10. La caída de Camarga

—Incorporadlos para que puedan ver —dijo el barón Meliadus. Montado en su caballo, se inclinó sobre la carreta para mirarlos—. Incorporadlos bien —volvió a ordenar a los sudorosos hombres que, envueltos en las armaduras, hacían considerables esfuerzos por incorporar los tres cuerpos, pesadamente cargados de cadenas—. No tienen muy buen aspecto —añadió —. ¡Y yo que creía que eran tan duros de pelar!

D'Averc, que estaba junto al barón, se inclinó un poco sobre la silla, tosiendo.

—Y vos tampoco parecéis encontraros muy bien, D'Averc. ¿Acaso mi farmacéutico no os ha preparado la medicina que pedisteis?

—Lo hizo, milord barón —contestó D'Averc débilmente —, pero no me sienta muy bien.

—Pues debería sentaros bien la mezcla de hierbas que vos mismo le pedisteis. —Meliadus volvió su atención a los tres prisioneros—. Bueno, nos hemos detenido en esta colina para que podáis contemplar vuestra patria.

Hawkmoon parpadeó, medio cegado por la luz del día, reconociendo las marismas de su querida Camarga, que se extendía y brillaba hasta el horizonte.

Pero aún más cerca vio las grandes y sombrías torres de vigilancia de Camarga que constituían la gran fuerza del país, con sus extrañas armas de un poder increíble, y cuyos secretos sólo eran conocidos por el conde Brass. Acampada cerca de ellas había una masa negra de hombres, como si muchos millones de hormigas se hubieran reunido allí, juntándose todas las fuerzas del Imperio Oscuro. —¡Oh! —sollozó Yisselda—. ¡Nunca podrán resistir a tantos!

—Un comentario muy inteligente, querida —replicó el barón Meliadus—. Tenéis toda la razón.

El y su grupo se habían detenido en las laderas de una colina que descendía gradualmente hacia la llanura donde se aglomeraban las tropas de Granbretan.

Hawkmoon observó la presencia de infantería, caballería, zapadores, hilera tras hilera; vio ingenios de guerra de un tamaño enorme, grandes cañones de fuego, ornitópteros que aleteaban en los cielos y en tal número que sus formas nublaban el sol al pasar sobre los espectadores. Contra la pacífica Camarga se habían acumulado toda clase de metales: hierro, bronce y acero, duras aleaciones capaces de resistir el calor de las lanzas de fuego, oro, plata, platino y plomo. Los buitres marchaban junto a las ranas y los caballos junto a los topos; había lobos y osos, ciervos y gatos monteses, cuervos, tejones y comadrejas. Los estandartes de seda ondeaban ante el viento húmedo y cálido, brillando con los colores de un par de veintenas de nobles procedentes de todos los rincones de Granbretan. Había amarillos y púrpuras, negros y rojos, azules y verdes y deslumbrantes rosados, y el sol, al caer sobre las joyas de cien mil ojos, los hacía refulgir malévola y cruelmente. —¡Aja! —rió el barón Meliadus —. Éste es el ejército que mando. Si el conde Brass no se hubiera negado a ayudarnos aquel día, todos seríais ahora aliados llenos de honores del Imperio Oscuro de Granbretan. Pero como os resististeis…, ahora seréis castigados.

Creísteis que vuestras armas y vuestras torres, y la estoica bravura de vuestros hombres serían suficientes para resistir el poder de Granbretan. Pero no es suficiente, Dorian Hawkmoon, no es suficiente. Mirad…, éste es mi ejército, que yo mismo he organizado para llevar a cabo mi venganza. Mirad, Hawkmoon, y comprenderéis lo estúpido que fuisteis, tanto vos como los demás. —Echó la cabeza hacia atrás y estuvo riendo durante un buen rato—. Temblad, Hawkmoon… Y vos también, Yisselda… Temblad, tal y como tiemblan vuestros compatriotas en sus torres, pues saben muy bien que esas torres no tardarán en caer, saben que toda Camarga quedará convertida en cenizas y barro antes de que mañana se ponga el sol. ¡Destruiré Camarga aunque eso signifique sacrificar a todo mi ejército!

Y Hawkmoon y Yisselda temblaron, aunque fue de alivio al escuchar la amenaza de destrucción prevista por el loco barón Meliadus.

—El conde Brass ha muerto —siguió diciendo Meliadus, haciendo girar a su caballo para situarse al frente de su compañía—. ¡Y ahora perecerá Camarga! —Levantó el brazo y lo hizo oscilar en el aire —. ¡Adelante! ¡Que vean la carnicería!

