6. Servidor del Bastón Rúnico
Hawkmoon miró a través de las ranuras del casco, parpadeando al percibir el fulgor de la luz. Aún le ardía la cabeza, pero la cólera y la desesperación parecían haberle abandonado. Volvió la cabeza y vio a Oladahn y al Guerrero de Negro y Oro que le contemplaban. Oladahn mostraba un gesto de preocupación en el rostro, pero el semblante del guerrero seguía oculto tras aquel casco enigmático. —¿No estoy… muerto? —preguntó Hawkmoon débilmente.
—A mí no me lo parece —respondió lacónicamente el guerrero—. Aunque quizá lo estéis.
—Simplemente, estáis agotado —se apresuró a decir Oladahn, dirigiendo una mirada de desaprobación hacia el misterioso guerrero—. Ya os han curado la herida del brazo y es probable que sane con rapidez. —¿Dónde estoy? —preguntó Hawkmoon —. Una habitación…
—Una habitación en el palacio de la reina Frawbra. La ciudad vuelve a ser suya, el enemigo ha sido destrozado, capturado o ha huido. Encontramos vuestro cuerpo tendido sobre el del barón Meliadus. Al principio, pensamos que los dos habíais muerto. —¡De modo que Meliadus ha muerto!
—Es probable. Cuando nos volvimos para mirar su cadáver, éste se había desvanecido. Sin duda alguna se lo llevaron algunos de sus hombres que huían.
—Ah, muerto al fin —dijo Hawkmoon sintiéndose agradecido. Ahora que Meliadus había pagado por todos sus crímenes, se sintió repentinamente en paz, a pesar del dolor que seguía experimentando en su cabeza. Y entonces se le ocurrió otro pensamiento—.
Malagigi. Tenéis que encontrarle. Decidle…
—Malagigi ya viene hacia aquí. En cuanto se enteró de vuestras hazañas decidió venir al palacio. —¿Me ayudará ahora?
—No lo sé —contestó Oladahn volviendo a mirar al Guerrero de Negro y Oro.
Algo más tarde la reina Frawbra entró en la habitación. Detrás de ella venía el brujo de rostro arrugado, llevando consigo un objeto cubierto con una tela. El objeto en cuestión tenía aproximadamente el tamaño y la forma de la cabeza de un hombre.
—Lord Malagigi —murmuró Hawkmoon tratando de incorporarse en la cama—. ¿Sois vos el joven que me ha estado persiguiendo estos últimos días? No puedo ver vuestro rostro con ese casco que lleváis.
Malagigi habló irasciblemente, y Hawkmoon volvió a sentirse desesperado.
—Soy Dorian Hawkmoon. He demostrado mi amistad por Hamadán. Meliadus y Nahak han sido destruidos y sus fuerzas han huido. —¿De veras? —Malagigi frunció el ceño—. Ya me han hablado de esa joya que tenéis en la cabeza. Conozco muy bien esa clase de creaciones y cuáles son sus propiedades.
Pero no sé si se podrá eliminar su poder…
—Me dijeron que erais el único hombre que podría hacerlo —dijo Hawkmoon.
—Podría…, sí. Pero ¿puedo? No lo sé. Me estoy haciendo viejo. Físicamente, no estoy seguro de si…
El Guerrero de Negro y Oro avanzó un paso y tocó a Malagigi suavemente en el hombro. —¿Me conocéis, hechicero?
—Ah, sí, os conozco —asintió Malagigi—. ¿Y conocéis también el poder al que sirvo?
—Sí —asintió Malagigi frunciendo el ceño, mirando a uno y a otro—. Pero ¿qué tiene eso que ver con este joven?
—Él también sirve a ese mismo poder, aunque no lo sabe.
El semblante de Malagigi adquirió una expresión de resolución.
—En tal caso le ayudaré —dijo con firmeza—, aun cuando eso signifique arriesgar mi propia vida.
Hawkmoon se incorporó de nuevo en la cama. —¿Qué significa todo esto? —preguntó—. ¿A quién estoy sirviendo? No sabía…
Malagigi apartó la tela que cubría el objeto que sostenía entre las manos. Se trataba de un globo cubierto de pequeñas irregularidades, cada una de las cuales brillaba con un color diferente. Los colores cambiaban constantemente, lo que hizo que Hawkmoon parpadeara con rapidez.
—Primero tenéis que concentraros —le dijo Malagigi, sosteniendo el extraño globo cerca de su cabeza—. Contemplad fijamente este objeto. Miradlo sin apartar la vista.
