrentarse en particular a aquellos dos en el caso de que se le concediera el privilegio de dirigir los ejércitos destinados a conquistar el Lejano oriente.
El barón Meliadus se detuvo ante Adaz Promp, quien se inclinó ante los dos huéspedes.
—Me permito presentaros a uno de nuestros más poderosos señores de la guerra, el conde Adaz Promp, gran jefe de la orden del Perro, príncipe de Parye y protector de Munchein, además de comandante de los Diez Mil. —La ornamentada máscara de perro volvió a inclinarse—. El conde Adaz estuvo al mando de las fuerzas que nos ayudaron a conquistar el continente europeo en dos años, algo que teníamos previsto conseguir en veinte —dijo Meliadus—. Sus perros son invencibles.
—El barón me adula en demasía —dijo Adaz Promp—. Estoy seguro de que tendréis legiones mucho más poderosas en Asiacomunista, milores.
—Quizá. No lo sé. Vuestro ejército parece tan fiero como nuestros perros–dragón —dijo Kaow Shalang Gatt—. ¿Perros–dragón? ¿Qué son? —preguntó Meliadus, recordando por fin la misión que le había confiado su rey—. ¿No tenéis ninguno en Granbretan?
—Quizá los conozcamos por algún otro nombre. ¿Podríais describirlos?
—Tienen una altura aproximada de dos veces el tamaño de un hombre —contestó Kaow Shalang Gatt haciendo un movimiento con el bastón de mando—. Me refiero a uno de nuestros hombres, claro. Disponen de setenta dientes, que son como cuchillas de marfil. Son muy peludos y tienen garras como los tigres. Los utilizamos para cazar a aquellos reptiles a los que todavía no hemos entrenado para la guerra.
—Ya entiendo —murmuró Meliadus, pensando que se necesitarían tácticas especiales para derrotar a tales bestias de guerra—. ¿Y a cuántos de esos perros–dragón habéis entrenado para el combate?
—A un buen número —contestó su invitado.
Siguieron caminando entre los asistentes, para conocer a otros nobles y a sus esposas, y cada uno de ellos estaba preparado para hacer una pregunta como la planteada por Adaz Promp, dando así a Meliadus la oportunidad de obtener información de los emisarios. Pero pronto se puso de manifiesto que, aun cuando se mostraban inclinados a señalar el poderío de sus fuerzas y de su armamento, eran muy cautos a la hora de proporcionar detalles en cuanto al número y la capacidad. Meliadus se dio cuenta de que le llevaría más de una noche obtener aquella clase de información, y tuvo la sensación de que, en general, eso sería algo bastante difícil.
—Vuestra ciencia debe de ser muy sofisticada —dijo, mientras se movían entre un grupo—. ¿Será quizá más avanzada que la nuestra?
—Quizá —contestó Orkai Heong Phoon—, pero sé muy poco de vuestra ciencia como para poder comparar. Sería muy interesante establecer comparaciones.
—Sí que lo sería —admitió Meliadus—. He oído decir, por ejemplo, que vuestra máquina voladora os ha permitido recorrer varios miles de kilómetros en muy corto espacio de tiempo.
—En realidad, no se trataba de una máquina voladora —dijo Orkai Heong Phoon—. ¿No? ¿Entonces…?
—Lo llamamos carruaje terrenal… y se mueve por el suelo. —¿Y cómo está propulsado? ¿Qué es lo que aleja a la tierra de él?
—Nosotros no somos científicos —señaló Kaow Shalang Gatt—. No pretendemos comprender la forma en que funcionan nuestras máquinas. Eso es algo que dejamos en manos de las castas inferiores.
El barón Meliadus, que volvió a sentirse menospreciado, se detuvo entonces ante la hermosa máscara de garza real de la condesa Plana Mikosevaar. La presentó y ella hizo una reverencia.
—Sois muy altos —dijo ella con un murmullo—. Sí, muy altos.
El barón Meliadus intentó seguir su camino, embarazado en presencia de la condesa, como ya había sospechado que le sucedería. Sólo la había presentado como un medio de llenar el silencio que siguió al último comentario de los extranjeros. Pero Plana se le adelantó y tocó el hombro de Orkai Heong Phoon.
—Y vuestros hombros son muy anchos —dijo.
El emisario no hizo ningún comentario, pero se quedó quieto como una roca. ¿Acaso ella le había insultado al tocarlo?, se preguntó Meliadus. Habría experimentado cierta satisfacción en el caso de que hubiera sido así. No esperaba que el extranjero se quejara por ello, pues se daba cuenta de que a aquellos hombres les interesaba congraciarse con los nobles de Granbretan, del mismo modo que a éstos les interesaba por ahora estar a buenas con ellos. —¿Os puedo distraer de alguna forma? —preguntó Plana con un gesto ambiguo.
—Gracias, pero en estos momentos no se me ocurre nada —dijo el hombre.
Y los tres siguieron su marcha.
Asombrada, Plana les observó alejarse. Jamás había sido rechazada por nadie, y eso le intrigaba. Decidió seguir explorando las posibilidades en cuanto encontrara el momento más propicio. Se trataba de criaturas extrañas y taciturnas que se movían con rigidez.
Eran como hombres de metal, pensó. ¿Habría algo capaz de despertar en ellos una emoción humana?, se preguntó.
Sus grandes máscaras de cuero pintado se movían por encima de las cabezas de la multitud, mientras Meliadus les presentaba a Jerek Nankenseen y su esposa, la duquesa Falmoliva Nankenseen quien, en su juventud, solía cabalgar junto a su marido y participaba en las batallas.
Una vez hubieron terminado las presentaciones que le parecieron oportunas, el barón Meliadus regresó a su trono dorado, preguntándose con una creciente curiosidad y sensación de frustración dónde estaría su rival, Shenegar Trott, y por qué el rey Huon no se había dignado confiarle la información sobre los movimientos de Trott. Deseaba ardientemente desembarazarse de su cometido actual para acudir rápidamente a los laboratorios de Taragorm, con el propósito de descubrir qué progresos había hecho el maestro del palacio del Tiempo, y saber si existía alguna posibilidad de descubrir en qué lugar del espacio y del tiempo se encontraría ahora el odiado castillo de Brass.