La carreta empezó a moverse de nuevo, bajando por el camino de la colina hasta la llanura, y los prisioneros que transportaba tenían los rostros contraídos y una mirada miserable en los ojos.

D'Averc siguió cabalgando junto a la carreta, tosiendo ostentosamente.

—La medicina del barón no es mala —dijo al fin—. Debería curar las enfermedades de sus hombres.

Y tras haber pronunciado aquella declaración tan enigmática, espoleó a su caballo hasta alcanzar la cabeza de la columna y situarse al lado de su jefe.

Hawkmoon vio surgir de las torres de Camarga unos rayos extraños que estallaron entre las filas de guerreros que se abalanzaban sobre ellas, dejando agujeros humeantes en el suelo allí donde antes había hombres. Vio que la caballería de Camarga empezaba a moverse para ocupar sus posiciones, formando una delgada línea de soldados que montaban sobre sus caballos con cuernos y portaban lanzas de fuego sobre los hombros.

Vio a gentes sencillas en las almenas, armadas con espadas y hachas, situadas detrás de la caballería. Pero no vio al conde Brass, tampoco a Von Villach, y ni siquiera al filósofo Bowgentle. Los hombres de Camarga entablaban esta batalla sin contar con un jefe.

Escuchó los débiles sonidos de sus gritos de guerra, apenas perceptibles por encima de los aullidos y rugidos de los atacantes, el crujido de los cañones y el silbido de las lanzas de fuego; escuchó el estruendo de las armaduras y del metal chocando contra el metal; olió a las bestias, hombres y armas, marchando a través del barro. Y entonces vio que las hordas negras se detenían al tiempo que una muralla de fuego se elevaba en el aire ante ellas, y unos flamencos escarlata ascendían por encima, con sus jinetes dirigiendo las lanzas de fuego contra los chirriantes ornitópteros.

Hawkmoon anhelaba verse libre, experimentar de nuevo la sensación de tener una espada en la mano y un caballo entre las piernas, dirigir a los hombres de Camarga que, aun no teniendo jefe, seguían siendo capaces de resistir al Imperio Oscuro, a pesar de que sólo eran una pequeña fracción del ejército enemigo. Forcejeó entre sus cadenas, y maldijo, lleno de furia y frustración.

La noche se acercaba y la batalla continuaba. Hawkmoon vio como una antigua torre negra estallaba en llamas debido a la acción del cañón del Imperio Oscuro; la vio oscilar de un lado a otro y caer, desmoronándose para convertirse, de pronto, en un montón de ruinas calcinadas. Y las hordas negras aullaron de alegría.

Llegó la noche y la batalla continuó. El calor producido por las armas llegaba incluso hasta donde se encontraban ellos tres, haciendo que el sudor brotara en sus rostros. A su alrededor, los guardias lobo permanecían riendo y hablando, seguros de su victoria. Su jefe había dirigido el caballo hacia lo más nutrido de sus propias tropas, para ver mejor el curso de la batalla. Trajeron un pellejo de vino con largas pajas para que pudieran sorberlo a través de las máscaras. A medida que avanzó la noche las conversaciones y las risas remitieron algo hasta que, extrañamente, se quedaron dormidos.

Oladahn se dio cuenta de ello.

—No es normal que los lobos vigilantes se duerman tan profundamente. Deben estar muy confiados.

—Sí, pero eso no nos sirve de nada —dijo Hawkmoon con un profundo suspiro—.

Estas condenadas cadenas han sido remachadas de tal modo que no hay esperanza de escapar. —¿Qué es eso? —preguntó entonces la voz de D'Averc—. ¿Ya no sois tan optimista, Hawkmoon? ¡Me resulta difícil creerlo!

—Largaos de aquí, D'Averc —espetó Hawkmoon cuando el hombre surgió de la oscuridad para situarse junto a la carreta—. Volved a lamer las botas de vuestro amo.

—Os había traído esto —dijo D'Averc con un tono medio burlón y medio ofendido —, para ver si os puede servir de algo—. Mostró un voluminoso objeto en la mano—.

Después de todo, ha sido mi medicina la que ha drogado a los vigilantes. —¿Qué es eso que tenéis en la mano? —preguntó Hawkmoon entrecerrando los ojos.