Miradlo todo el rato. Mirad, Dorian Hawkmoon, todos los colores…
Hawkmoon dejó de parpadear hasta que ya no pudo apartar la mirada de los colores del globo, que cambiaban rápidamente de lugar. Se sintió poseído por una extraña sensación de ingravidez y de bienestar enormes. Empezó a sonreír y después todo se hizo neblinoso y le pareció hallarse suspendido en medio de una neblina suave y cálida, más allá del espacio y del tiempo. En cierto modo, seguía conservando toda su conciencia y, sin embargo, no percibía nada del mundo que le rodeaba.
Permaneció en este estado durante largo rato, sabiendo vagamente que su cuerpo, que ya no parecía formar parte de él, estaba siendo trasladado de un lugar a otro.
Los delicados colores de la neblina cambiaban a veces, pasando de una sombra de rosa rojizo a un azul cielo o a un amarillo dorado, pero eso era todo lo que se sentía capaz de ver, y no sentía absolutamente nada más. Se sintió en paz, como no se había sentido jamás, a excepción quizá de cuando era un niño pequeño y se encontraba entre los brazos de su madre.
Después, los tonos pastel empezaron a verse cruzados por venas de colores más oscuros y sombríos, y la sensación de paz se fue perdiendo gradualmente a medida que unos relámpagos negros y rojizos zigzagueaban ante sus ojos. Experimentó la sensación de que algo tiraba violentamente de él, sintió una gran angustia y lanzó un grito.
Después, abrió los ojos para contemplar horrorizado la máquina que estaba delante de él. Era idéntica a la máquina que había visto tanto tiempo atrás en los laboratorios del palacio del rey Huon. ¿Se encontraba acaso de regreso en Londra?
Las tiras de tejido negro, dorado y plateado le murmuraban, pero ahora no le acariciaban como lo habían hecho la vez anterior; en lugar de eso, se contraían, alejándose de donde él estaba, haciéndose más y más pequeña, hasta que sólo ocuparon una fracción del espacio. Hawkmoon miró a su alrededor y vio a Malagigi y detrás de él el laboratorio donde antes había rescatado al mago de los hombres del Imperio Oscuro.
Malagigi parecía exhausto, pero en su viejo rostro había una expresión de gran autosatisfacción.
Avanzó hacia él sosteniendo una caja de metal, levantó la máquina de la Joya Negra y la guardó en la caja, cerrándola firmemente con llave.
—La máquina —dijo Hawkmoon espesamente —. ¿Cómo la conseguisteis?
—Yo mismo la construí —contestó Malagigi sonriendo—. Así es, duque Hawkmoon, yo mismo la construí. Me ha costado una semana de intenso esfuerzo mientras vos yacíais aquí, protegido en parte de esa otra máquina…, la que está en Londra…, gracias a mis hechizos. Hubo momentos en que creí haber perdido la batalla, pero esta mañana terminé por fin la máquina, a excepción de un solo elemento… —¿De qué se trataba?
—De su fuerza vital. Esa era la cuestión crucial…, saber si podría pronunciar el hechizo a tiempo. Tenía que conseguir que toda la fuerza vital de la Joya Negra apareciera y llenara vuestra mente, confiando en que esta máquina absorbería todo su poder antes de que pudiera empezar a devorar vuestro cerebro. —¡Y lo hizo! —exclamó Hawkmoon aliviado.
—En efecto, lo hizo. Ahora, en cualquier caso, estáis libre de ese temor.
—En cuanto a los peligros humanos, los puedo aceptar y arrostrar alegremente —dijo Hawkmoon levantándose de la cama donde había estado tumbado—. Estoy en deuda con vos, lord Malagigi. Si puedo serviros en algo…
—No, en nada —replicó Malagigi con una sonrisa de satisfacción—. Me alegra poder tener aquí esta máquina —añadió dando unos golpecitos sobre la caja cerrada—. Quizá en algún momento me sea de gran utilidad. Además…
Frunció el ceño, mirando pensativamente a Hawkmoon. —¿Qué sucede?
—Ah, nada —contestó Malagigi encogiéndose de hombros. Hawkmoon se tocó la frente. La Joya Negra seguía incrustada allí, pero ahora estaba fría—. ¿No me habéis quitado la joya?
—No, aunque podría hacerse si así lo deseáis. Pero ahora no ofrece peligro alguno para vos. Quitarla de vuestra frente sólo será una cuestión de cirugía menor.
Hawkmoon estaba a punto de preguntarle cómo se podría hacer eso, cuando se le ocurrió otra idea.
—No —dijo al fin —. No, dejádmela… Será un símbolo de mi odio contra el Imperio Oscuro. Confío en que no tarden en temer ese símbolo—. ¿Queréis decir que tenéis la intención de continuar la lucha contra ellos?
—En efecto…, y con un esfuerzo redoblado ahora que me habéis liberado.
—Representan una fuerza a la que hay que oponerse —dijo Malagigi. Después, dando un profundo suspiro, añadió—: Ahora tengo que dormir. Me siento muy cansado.
