11. El regreso del Guerrero
Uno de los capitanes les vio y acudió cabalgando hacia donde estaban. Tenía la armadura destrozada y la espada rota, pero había una expresión de alegría en su rostro. —¡Conde Brass! ¡Por fin! Vamos, señor, tenemos que infundir ánimo a los hombres…, y rechazar a esos perros del Imperio Oscuro.
Hawkmoon vio como el conde Brass hacía un esfuerzo por sonreír, desenvainaba su ancha espada y decía:
—Sí, capitán. ¡Ved si podéis encontrar uno o dos heraldos que comuniquen a todos el regreso del conde Brass!
Gritos de júbilo surgieron de entre las filas de los acosados camarguianos cuando vieron aparecer al conde Brass y a Hawkmoon. Mantuvieron sus posiciones con firmeza, e incluso en algunos lugares hicieron retroceder a los granbretanianos. El conde Brass, seguido por Hawkmoon y Oladahn, acudió a lo más enconado de la batalla, volviendo a ser, una vez más, el hombre invencible de metal. —¡Apartaos, muchachos! —gritó—. ¡Dejadme cargar contra el enemigo!
El conde Brass tomó de manos de un jinete que pasaba su propio estandarte, algo deteriorado, y sosteniéndolo en el pliegue del codo y haciendo oscilar la espada en la otra mano, se lanzó contra la masa de máscaras bestiales que tenía delante.
Hawkmoon avanzó a su lado. Ambos juntos formaban una pareja amenazadora, casi sobrenatural, el uno con su flameante armadura de latón y el otro con la Joya Negra incrustada en la frente, levantando y dejando caer las espadas sobre las cabezas de las unidades de infantería de Granbretan, demasiado juntas para moverse con facilidad.
Entonces, otra figura se les unió. Se trataba de un hombre robusto con el rostro cubierto de pelo que empuñaba un sable flameante que descargaba a uno y otro lado como un relámpago. Parecían un trío mitológico, y pusieron tan nerviosos a los guerreros de Granbretan, que éstos empezaron a retroceder.
Hawkmoon buscó a Meliadus, jurando que en esta ocasión se aseguraría de matarle, pero no pudo distinguirlo por el momento.
Manos enfundadas en guanteletes trataron de derribarle de la silla, pero su espada se introdujo entre la visera de los cascos y cortaron las cabezas, separándolas de los hombros de un solo tajo.
Fue transcurriendo el día y la batalla continuó sin respiro. Hawkmoon se tambaleó ahora en la silla, exhausto y medio mareado a causa del dolor que le producían media docena de cortes menores y una gran cantidad de golpes repartidos por todo el cuerpo.
Su caballo resultó muerto, pero el peso de los hombres que le rodeaban era tal que logró mantenerse sobre la silla durante media hora más, antes de darse cuenta de que el animal había muerto. Entonces, saltó a tierra y continuó la lucha a pie.
Sabía que no importaba cuántos enemigos pudiera matar él mismo o los demás, pues lo cierto es que les superaban ampliamente en número y armamento. Poco a poco fueron siendo empujados hacia atrás.
—Ah —murmuró para sí mismo—, si sólo pudiéramos disponer de unos pocos cientos de hombres de refresco, podríamos ganar la batalla. ¡Por el Bastón Rúnico, necesitamos ayuda!
De pronto, una extraña sensación eléctrica le recorrió todo el cuerpo y se quedó boquiabierto al darse cuenta de lo que le estaba sucediendo, al tomar conciencia de que había invocado inconscientemente la ayuda del Bastón Rúnico. El Amuleto Rojo, que ahora brillaba colgado de su cuello, desprendió una luz roja que se reflejó sobre la armadura de sus enemigos. Ahora le transmitía un gran poder a su propio cuerpo. Se echó a reír y empezó a combatir con una fortaleza fantástica, haciendo retroceder al círculo de enemigos que le rodeaban. La espada se le partió, pero agarró una lanza de un jinete lanzado contra él, tiró de ella, haciendo caer al jinete y, utilizando la lanza como si fuera una espada, saltó sobre el caballo y reanudó el ataque. —¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon! —gritó, empleando el antiguo grito de guerra de sus antepasados —. ¡Eh…, Oladahn…, conde Brass!
Se abrió paso por entre las filas de guerreros enmascarados, recorriendo el camino que le separaba de sus amigos. El conde Brass seguía sosteniendo su estandarte con una mano. —¡Rechazadlos! —gritó Hawkmoon —. ¡Rechazadlos hasta nuestras fronteras!