—Una rareza que he encontrado en el campo de batalla. Ha debido pertenecer a un gran comandante, pues me parece que se encuentran muy pocos en estos tiempos. Es una especie de lanza de fuego, aunque lo bastante pequeña como para sostenerla con una sola mano.

—He oído hablar de ellas —asintió Hawkmoon —. Pero ¿de qué puede servirme?

Estoy encadenado, como veis.

—En efecto, ya he observado eso. Sin embargo, si decidierais correr un riesgo cabría la posibilidad de que os dejara libre. —¿Se trata de una nueva trampa que habéis tramado entre Meliadus y vos?

—Me ofendéis, Hawkmoon. ¿Por qué iba a hacer una cosa así?

—Porque nos habéis traicionado para entregarnos en manos de Meliadus. Tuvisteis que haber preparado la trampa con bastante antelación, cuando hablasteis con aquellos guerreros lobo en aquel pueblo de Carpatia. Los enviasteis en busca de vuestro jefe y os las arreglasteis para conducirnos a ese campamento donde se nos podría capturar con mayor facilidad.

—Bueno, eso es algo que parece plausible —admitió D'Averc—. Aunque también podríais verlo de otro modo… Los guerreros lobo me reconocieron en aquella ocasión y nos siguieron, enviando más tarde a alguien para avisar a su amo. En el campamento oí decir que Meliadus había venido para encontraros, de modo que decidí presentarme a él y contarle que yo mismo os había conducido a aquella trampa de tal modo que, al menos, uno de nosotros pudiera permanecer en libertad. —D'Averc hizo una pausa—. ¿Qué os parece eso?

—Poco sincero.

—Así es, suena poco sincero. Y ahora, Hawkmoon, no nos queda mucho tiempo. ¿Qué os parece? ¿Debo intentar quemar vuestras cadenas sin haceros daño, o preferiríais quedaros donde estáis por temor a perderos el transcurso de la batalla?

—Quemad las condenadas cadenas —dijo Hawkmoon—. Con las manos libres al menos tendré la posibilidad de estrangularos si mentís.

D'Averc levantó la pequeña lanza de fuego y dirigió el cañón hacia los brazos encadenados de Hawkmoon. Tocó una pequeña palanca y un rayo de intenso calor surgió de la boca del arma. Hawkmoon sintió mucho dolor en el brazo, pero resistió, rechinando los dientes. El dolor aumentó hasta que finalmente lanzó un grito, y se produjo un chasquido cuando uno de los eslabones cayó al suelo de la carreta y él sintió que una parte del peso se desprendía de su cuerpo. Tenía una brazo libre. Y era el derecho. Se lo frotó y casi gritó al tocar una parte donde la armadura se había quemado limpiamente.

—Daos prisa —murmuró D'Averc—. Extended otro trozo de la cadena. De ese modo será más fácil.

Hawkmoon se vio por fin libre de las cadenas y entre ambos liberaron a Yisselda y después a Oladahn. D'Averc estaba ya muy nervioso cuando terminaron.

—He traído vuestras espadas —dijo—, y también nuevas máscaras y caballos. Tenéis que seguirme. Y daos prisa, antes de que regrese Meliadus. En honor a la verdad, esperaba que hubiera regresado ya.

Envueltos en la oscuridad, reptaron hacia donde D'Averc había dejado los caballos, se pusieron las máscaras, se colocaron los cintos con las espadas y montaron en las sillas.

En ese momento oyeron otros corceles que subían por la colina hacia ellos. Poco después se oyeron gritos confusos y un aullido colérico que sólo podía proceder del propio Meliadus.

—Rápido —siseó D'Averc—. Tenemos que cabalgar… ¡Cabalgar porCamarga!

Espolearon a sus caballos, lanzándose a un salvaje galope, bajando por la colina y dirigiéndose a toda velocidad hacia el campo de batalla. —¡Abrid paso! —gritó D'Averc—. ¡Abrid paso! La fuerza debe pasar. ¡Son refuerzos para el frente!

Los hombres se apartaron ante sus caballos mientras ellos atravesaban lo más tupido del campamento. Algunos de ellos maldijeres a aquellos cuatro jinetes que cabalgaban de un modo tan salvaje. —¡Abrid paso! —volvió a gritar D'Averc—. ¡Un mensaje para el comandante! —Incluso encontró tiempo para volverse hacia Hawkmoon y gritarle —: ¡Me aburre contar siempre la misma mentira! ¡Abrid paso! —volvió a gritar—. ¡Traigo el veneno para la plaga!