Encontraréis a vuestros amigos esperándoos en el patio de la casa.
Hawkmoon bajó los escalones de la casa, saliendo a la brillante y cálida luz solar de la mañana, y allí estaba Oladahn, con una brillante sonrisa casi dividiendo su rostro en dos.
Junto a él estaba la alta figura del Guerrero de Negro y Oro. —¿Estáis completamente bien? —preguntó el guerrero.
—Completamente.
—Bien. En tal caso, os dejo. Adiós. Dorian Hawkmoon.
—Os agradezco toda vuestra ayuda —dijo Hawkmoon mientras el guerrero se encaminaba hacia su gran caballo blanco de combate. Entonces, cuando ya se disponía a montar, le asaltó un recuerdo y añadió—: Esperad. —¿Qué ocurre? —preguntó la cabeza cubierta por el casco, volviéndose hacia él.
—Fuisteis vos quien convencisteis a Malagigi para que eliminara la fuerza vital de la Joya Negra. Le dijisteis que yo estaba al servicio del mismo poder al que vos servís. Y, sin embargo, no conozco poder alguno a cuyo servicio me encuentre.
—Algún día lo conoceréis. —¿A qué poder servís vos?
—Sirvo al Bastón Rúnico —contestó el Guerrero de Negro y Oro.
Montó en su cabalgadura y la espoleó, pasando a través de la gran puerta y alejándose antes de que Hawkmoon pudiera hacerle más preguntas. —¿Ha dicho el Bastón Rúnico? —murmuró Oladahn, frunciendo el ceño—. Creo que se trata de un mito…
—Sí, un mito. Creo que a ese guerrero le gustan mucho los misterios. Sin duda alguna se ha burlado de nosotros. —Hawkmoon sonrió burlonamente, palmeando ligeramente a Oladahn en el hombro—. Si volvemos a verle le sonsacaremos la verdad de todo esto. Y ahora, estoy hambriento. Vendría muy bien un buen almuerzo…
—Se está preparando un banquete en el palacio de la reina Frawbra —dijo Oladahn con un guiño—. El más exquisito que he visto jamás. Y creo que el interés que la reina siente por vos no sólo se debe a la gratitud. —¿De veras? Bueno, confío en no desilusionarla, amigo Oladahn, puesto que estoy comprometido con una doncella más hermosa que la propia Frawbra—. ¿Es eso posible?
—Sí. Vamos, pequeño amigo…, disfrutemos de la buena comida de la reina y hagamos nuestros preparativos para regresar al oeste. —¿Tenemos que marcharnos tan pronto? Aquí somos héroes y, además, nos merecemos un buen descanso, ¿no os parece?
—Quedaos si queréis —le dijo Hawkmoon sonriendo—. Pero yo tengo que asistir a una boda…, la mía.
—Oh, si es así —concedió Oladahn con un suspiro y una mueca burlona—. Yo tampoco debería perderme ese acontecimiento. Supongo que tendré que acortar mi estancia en Hamadán.
A la mañana siguiente, la propia reina Frawbra les escoltó hasta las puertas de Hamadán. —¿No queréis cambiar de opinión, Dorian Hawkmoon? Os ofrezco un trono… El trono por el que mi hermano encontró la muerte.
Hawkmoon miró hacia el oeste. A más de tres mil kilómetros de distancia y varios meses de viaje estaría Yisselda esperándole, sin saber si había tenido éxito en su misión o si en estos momentos había caído víctima de la Joya Negra. El conde Brass también le esperaba y debía contarle la nueva infamia cometida por Granbretan. Sin duda alguna, Bowgentle estaba ahora junto a Yisselda, en la torreta de la torre más alta del castillo de Brass, contemplando las marismas de Camarga, tratando de consolar a la joven, que se preguntaría si el hombre que se había comprometido a casarse con ella regresaría alguna vez.
Se inclinó en su silla y besó la mano de la reina.
—Os lo agradezco, majestad, y me honráis mucho al creerme digno de gobernar a vuestro lado, pero debo cumplir un compromiso… por el que renunciaría a veinte tronos si fuera necesario… Debo marcharme. También se necesita mi espada para luchar contra el Imperio Oscuro.
—En tal caso, marchaos —dijo ella con tristeza—, pero acordaos de Hamadán y de su reina.
—Asi lo haré.
Espoleó a su gran caballo azul y se lanzó al galope sobre la rocosa llanura. Detrás de él, Oladahn se volvió, lanzó un beso hacia la reina Frawbra, le sonrió, haciéndole un guiño, y cabalgó en pos de su amigo.
Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, cabalgó firmemente en dirección al oeste, dispuesto a afirmar su amor y tomar su venganza.