Después, Hawkmoon estuvo en todas partes, como un relampagueante portador de la muerte allí donde se encontrara. Cabalgó a través de las filas de los granbretanianos y por donde él pasaba sólo quedaban cadáveres tendidos. Un gran murmullo de asombro se elevó de entre las filas de enemigos, que empezaron a retroceder.
No tardaron en retroceder de modo consistente, algunos de ellos alejándose del campo de batalla a todo correr. Y entonces apareció la figura del barón Meliadus, gritándoles para que se detuvieran y siguieran luchando. —¡Atrás! —gritó el barón—. ¡No podéis tener miedo de tan pocos!
Pero la oleada de soldados en retroceso ya era incontenible, y hasta él mismo se vio obligado a retroceder, empujado por sus propios hombres.
Huyeron aterrorizados ante el caballero de rostro pálido cuya espada parecía caer por todas partes, en cuyo cráneo brillaba una joya negra, de cuyo cuello colgaba un amuleto de fuego escarlata, y cuyo feroz caballo se encabritaba sobre sus cabezas. También habían oído decir que gritaba el nombre de un guerrero muerto…, de que él mismo era un hombre muerto, un tal Dorian Hawkmoon, que había luchado contra ellos en Colonia, llegando casi a derrotarles, que había desafiado al propio rey–emperador, que casi había matado al barón Meliadus y que, de hecho, le había derrotado en más de una ocasión. ¡Hawkmoon! Era el único nombre ante el que temblaba todo el Imperio Oscuro. —¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon! —La figura mantenía la espada en alto, y el caballo se encabritaba de nuevo—. ¡Hawkmoon!
Poseído por el poder del Amuleto Rojo, el duque se lanzó en persecución del ejército en retirada, y rió salvajemente, lleno de una loca sensación de triunfo. Detrás de él avanzaba el conde Brass, terrible en su armadura roja y dorada, con su enorme espada cubierta por la sangre de sus enemigos; Oladahn sonreía burlonamente a través de los pelos de su rostro, con los brillantes ojos encendidos, y tras ellos llegaban las jubilosas fuerzas de Camarga, un puñado de hombres que se mofaban del poderoso ejército al que habían diezmado.
Ahora, el poder del amuleto empezó a desvanecerse de Hawkmoon, quien sintió que sus dolores volvían, y experimentó de nuevo el agotamiento, aunque eso ya no importaba ahora, puesto que habían llegado una vez más a las fronteras, marcadas por las torres en ruinas, desde donde contemplaron la huida en desbandada de sus enemigos.
—Hemos vencido, Hawkmoon —dijo Oladahn riendo.
—Sí… —admitió el conde Brass con el ceño fruncido—, pero no podremos sostener nuestra victoria. Tenemos que retirarnos, reagruparnos, encontrar un terreno más seguro en el que poder resistir, pues no podremos volver a derrotarles en campo abierto.
—Tenéis razón —asintió Hawkmoon —. Ahora que las torres han caído necesitamos encontrar otro lugar donde defendernos…, y sólo se me ocurre pensar en uno… —dijo mirando al conde.
—En efecto…, el castillo de Brass —admitió el anciano —. Tenemos que avisar a todos los pueblos y ciudades de Camarga para que transporten sus bienes y ganados a AiguesMortes, bajo la protección del castillo… —¿Será capaz el castillo de sustentar a tantas personas durante un largo asedio? —preguntó Hawkmoon.
—Ya veremos —replicó el conde Brass contemplando al distante ejército enemigo que ahora empezaba a reagruparse —. Pero al menos dispondrán de cierta protección cuando las tropas del Imperio Oscuro inunden nuestra Camarga.
Había lágrimas en sus ojos cuando hizo volver grupas a su caballo y empezó a cabalgar de regreso hacia el castillo.
Desde el balcón de sus habitaciones en la torre este, Hawkmoon contempló a las gentes que acudían con sus ganados, en busca de la protección de la antigua ciudad de Aigues–Mortes. La mayor parte del ganado fue introducido en el anfiteatro situado en uno de los extremos de la ciudad. Los soldados trajeron provisiones y ayudaron a las gentes con sus carretas sobrecargadas. Aquella misma noche, todos excepto unos pocos estaban a cubierto, tras la protección de las murallas, llenando las casas e incluso acampando en las calles. Hawkmoon rogó que no aparecieran ni las plagas ni el pánico, puesto que en tal caso resultaría difícil controlar a tan gran multitud.
Oladahn se unió a él en el balcón, señalando hacia el nordeste.
—Mirad. Máquinas voladoras.
