10. Las vistas de Londra
Las alas del ornitóptero zumbaron en el aire mientras la máquina voladora trazaba círculos sobre las agujas de Londra.
Se trataba de una máquina de grandes proporciones, construida para transportar a cuatro o cinco personas, y su casco de metal relucía con dibujos barrocos en forma de volutas.
Meliadus inclinó la cabeza sobre un lado y señaló hacia abajo. Sus invitados también se inclinaron, conservando una actitud apenas amable. Parecía como si las altas y pesadas máscaras se les fueran a caer en el caso de que se inclinaran un poco más.
—Allí podéis ver el palacio del rey Huon, donde estáis alojados —dijo Meliadus, indicando hacia la demente magnificencia del domicilio de su rey–emperador, que se elevaba por encima de todos los demás edificios de la ciudad, y estaba situado en el mismo centro de ésta.
A diferencia de lo que sucedía con el resto, a este palacio no se podía llegar a través de una serie de pasillos. Sus cuatro torres, que brillaban con una profunda luz dorada, sobresalían ahora incluso por encima de sus cabezas, a pesar de hallarse en el ornitóptero y a una altura considerable sobre la ciudad. Sus distintos niveles aparecían llenos de bajorrelieves en los que se mostraban toda clase de las oscuras actividades que tanto gustaban a las gentes del imperio. Había estatuas gigantescas y grotescas situadas en las esquinas de los parapetos, con aspecto de hallarse a punto de caer sobre los patios, mucho más abajo. El palacio había sido pintado con todos los colores imaginables, de tal modo que sus combinaciones casi eran capaces de producir dolor a la vista en cuestión de segundos.
—El palacio del Tiempo —siguió diciendo Meliadus indicando el excelente palacio ornamentado que era también un reloj gigantesco.
—Ese de allá es mi propio palacio —añadió, señalando una tenebrosa estructura negra con rasgos plateados—. Y el río que veis es, naturalmente, el Tayme.
En aquellos momentos, el río aparecía cubierto por un denso tráfico en cuyas enrojecidas aguas se balanceaban barcazas de bronce, barcos de ébano y teca, emblasonados con metales preciosos y joyas semipreciosas, y veleros enormes en los que se habían grabado o bordado distintos dibujos.
—Más allá, hacia vuestra izquierda —dijo el barón Meliadus, a quien no dejaba de disgustar aquella tarea tan estúpida—, está nuestra torre Colgante. Veréis que parece como si colgara del cielo y que no está basada sobre el suelo. Eso fue el resultado del experimento de uno de nuestros hechiceros, quien se las arregló para elevar la torre unos pocos metros, aunque ya no pudo elevarla más. Después, resultó que tampoco pudo hacerla descender, de modo que ha permanecido así desde entonces.
Les mostró los muelles donde los grandes barcos de guerra de Granbretan desembarcaban las mercancías robadas; los barrios de los que no portaban máscaras, donde vivían las clases bajas de la ciudad; la bóveda del enorme teatro donde se habían representado en otras ocasiones las obras de Tozer; el templo del Lobo, que era el cuartel general de su propia orden, con una monstruosa y grotesca cabeza de lobo dominando la curva del tejado, y los distintos templos que mostraban cabezas de bestias igualmente grotescas, esculpidas en piedra y cada una de las cuales podía pesar muchas toneladas.
Estuvieron sobrevolando la ciudad durante casi todo el día, deteniéndose sólo para repostar el ornitóptero y cambiar de piloto, mientras Meliadus se sentía cada vez más impaciente. Mostró a los extranjeros todas las maravillas que abarrotaban la antigua y desagradable ciudad, tratando de impresionarles con el poder del Imperio Oscuro, tal y como le había pedido su rey–emperador.
A medida que se fue acercando la noche, el sol poniente trazó misteriosas sombras sobre la ciudad, y el barón Meliadus lanzó un suspiro de alivio y dio instrucciones al piloto para que dirigiera el ornitóptero hacia la zona de aterrizaje, sobre el tejado del palacio.
El aparato se posó en tierra con un gran aletear de alas de metal, un silbido y un gran crujido. Los dos emisarios descendieron rígidamente a tierra, sin mostrar en ellos ninguna semejanza con la vida natural, como la propia máquina que los había transportado.
Caminaron hacia la abovedada entrada al palacio y bajaron la rampa de caracol hasta que se encontraron en los pasillos iluminados, donde fueron recibidos por la guardia de honor, compuesta por seis guerreros de alto rango de la orden de la Mantis, con sus máscaras de insectos reflejando el refulgir de los muros. Los guerreros les escoltaron hasta sus habitaciones donde podrían descansar y comer.
El barón Meliadus los acompañó hasta la puerta y, una vez allí, se inclinó cortésmente ante ellos y se marchó, presuroso, tras prometerles que al día siguiente discutirían sobre cuestiones relacionadas con la ciencia, y compararían el progreso de Asiacomunista con los logros alcanzados en Granbretan.
Mientras recorría con prisas los alucinantes pasillos casi se dio de bruces contra Plana, condesa de Kanbery y pariente del rey–emperador. —¡Milord!
Se detuvo, se hizo a un lado para permitir pasar a la dama y entonces se detuvo de pronto.
—Milady… os ruego que me disculpéis. —¡Tenéis mucha prisa, milord!
—En efecto, Plana.
—Parece que también estáis de un humor de perros.
—Hoy no estoy de buen humor. —¿No queréis consolaros?
—Tengo asuntos que atender… —¿No creéis que los asuntos deberían ser dirigidos con la cabeza bien fría, milord?
—Quizá.
—Si queréis enfriar vuestro apasionamiento…
Meliadus hizo ademán de continuar su camino, pero volvió a detenerse. Ya había experimentado con anterioridad los métodos de consolación empleados por Plana. Quizá ella tuviera razón. Quizá él la necesitara. Por otro lado, necesitaba hacer los preparativos para emprender su expedición hacia el oeste en cuanto se hubieran marchado los emisarios. Sin embargo, aún estarían allí durante algunos días más. La noche anterior no había sido nada satisfactoria y ahora se sentía bajo de moral. Al menos, podía demostrar que era un buen amante.
—Quizá… —volvió a decir, esta vez con un tono más reflexivo.
—En tal caso, apresurémonos en acudir a mis habitaciones, milord —dijo ella con una cierta expresión de avidez.
Meliadus la tomó por el brazo con un creciente interés. —¡Ah, Plana! —exclamó—. ¡Ah, Plana!