7. Las bestias se pelean
Meliadus sonrió detrás de su máscara y apretó la mano que tenía posada sobre el hombro de Plana Mikosevaar cuando las torres de Londra aparecieron a la vista, río arriba.
—Todo está saliendo muy bien —murmuró el barón—. Dentro de muy poco, querida, seréis reina. Ellos no sospechan nada. No pueden sospecharlo. No se ha producido ningún levantamiento como éste desde hace siglos. No están preparados para enfrentarse a él. ¡Cómo maldecirán a los arquitectos que situaron los cuarteles junto al río!
Plana estaba cansada de escuchar el zumbido de los motores y el murmullo de las palas que impulsaban el barco para que siguiera su curso. Ahora se daba cuenta de que una de las virtudes de un barco de vela era su silencio. En cuanto aquellos ruidosos artefactos hubieran servido para su propósito y ella gobernara, no permitiría que ninguno de ellos se acercara a Londra. Volvió a sumirse en sus propios pensamientos y se olvidó de Meliadus y de su plan, se olvidó incluso de que la única razón por la que había aceptado aquel plan era porque no le importaba lo que fuera de ella misma. Volvía a pensar en D'Averc.
Los capitanes de los barcos que iban delante sabían lo que tenían que hacer. Además de disponer de los motores de Kalan, ahora habían sido equipados con el cañón de fuego de Kalan, y sabían cuáles eran sus objetivos: los cuarteles militares de las órdenes del Cerdo, la Rata y la Mosca, alineados a lo largo de las orillas del río, en las afueras de Londra.
El barón Meliadus dio instrucciones al capitán de su barco para que izara el color apropiado, la bandera que daría la señal a todos los demás para que iniciaran el bombardeo.
Londra seguía envuelta en el amanecer, tan tenebrosa como siempre, con sus endemoniadas torres elevándose hacia el cielo parecidas a los dedos agarrotados de millones de hombres enloquecidos.
A aquellas horas de la mañana no habría nadie despierto, excepto los esclavos. Nadie, excepto Taragorm, Kalan y sus hombres, en espera del estruendo de la lucha para ocupar las posiciones que se les habían asignado previamente. Tenían la intención de matar a cuantos pudieran, para después empujar a los demás hacia el palacio, embotellándolos allí, encerrándolos tras los muros, de tal modo que al atardecer ya no tuvieran que verse obligados a seguir atacando varios objetivos, sino sólo uno.
Meliadus sabía que aun cuando tuvieran éxito con este plan, la verdadera lucha no empezaría más que con el ataque al palacio, y que sería difícil apoderarse de él antes de que llegaran refuerzos.
La respiración de Meliadus se aceleró. Sus ojos refulgieron cuando las bocas de bronce de los cañones escupieron fuego, lanzándolo contra los cuarteles cuyas dotaciones estaban totalmente desprevenidas. En cuestión de pocos segundos el aire de la mañana se llenó con una tremenda explosión cuando uno de los cuarteles saltó por los aires. —¡Qué suerte! —exclamó Meliadus—. Es un presagio espléndido. ¡No había esperado tener un éxito así tan temprano!
Se produjo una segunda explosión —un cuartel situado en la otra orilla del río—, y de los restos de los edificios salieron corriendo los hombres aterrorizados, algunos de ellos tan alarmados que incluso olvidaron recoger sus máscaras. Mientras trataban de abandonar los cuarteles, el cañón de fuego les alcanzó de nuevo, convirtiéndolos en cenizas. Sus gritos y aullidos se extendieron por entre las torres dormidas de Londra… Y ése fue el primer aviso que tuvieron los ciudadanos sobre lo que ocurría.
Las máscaras de la orden del Lobo se volvieron para mirar a las de la orden del Buitre con una silenciosa satisfacción, mientras contemplaban la carnicería que se estaba produciendo en las orillas. Los cerdos y las ratas se apresuraban a buscar refugio…, y las moscas se parapetaron tras los edificios más cercanos, tratando de resistir. Los pocos que habían llevado consigo sus lanzas de fuego empezaron a disparar.
Había empezado la pelea entre las bestias.
Aquello formaba parte del modelo de destino puesto en movimiento por Meliadus cuando, al abandonar el castillo de Brass, juró por el Bastón Rúnico.
Pero en aquellos momentos, nadie habría sido capaz de saber cómo se resolvería la situación, ni quién sería el que se alzaría con la victoria: Huon, Meliadus o Hawkmoon.