Y Hawkmoon vio las ominosas figuras de los ornitópteros del Imperio Oscuro aleteando sobre el horizonte. Aquello representaba una señal segura de que el ejército de Granbretan había empezado a avanzar.
A la caída de la noche pudieron ver los fuegos de campamento de las tropas más cercanas a la ciudad.
—Mañana podría ser nuestra última batalla —dijo Hawkmoon.
Bajaron al salón, donde Bowgentle hablaba con el conde Brass. Se había preparado comida, tan abundante como siempre. Los dos hombres se volvieron cuando Hawkmoon y Oladahn entraron en el salón. —¿Cómo está D'Averc? —preguntó Hawkmoon.
—Cada vez más fuerte —contestó Bowgentle—. Posee una excelente constitución física, y dice que esta noche le gustaría levantarse para cenar. Le he dicho que puede hacerlo.
Yisselda apareció en la puerta exterior.
—He hablado con las mujeres —dijo—, y me dicen que ahora todos están bajo la protección de las murallas. Tenemos provisiones suficientes para resistir casi un año, siempre y cuando sacrifiquemos el ganado…
—Tardaremos menos de un año en decidir esta batalla —le interrumpió el conde Brass sonriendo—. ¿Cuál es el estado de ánimo en la ciudad?
—Bueno —contestó la joven—, sobre todo ahora que se han enterado de vuestra victoria y saben que los dos estáis vivos.
—Será mejor que no sepan que mañana mismo pueden morir —dijo el conde Brass pesadamente—. Y, si no es mañana, será al día siguiente. No podremos resistir durante mucho tiempo tal superioridad en número, querida. La mayor parte de nuestros flamencos han muerto, de modo que prácticamente no disponemos de protección aérea. La mayoría de nuestros guardias también han muerto, y las tropas que nos quedan no están bien entrenadas.
—Ah, siempre pensamos que Camarga jamás podría caer… —dijo Bowgentle con un suspiro.
—Estáis demasiado seguros de que caerá —dijo una voz procedente de la escalera. Y allí estaba D'Averc, pálido, vestido con un batín suelto, de color algo desvaído, que bajaba hacia la sala—. Si mantenéis ese mismo estado de ánimo estaréis condenados a perder.
Al menos, podríais intentar hablar de victoria.
—Tenéis razón, sir Huillam —admitió el conde Brass haciendo un esfuerzo por cambiar su estado de ánimo —. Y también podríamos tomar algo de esta buena comida, obteniendo así energía para la batalla de mañana—. ¿Cómo os encontráis, D'Averc? —preguntó Hawkmoon al tiempo que se sentaban ante la mesa.
—Bastante bien —contestó éste con naturalidad—. Creo que puedo aceptar algo de comida recién hecha.
Y empezó a llenarse el plato de carne.
Comieron en silencio durante la mayor parte del tiempo, dando buena cuenta de una cena que, muchos de ellos, creían sería la última.
A la mañana siguiente, cuando Hawkmoon miró por la ventana de su dormitorio, vio las marismas repletas de hombres. Durante la noche, el ejército del Imperio Oscuro se había ido acercando a las murallas, y ahora ya se estaba preparando para lanzarse al asalto.
Hawkmoon se vistió rápidamente, se puso la armadura y bajó al salón, donde encontró a D'Averc, enfundado ya en su estropeada armadura, a Oladahn limpiando su espada, y al conde Brass discutiendo algunos detalles de la batalla que se avecinaba con dos de los capitanes que le quedaban.
Había una atmósfera de tensión en el salón, y los hombres hablaban entre sí con murmullos apenas audibles.
Yisselda apareció y le llamó con suavidad:
—Dorian… —Él se volvió, subió la escalera que conducía al rellano sobre el que ella estaba, la tomó entre sus brazos y la estrechó con fuerza, besándola suavemente en la frente —. Dorian —dijo ella—, casémonos antes de que…
—Sí —asintió él serenamente —. Busquemos a Bowgentle.
Encontraron al filósofo en sus habitaciones, leyendo un libro. Levantó la mirada al entrar ellos y les sonrió. Le dijeron lo que deseaban y el anciano dejó el libro a un lado.
—Había esperado celebrar una gran ceremonia —dijo—, pero lo entiendo.
Les hizo unir las manos y arrodillarse ante él, mientras pronunciaba las palabras que él mismo había compuesto, y que se utilizaban en todos los matrimonios desde que él y su amigo el conde llegaran al castillo de Brass.
Una vez que hubo terminado, Hawkmoon se incorporó y volvió a besar a Yisselda.