Detrás de ellos escucharon otros caballos. Pertenecían a Meliadus y a sus hombres, que se habían lanzado en su persecución.

Delante de ellos, la lucha continuaba, aunque no con la misma intensidad que antes. —¡Abrid paso! —aulló D'Averc—. ¡Abrid paso al barón Meliadus! Los caballos saltaron sobre grupos de hombres, rodearon máquinas de guerra, galoparon a través de fuegos, acercándose cada vez más a las torres de Camarga, mientras ellos seguían escuchando detrás los aullidos de Meliadus.

Llegaron entonces a un lugar donde los caballos tuvieron que avanzar por encima de los cadáveres. La mayoría pertenecía a los guerreros de Granbretan, y la fuerza principal de sus enemigos ya había quedado tras ellos.

—Quitaos las máscaras —gritó D'Averc—. Es nuestra única oportunidad. Si los camarguianos os reconocen a vos y a Yisselda a tiempo, no dispararán. En caso contrario…

Desde la oscuridad surgió el brillante rayo de una lanza de fuego, que no alcanzó a D'Averc por muy poco. Detrás de ellos, otras lanzas de fuego disparaban en su contra, tratando de alcanzarles, disparadas sin duda por los hombres de Meliadus. Hawkmoon manoteó los cierres de su máscara y se las arregló al menos para desatarlos y tirarse la máscara hacia atrás. —¡Alto! —La voz era la de Meliadus, que ahora les estaba dando alcance—. ¡Os matarán vuestras propias fuerzas! ¡Idiotas!

Más lanzas de fuego habían empezado a disparar desde las posiciones de Camarga, iluminando la noche con una luz rojiza. Los caballos seguían avanzando sobre los muertos, aunque cada vez les era más difícil. D'Averc llevaba la cabeza inclinada sobre el cuello de su caballo, y Yisselda y Oladahn también se habían inclinado, pero Hawkmoon desenvainó la espada y gritó: —¡Hombres de Camarga! ¡Soy Hawkmoon! ¡Hawkmoon ha vuelto!

Las lanzas de fuego no dejaron de disparar, pero ahora se acercaban más y más a una de las torres. D'Averc se enderezó entonces en la silla. —¡Camarguianos! Os traigo a Hawkmoon, que quiere…

El fuego estalló contra él. Levantó los brazos, lanzó un grito y empezó a caer de la silla.

Rápidamente, Hawkmoon se situó a su lado y le ayudó a mantenerse sobre ella. La armadura estaba enrojecida por el fuego y en algunos lugares se había resquebrajado, pero D'Averc no parecía estar mortalmente herido. Una débil sonrisa apareció en sus labios chamuscados.

—Creo que he juzgado muy mal al unir mi destino al vuestro. Hawkmoon…

Los otros dos se detuvieron, con los caballos encabritados por la confusión. Detrás de ellos, el barón Meliadus y sus hombres se acercaban cada vez más.

—Tomad las riendas de este caballo, Oladahn —dijo Hawkmoon—. Yo lo mantendré en la silla y veremos si podemos acercarnos más a la torre.

Las lanzas de fuego volvieron a disparar, pero esta vez del lado de los granbretanianos. —¡Alto, Hawkmoon!

El duque ignoró la orden y siguió avanzando, abriéndose paso lentamente a través del barro y la muerte que le rodeaba, tratando de sostener el cuerpo de D'Averc sobre la silla.

Hawkmoon gritó cuando un gran rayo de luz surgió de la torre. —¡Hombres de Camarga! ¡Soy Hawkmoon…, y Yisselda, la hija del conde Brass!

La luz se desvaneció. Los hombres de Meliadus seguían acercándose. Yisselda jadeaba sobre la silla, exhausta. Hawkmoon se preparó para enfrentarse con los lobos de Meliadus.

Entonces, surgiendo de un pliegue del terreno, aparecieron una veintena de guardias armados montando los caballos blancos y con cuernos de Camarga. Los cuatro no tardaron en verse totalmente rodeados.

Uno de los guardias observó intensamente el rostro de Hawkmoon y sus ojos se iluminaron inmediatamente, llenos de alegría. —¡Es milord Hawkmoon! ¡Es Yisselda! ¡Ah…, ahora cambiará nuestra suerte!

A cierta distancia, Meliadus y sus hombres se detuvieron al ver a los camarguianos.

Después, volvieron grupas y desaparecieron cabalgando en la oscuridad.

