1. Soryandum
Sabemos ahora cómo Dorian Hawkmoon, el último duque de Colonia, se desembarazó del poder de la Joya Negra y salvó a la ciudad de Hamadán de ser conquistada por el Imperio Oscuro de Granbretan. Su archienemigo, el barón Meliadus, había sido derrotado.
Hawkmoon se puso de nuevo en marcha hacia el oeste, en dirección hacia la sitiada Camarga, donde le esperaba su amada Yisselda, la hija del conde Brass. Junto con su compañero inseparable, Oladahn, hombre–bestia de las Montañas Búlgaras, Hawkmoon cabalgó desde Persia hasta el mar de Chipre y el puerto de Tarabulus, donde confiaban en encontrar un buque con una tripulación lo bastante valiente como para llevarles a ambos de regreso a Camarga. Pero se perdieron en el desierto sirio y estuvieron a punto de morir de sed y agotamiento antes de divisar las pacíficas ruinas de Soryandum, situadas al pie de una cadena de verdes colinas sobre las que pastaba el ganado salvaje…
Mientras tanto, en Europa, el Imperio Oscuro extendía su terrible gobierno, mientras el Bastón Rúnico palpitaba en otras partes, ejerciendo su influencia sobre miles de kilómetros, implicando con ello los destinos de unos pocos seres humanos de caracteres y ambiciones muy distintos…
—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO
La ciudad era antigua y se notaba en ella el paso del tiempo. Era un lugar lleno de piedras desgastadas por el viento, y de manipostería desmoronada, con sus torres ladeadas y los muros derrumbados. Las ovejas salvajes apacentaban la hierba que crecía entre las piedras cuarteadas del pavimento, y las aves con plumajes de brillantes colores anidaban entre columnas cubiertas de mosaicos descoloridos. Daba la impresión de que, en otros tiempos, la ciudad había sido espléndida y terrible, pero ahora sólo era hermosa y tranquila. Los dos viajeros llegaron a ella envueltos en el halo amarillento de la mañana, cuando una suave brisa melancólica soplaba por entre las antiguas calles, rompiendo su silencio. Los cascos de los caballos se impusieron al silencio, mientras los dos viajeros los conducían por entre las torres verdeantes por el transcurso de! tiempo, y pasaban junto a ruinas llenas de colorido, gracias a las flores de color naranja, ocre y púrpura. Se encontraban en Soryandum, abandonada por sus gentes.
Los nombres y sus caballos únicamente mostraban un solo color gracias al polvo que les cubría, haciéndoles parecerse a estatuas que, de pronto, hubieran cobrado vida. Se movieron con lentitud, contemplando admirativamente lo que veían a su alrededor: la belleza de la ciudad muerta.
El primero de ellos era un hombre alto y delgado y, aunque agotado, se movía con la gracia propia de un guerrero bien entrenado. Su largo pelo rubio había quedado casi blanqueado por el sol, y en sus pálidos ojos azules se observaba un atisbo de locura.
Pero lo más notable de todo su aspecto era la opaca joya negra incrustada en su frente, justo por encima y entre los ojos, un estigma que debía a los pervertidos hechos milagrosos de los hechiceros científicos de Granbretan. Se trataba de Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, expulsado de sus tierras por las conquistas del Imperio Oscuro, que abrigaba el propósito de extender su gobierno a todo el mundo. Dorian Hawkmoon había jurado vengarse de la nación más poderosa de todo su planeta, atormentado por la guerra.
La criatura que seguía a Hawkmoon portaba un gran arco de hueso y un carcaj de flechas en la espalda. Iba únicamente vestido con un par de pantalones bombachos y unas botas de cuero blando, pero todo su cuerpo, incluyendo el rostro, estaba cubierto de un pelo rojo lanudo. La cabeza sólo le llegaba a la altura de la parte inferior del hombro de Hawkmoon. Se trataba de Oladahn, descendiente cruzado entre un hechicero y una mujer gigante procedente de las Montañas Búlgaras.
