9. El Bastón Rúnico
A medida que disminuyó la neblina dorada, Hawkmoon parpadeó, pues ahora se veían rodeados por toda clase de colores —como ondas y rayos que producían extrañas configuraciones en el aire—, todo lo cual emanaba de una fuente central.
Entrecerró los ojos para protegerlos de la intensa luz y miró a su alrededor. Estaban suspendidos en el aire, cerca del techo de un gran salón cuyas paredes parecían estar hechas de capas de esmeralda y ónice translúcidos. En el centro del salón se levantaba una tarima, a la que se llegaba por escalones que subían desde los cuatro lados. Sobre ella había un objeto en el que se originaban todas las configuraciones de luz. Los dibujos —estrellas, círculos, conos y figuras más complejas— se desplazaban constantemente, pero su fuente siempre era la misma. Se trataba de un pequeño bastón, que tenía aproximadamente la longitud de una espada corta, de un denso color negro, opaco y que, al parecer, había perdido el color en unos pocos sitios. Las decoloraciones eran de un intenso azul moteado. ¿Podía ser esto el Bastón Rúnico?, se preguntó Hawkmoon. No parecía tratarse de nada impresionante para ser un objeto de poderes tan legendarios. Se lo había imaginado como algo más alto que un hombre, de brillantes colores…, pero aquel objeto, ¡si hasta lo podía llevar él mismo en la mano!
De repente, unos hombres entraron precipitadamente por la parte lateral del salón. Era Shenegar Trott y su legión del Halcón. El muchacho continuaba debatiéndose entre las garras de Trott y ahora las risotadas del conde de Sussex llenaron todo el salón. —¡Por fin! ¡Ya es mío! Ni siquiera el rey–emperador se atreverá a negarme nada cuando le haya entregado en sus manos el Bastón Rúnico.
Hawkmoon lanzó un bufido. Había un olor fragante en el salón, llenándolo de un aroma entre amargo y dulce. Y entonces un suave murmullo empezó a impregnar el lugar. Los Buenísimos descendieron, y con ellos Hawkmoon y D'Averc, que fueron depositados con suavidad en los escalones, justo por debajo de donde se encontraba el Bastón Rúnico. Y entonces el conde Shenegar los vio. —¿Cómo…?
Hawkmoon le miró con ferocidad y levantó el brazo izquierdo para señalar directamente hacia él. —¡Soltad al chico, Shenegar Trott!
El conde de Sussex volvió a lanzar una risotada, recuperándose con rapidez del asombro que había experimentado.
—Antes decidme cómo habéis llegado aquí antes que yo.
—Gracias a la ayuda de los Buenísimos…, esas criaturas sobrenaturales a las que tanto teméis. Y contamos con otros amigos, conde Shenegar.
La daga de Trott se hallaba a un pelo de la nariz del muchacho.
—En tal caso, sería un estúpido si me desprendiera de mi única posibilidad de alcanzar la libertad… o incluso el éxito.
—Os lo advierto, conde —dijo Hawkmoon levantando la Espada del Amanecer—, ¡esta espada no es un instrumento ordinario! ¡Mirad cómo brilla con una luz rosada!
—Sí…, me parece muy bonito. Pero ¿podrá detenerme antes de que le arranque al muchacho uno de sus ojos como si le quitara un corcho a una botella?
D'Averc observó todo el salón, se fijó en los dibujos formados por la luz, en constante movimiento, en las peculiares paredes y en las sombras brillantes que ahora se hallaban muy por encima de ellos y que parecían observar la escena.
—Esto parece haber terminado en tablas, Hawkmoon —murmuró—. No podemos esperar más ayuda de las sombras brillantes. Es evidente que no poseen ningún poder para intervenir en los asuntos humanos.
—Si dejáis al muchacho sin hacerle daño, consideraré el dejaros marchar de Dnark desarmado —dijo Hawkmoon.
Shenegar Trott se echó a reír. —¿De veras? ¿Y vosotros dos solos arrojaréis a todo un ejército de la ciudad?
—Tenemos aliados —le recordó Hawkmoon.
—Es posible. Pero sugiero que dejéis en el suelo vuestras espadas para permitirme llegar hasta donde está el Bastón Rúnico. Una vez que lo tenga en mi poder, os entregaré al muchacho. —¿Vivo?
—Vivo. —¿Cómo vamos a confiar en Shenegar Trott? —preguntó D'Averc—. Matará al chico y después se encargará de nosotros. Los nobles de Granbretan no tienen la costumbre de cumplir su palabra.
—Si al menos tuviéramos alguna garantía —susurró Hawkmoon con desesperación.
En ese momento, una voz familiar habló desde detrás de donde ellos se encontraban, y ambos se volvieron, sorprendidos. —¡No tenéis otra elección que soltar al muchacho, Shenegar Trott! —dijo una voz profunda desde detrás del casco de colores negro y oro—. ¡Ah!, mi hermano no dice más que la verdad…
Desde el otro lado de la tarima apareció entonces la figura de Orland Fank, con su gigantesca hacha de guerra y su chaleco de cuero. —¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó Hawkmoon atónito.
—Yo podría preguntaros lo mismo —replicó Fank con una sonrisa—. Al menos, ahora contáis con amigos con quienes discutir vuestro dilema.