Después dijo:
—Cuidad de ella, Bowgentle.
Y abandonó la estancia para reunirse con sus amigos, que ya se disponían a abandonar el salón camino del patio de armas.
Al montar en sus caballos, una gran sombra se extendió repentinamente sobre el patio de armas, y escucharon sobre ellos los crujidos y aleteos que sólo podían proceder de un ornitóptero del Imperio Oscuro. Un chorro de llamas surgió de él y chocó contra el empedrado, estando a punto de alcanzar a Hawkmoon y haciendo que su caballo retrocediera, con los belfos abiertos y los ojos llenos de pánico.
El conde Brass extrajo la lanza de fuego con la que se había equipado, apretó la palanca y una llamarada roja alcanzó a la máquina voladora. Escucharon el grito del piloto y vieron que las alas de la máquina dejaban de funcionar. Desapareció de la vista y poco después escucharon el estruendo que produjo al precipitarse al suelo, sobre una de las laderas de la colina.
—Tengo que situar lanzadores de fuego en las torres —dijo el conde—. Desde allí contarán con las mejores posibilidades de alcanzar a los ornitópteros. Vamos, caballeros…, acudamos a la batalla.
Y al abandonar las murallas del castillo y bajar a la ciudad, vieron le enorme marea de hombres que ya se abalanzaban contra las murallas de la ciudad, mientras los guerreros de Camarga luchaban desesperadamente para rechazarlos.
Los ornitópteros, con sus grotescas figuras de pájaros de metal, aleteaban sobre la ciudad, lanzando llamaradas sobre las calles, y el aire se llenó con los gritos de las gentes, el rugido de las lanzas de fuego y el crujido del metal. Un humo negro empezó a elevarse sobre la ciudad de Aigues–Mortes, y algunas de las casas ya se habían incendiado.
Hawkmoon fue el primero en bajar a la ciudad, donde se cruzó con mujeres y niños asustados. Se dirigió hacia las murallas y allí se unió a la batalla. Él conde Brass, D'Averc y Oladahn acudieron a otras partes de las murallas, ayudando a resistir aquella fuerza que amenazaba con aniquilarla.
Un desesperado rugido surgió de una parte de las murallas, contestado por gritos y aullidos de triunfo. Hawkmoon se dirigió rápidamente en aquella dirección, al ver que se había abierto un hueco en las defensas, y que los guerreros del Imperio Oscuro, con los cascos de lobo y de oso, empezaban a penetrar por él.
Hawkmoon se les enfrentó, y los enemigos vacilaron instantáneamente, al recordar sus hazañas del día anterior. Pero ahora ya no disponía de una fuerza sobrehumana, aunque aprovechó la vacilación para lanzar el grito de guerra de sus antepasados: —¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon!
Se lanzó inmediatamente sobre ellos golpeándolo todo con la espada, el metal, la carne y el hueso, cortando, desgarrando y haciéndoles retroceder por la brecha abierta.
Y así lucharon durante todo el día, logrando conservar la ciudad a pesar de que su número descendía con rapidez. Al llegar la noche, las tropas del Imperio Oscuro se retiraron. Hawkmoon sabía, al igual que todos, que a la mañana siguiente sufrirían una aplastante derrota.
Agotados, Hawkmoon, el conde Brass y los demás dirigieron sus caballos por el camino de subida al castillo, entristecidos ante el recuerdo de todos los inocentes que habían muerto aquel día, y ante todos los inocentes que morirían al día siguiente…, si es que tenían la buena suerte de morir.
Entonces escucharon un caballo que galopaba tras ellos y se volvieron, sobre la ladera de la colina del castillo, con las espadas preparadas. Vieron la extraña figura de un jinete alto que subía por la colina hacia ellos. Llevaba un casco alto que se ajustaba perfectamente al rostro, y su armadura era de colores negro y oro. Hawkmoon, boquiabierto, espetó: —¿Qué quiere ahora ese ladrón traidor?
El Guerrero de Negro y Oro detuvo su caballo cerca de donde ellos se encontraban. Su voz profunda y vibrante les llegó procedente del interior del casco.
—Saludos, defensores de Camarga. Ya veo que el día ha transcurrido muy mal para vosotros. El barón Meliadus os derrotará mañana.
Hawkmoon se pasó una mano por la frente.
—No necesitamos que nadie nos recuerde lo que es evidente, Guerrero. ¿Qué habéis venido a robar esta vez?
—Nada —contestó el Guerrero—. He venido para entregaros algo.