Oladahn se limpió el pelo de arena y mostró una expresión de perplejidad.
—Jamás había visto una ciudad tan extraña. ¿Por qué está desierta? ¿Quién pudo haber vivido en un lugar como éste?
Hawkmoon se frotó la opaca Joya Negra de su frente, como solía hacer siempre que se sentía desconcertado.
—Quizá a causa de una enfermedad… ¿quién sabe? Confiemos en que, si fue una enfermedad, no quede ahora nada de ella. Quizá especule más tarde, pero no en estos momentos. Estoy seguro de escuchar el ruido del agua en alguna parte…, y ésa es mi primera necesidad. La segunda será comer, y la tercera dormir… Y creo, amigo Oladahn, que la cuarta aún está muy distante…
En una de las plazas de la ciudad descubrieron una roca azulgrisácea, con bajorrelieves en los que se mostraban figuras corrientes. De los ojos de una doncella de piedra brotaba una verdadera fuente de agua que caía en un hueco hecho debajo.
Hawkmoon se detuvo y bebió, pasándose las manos humedecidas por el rostro polvoriento. Se apartó para que Oladahn pudiera beber y después ambos permitieron que los caballos saciaran su sed.
Hawkmoon buscó en el interior de una de sus alforjas y sacó el arrugado mapa de pergamino que les habían entregado en Hamadán. Su dedo recorrió el mapa hasta que se detuvo sobre la palabra «Soryandum». Sonrió, aliviado.
—No estamos tan lejos de nuestra ruta original —comentó—. Por detrás de estas colinas fluye el Eufrates, y Tarabulas está más allá, aproximadamente a una semana de camino. Descansaremos aquí y mañana continuaremos nuestro viaje. Una vez nos hayamos refrescado y descansado, viajaremos más rápidamente.
—Sí —asintió Oladahn—, y me imagino que exploraréis la ciudad antes de marcharnos. —Se roció el pelo con agua fresca y después se inclinó para recoger el arco y el carcaj —. Y ahora procuremos atender vuestra segunda exigencia: la comida. No estaré ausente durante mucho tiempo. He visto un carnero salvaje en las colinas. Esta noche cenaremos buena carne asada.
Volvió a montar en su caballo y se alejó, dirigiéndose hacia las derrumbadas puertas de la ciudad, mientras Hawkmoon se quitaba las ropas y metía las manos en el agua fresca de la fuente, sonriendo con una sensación de extraordinaria lujuria, al tiempo que vertía parte del agua sobre la cabeza y el cuerpo. A continuación, sacó ropas limpias de las alforjas, poniéndose una camisa de seda que le había regalado la reina Frawbra de Hamadán, y un par de pantalones bombachos de algodón azul. Contento de verse libre de los pesados avíos de cuero y hierro que había llevado hasta entonces como medida de protección contra los hombres del Imperio Oscuro con los que pudieran encontrarse en el desierto, Hawkmoon se puso un par de sandalias para completar su nueva vestimenta. La única concesión que hizo a la precaución consistió en ajustarse el cinto del que pendía la espada.
No era muy probable que les hubieran seguido hasta allí y, además, la ciudad parecía tan pacífica que no le pareció posible verse amenazado por ningún peligro.
Se acercó al caballo y lo desensilló, para dirigirse después hacia la sombra de una torre medio desmoronada, donde se sentó con la espalda apoyada contra el muro, en espera de que Oladahn regresara con el carnero.
Pasó el mediodía y Hawkmoon empezó a preguntarse qué habría sido de su amigo.
Dormitó durante otra hora antes de empezar a sentirse realmente preocupado, y finalmente se levantó y volvió a ensillar su caballo.
