2. Pensamientos de la condesa Plana
La máscara de garza real, hecha de hilo de oro, estaba sobre la mesa lacada, mientras ella miraba fijamente por la ventana, contemplando los retorcidos chapiteles de la ciudad de Londra. El rostro pálido y hermoso de la condesa tenía una expresión de tristeza y confusión.
Al moverse, las ricas sedas y joyas de sus vestiduras captaron la luz del sol. Se dirigió hacia un armario y lo abrió. En su interior había extrañas vestiduras que ella había conservado desde que aquellos dos visitantes abandonaran sus habitaciones, muchos días antes. Se trataba de los disfraces que Hawkmoon y D'Averc habían utilizado como príncipes de Asiacomunista. Ahora, se preguntó dónde estarían…, particularmente D'Averc, de quien ella sabía que le amaba.
Plana, condesa de Kanbery, había tenido una docena de maridos y muchos más amantes, había dispuesto de ellos de una u otra forma como una mujer puede disponer de un par de medias inútiles. Jamás había conocido el amor, nunca había experimentado aquellas sensaciones que conocen la mayoría de los demás seres humanos, incluyendo a los gobernantes de Granbretan.
Pero, de algún modo, D'Averc, aquel renegado con aspecto de dandy que afirmaba estar permanentemente enfermo, había despertado aquellos sentimientos en ella. Quizá había permanecido hasta ahora tan remota a tales sentimientos porque era una persona cuerda, mientras que no sucedía lo mismo con quienes le rodeaban en la corte; porque ella era suave y capaz de sentir un amor sin egoísmos, mientras que los lores del Imperio Oscuro no comprendían nada de eso. Quizá D'Averc, que era un caballero suave, sutil y sensible, le había hecho despertar de aquella apatía inducida no por la falta sino por la grandeza de su alma…, esa clase de grandeza que no puede soportar existir en un mundo demente, egoísta y perverso como era la corte del rey Huon.
Pero ahora que la condesa Plana había despertado, no podía ignorar por más tiempo el horror de todo lo que la rodeaba, ni la desesperación de saber que su amante de una sola noche podía no regresar jamás, y que incluso era posible que ya estuviera muerto.
Se había retirado a sus habitaciones, evitando todo contacto con los demás, pero aun cuando eso le permitía comprender algo sus circunstancias, no le dejaba otro camino que alimentar dicha comprensión en el más lamentable de los silencios.
Las lágrimas resbalaron por las perfectas mejillas de Plana, que ella detuvo con un pañuelo delicadamente perfumado.
Una sirvienta entró en la habitación y permaneció inmóvil, vacilante, en el umbral de la puerta. Automáticamente, Plana se puso la máscara de garza real. —¿Qué ocurre?
—El barón Meliadus de Kroiden, milady. Dice que tiene que hablar con vos. Una cuestión de la máxima urgencia.
Plana se ajustó la máscara sobre la cabeza, consideró por un momento las palabras de la sirvienta y después se encogió de hombros. ¿Qué importaba si veía a Meliadus aunque sólo fuera por un momento? Quizá tuviera alguna noticia sobre D'Averc, a quien ella sabía que odiaba. Es posible que, empleando medios muy sutiles, pudiera averiguar lo que él supiera.
Pero ¿qué sucedería si Meliadus sólo pretendía hacer el amor con ella, tal y como había hecho en ocasiones anteriores?
Bueno, en tal caso le rechazaría, como también ella había hecho en otras oportunidades.
Inclinó ligeramente su encantadora máscara de garza real y dijo:
—Dejad entrar al barón.