Se giró hacia atrás y sacó las maltrechas alforjas de Hawkmoon.
El estado de ánimo de Hawkmoon se avivó y se inclinó hacia adelante para cogerlas, abriéndolas en seguida para mirar en su interior. Y allí, envuelto en una capa, se encontraba el objeto que Rinal le había entregado hacía ya tanto tiempo. Estaba a salvo.
Abrió la capa y comprobó que el cristal no se había roto.
—Pero ¿por qué me lo habéis traído ahora? —preguntó.
—Vayamos al castillo de Bras y allí os lo explicaré todo —contestó el Guerrero.
Una vez en el salón, el Guerrero se situó ante la chimenea, mientras los demás se sentaban en distintas posiciones, dispuestos a escucharle.
—En el castillo del dios Loco —empezó a decir el Guerrero—, os dejé porque sabía que con la ayuda de las bestias del dios Loco seríais capaces de alejaros de allí con seguridad. Pero sabía que otros peligros os esperaban a lo largo del camino, y tuve la sospecha de que podíais ser capturado. En consecuencia, decidí hacerme cargo del objeto que Rinal os había entregado, manteniéndolo a salvo hasta que regresarais a Camarga sano y salvo. —¡Y yo que os había creído un ladrón! —exclamó Hawkmoon —. Lo siento, Guerrero.
—Pero ¿qué es ese objeto? —preguntó el conde Brass.
—Una máquina muy antigua —contestó el Guerrero—, producida por una de las ciencias más complejas que jamás emergieron sobre la Tierra. —¿Un arma? —preguntó el conde Brass.
—No. Se trata de un instrumento capaz de deformar zonas enteras de tiempo y espacio y transferirlas a otras dimensiones. Mientras exista la máquina, será capaz de ejercer ese poder, pero si, desgraciadamente, fuera destruida, toda la zona que haya deformado regresará inmediatamente al tiempo y al espacio original en el que existía antes. —¿Y cómo se la maneja? —preguntó Hawkmoon, recordando de pronto que no poseía aquel conocimiento.
—Resulta algo difícil de explicar, ya que no reconoceríais ninguna de las palabras que utilizaría —contestó el Guerrero de Negro y Oro—. Pero Rinal me ha enseñado a utilizarla, entre otras cosas, y yo puedo hacerla funcionar.
—Pero ¿para qué propósito? —preguntó entonces D'Averc—. ¿Para transferir al problemático barón y a sus hombres hacia una especie de limbo donde no vuelvan a causarnos problemas?
—No —contestó el Guerrero—. Os lo explicaré…
Las puertas se abrieron de golpe, y un soldado maltrecho se precipitó en el interior del salón.
—Conde Brass, se ha presentado el barón Meliadus con bandera de tregua. Desea parlamentar con vos ante las murallas de la ciudad.
—No tengo nada que decirle —replicó el conde.
—Dice que tiene la intención de atacar esta misma noche. Que puede derribar las murallas en el término de una hora, pues dispone de tropas de refresco para ese propósito. Dice que si entregáis a vuestra hija, a Hawkmoon y a D'Averc, y si vos mismo os ponéis en sus manos, perdonará a todos los demás.
El conde Brass reflexionó por un momento, pero Hawkmoon interrumpió sus pensamientos.
—No sirve de nada considerar ese trato, conde Brass. Ambos conocemos las inclinaciones del barón Meliadus por la traición. Sólo trata de desmoralizar al pueblo para facilitar así su victoria.
—Pero si lo que dice es cierto —replicó el conde Brass con un suspiro—, y no me cabe la menor duda de que lo es, no habrá tardado en derribar las murallas y, en tal caso, todos nosotros pereceremos.
—Al menos lo haremos con honor —intervino D'Averc con firmeza.
—Así es —admitió el conde Brass con una sonrisa algo sardónica—. Al menos lo haremos con honor. —Se volvió entonces hacia el correo y le ordenó—: Decidle al barón Meliadus que, a pesar de todo, seguimos sin querer hablar con él.
—Así lo haré, milord —dijo el soldado con una inclinación abandonando después el salón.
—Será mejor que regresemos a las murallas —dijo entonces el conde Brass inporándose con un gesto de cansancio en el momento en que Yisselda entraba en la sala—. ¡Ah! Padre, Dorian… estáis a salvo.
Hawkmoon la abrazó.
—Pero ahora tenemos que volver —le dijo con suavidad—. Meliadus está a punto de lanzar un nuevo ataque.
—Esperad —intervino el Guerrero de Negro y Oro—. Aún tengo que explicaros cuál es mi plan.