Sabía que no era nada normal que un arquero tan hábil como Oladahn pasara tanto tiempo persiguiendo a un carnero salvaje. Y, sin embargo, allí no parecía haber ninguna clase de peligro. Quizá Oladahn se había sentido tan cansado que había decidido dormir una hora o dos antes de emprender el esfuerzo de cargar con el animal. Aun cuando fuera eso lo único que lo estaba retrasando, Hawkmoon llegó a la conclusión de que quizá necesitara ayuda.
Montó en su caballo y recorrió las calles en ruinas hasta llegar a los muros exteriores de la ciudad y dirigirse hacia las colinas que había más allá. El caballo pareció recuperar buena parte de su antigua energía en cuanto sus cascos pisaron hierba, y Hawkmoon tuvo que tensar las riendas cabalgando hacia las colinas a un trote ligero.
Allá delante vio una manada de ovejas dirigidas por un carnero de aspecto prudente, quizás el que Oladahn había mencionado, pero no se veía la menor señal del pequeño hombre bestia. —¡Oladahn! —gritó Hawkmoon, mirando a su alrededor—. ¡Oladahn!
Pero sólo le contestaron los ecos apagados de su propia voz.
Hawkmoon frunció el ceño y lanzó su caballo al galope, subiendo a la cresta de una colina algo más elevada que las demás, con la ventaja de poder distinguir a su amigo desde aquella altura. Las ovejas se desparramaron ante él cuando el caballo avanzó sobre la hierba de primavera. Llegó a lo más alto de la colina y se protegió los ojos del resplandor del sol. Miró en todas direcciones, pero siguió sin ver la menor señal de Oladahn.
Continuó mirando a su alrededor durante un momento más, confiando en descubrir algún rastro de su amigo; entonces, al mirar hacia la ciudad, vio un movimiento cerca de la plaza de la fuente. ¿Le habían engañado sus ojos o había visto realmente a un hombre que entraba en las sombras de las calles que conducían a la parte oriental de la plaza? ¿Podía haber regresado Oladahn siguiendo otra ruta? En tal caso, ¿por qué no había contestado a sus llamadas?
Ahora, Hawkmoon experimentó una cosquilleante sensación de terror en el fondo de su mente, pero seguía sin creer que aquella ciudad pudiera representar ningún tipo de amenaza.
Espoleó al caballo colina abajo y en cuanto llegó a la ciudad lo hizo meterse por entre un trozo de murallas derrumbadas.
Los cascos del caballo, amortiguados por el polvo, retumbaron por entre las calles mientras Hawkmoon se dirigía hacia la plaza gritando el nombre de Oladahn. Pero, una vez más, únicamente le contestaron los ecos de su propia voz. En la plaza no había el menor rastro del pequeño hombre montado.
Hawkmoon frunció el ceño. Ahora estaba casi seguro de que, después de todo, él y Oladahn no estaban solos en aquella ciudad. Y, sin embargo, no había señales de la presencia de habitantes.
Hizo dar media vuelta a su caballo para dirigirse hacia las calles. Al hacerlo, sus oídos captaron un débil sonido procedente de lo alto. Miró hacia arriba, con los ojos escudriñando el cielo, seguro de haber reconocido aquel sonido. Finalmente, lo vio… Era una distante figura negra suspendida en el aire. Entonces, la luz del sol relampagueó sobre el metal y el sonido se escuchó con mayor claridad. Correspondía al aleteo de unas gigantescas alas de bronce, A Hawkmoon se le hundió el corazón en el pecho.
La cosa que descendía de! cielo era, indudablemente, un ornitóptero que tenía la figura de un cóndor gigantesco, esmaltado en azul, escarlata y verde. Se trataba de una máquina voladora del Imperio Oscuro de Granbretan. Ninguna otra nación de la Tierra poseía tales naves.
Ahora se explicaba por completo la desaparición de Oladahn. Los guerreros del Imperio Oscuro estaban en Soryandum. Además, era muy probable que hubieran reconocido a Oladahn y que, a estas alturas, ya supieran que Hawkmoon no podía hallarse muy lejos.
Y Hawkmoon era el enemigo más odiado del Imperio Oscuro.