Llegaron al castillo de Brass por la mañana, cuando la pálida luz del sol caía sobre las marismas, y los toros salvajes levantaban la testuz para verles pasar. El viento agitaba los juncos, haciéndolos rodar como si se tratara de un mar, y la colina desde la que se dominaba la ciudad estaba llena de viñas y otros frutos que empezaban a madurar. Sobre lo más alto de la colina se elevaba el castillo de Brass, sólido, antiguo y aparentemente inconmovible ante las guerras que se libraban en las fronteras de la provincia que protegía.

Subieron por el serpenteante camino que llevaba al castillo, entraron en el patio de armas, donde unos alegres sirvientes se apresuraron a hacerse cargo de sus caballos, y entraron en el gran salón, lleno con los trofeos cobrados por el conde Brass. El salón estaba extrañamente frío y silencioso, y sólo había una figura de pie, esperándoles junto a la gran chimenea. Aunque sonrió, había una expresión de temor en sus ojos, y el rostro se había avejentado mucho desde la última vez que le viera Hawkmoon… Era el prudente sir Bowgentle, el filósofo–poeta.

Bowgentle abrazó a Yisselda y después cogió la mano de Hawkmoon. —¿Cómo está el conde Brass? —preguntó éste.

—Físicamente bien, pero ha perdido la voluntad de vivir —contestó Bowgentle haciendo una seña a los criados para que ayudaran a D'Averc—. Llevadlo a la habitación de la torre norte…, la de los enfermos. Le atenderé en cuanto pueda. Venid —añadió dirigiéndose a ellos—. Vedlo por vosotros mismos…

Dejaron a Oladahn, que se quedó con D'Averc y subieron la vieja escalera de piedra hasta el piso donde estaban las habitaciones del conde Brass. Bowgentle abrió una puerta y entraron en el dormitorio.

Sólo había una sencilla cama de soldado, grande y cuadrada, con sábanas blancas y almohadas sencillas. Sobre las almohadas descansaba una gran cabeza que parecía haber sido esculpida en metal. El pelo rojizo mostraba algo más de gris y el rostro bronceado aparecía algo más pálido, pero el bigote rojo era el mismo. Y las pobladas cejas que sobresalían como una roca sobre la concavidad de unos ojos pardos y hundidos también eran las mismas. Pero los ojos miraban al techo, sin parpadear, y los labios no se movieron, fijos y formando una línea dura.

—Conde Brass —murmuró Bowgentle —. Mirad.

Pero los ojos permanecieron fijos en el techo. Hawkmoon tuvo que adelantarse y mirar directamente aquel rostro, permitiendo que Yisselda hiciera lo mismo.

—Conde Brass, vuestra hija. Yisselda, ha regresado. Y Dorian Hawkmoon también.

De los labios surgió entonces un murmullo sordo.

—Más ilusiones. Creía que la fiebre ya había pasado, Bowgentle.

—Así es, m'lord… No son fantasmas.

Entonces, los ojos se movieron lentamente para mirarles. —¿He muerto al fin y me he unido a vosotros, hijos míos? —¡Estáis en la Tierra, conde Brass! —exclamó Hawkmoon. Yisselda se inclinó y besó a su padre en los labios.

—Tomad, padre…, un beso muy terrenal.

Gradualmente, la dura línea de los labios empezó a desaparecer hasta que fue totalmente sustituida por una sonrisa que se hizo cada vez más amplia. Entonces, el cuerpo se agitó bajo las sábanas y, de pronto, el conde Brass se sentó y exclamó: —¡Ah! ¡Es cierto! ¡Había perdido la esperanza! ¡Qué estúpido soy! ¡Había perdido la esperanza!

Se echó a reír, repentinamente lleno de vitalidad. Bowgentle estaba asombrado.

—Conde Brass… ¡pero si os creía a un paso de la muerte!

—Y lo estaba, Bowgentle…, pero ahora he regresado, como veis. He recorrido un largo camino desde las puertas de la muerte. ¿Cómo anda el asedio, Hawkmoon?

—Mal para nosotros, conde Brass, pero me atrevo a decir que mejor… ahora que los tres volvemos a estar juntos.

—Ah, Bowgentle, ordenad que me traigan mi armadura. ¿Y dónde está mi espada?

—Conde Brass…, todavía estáis débil…

—En tal caso traedme algo de comer…, una gran cantidad de comida, y me fortificaré mientras hablamos.

Y el conde Brass se levantó de un salto de la cama para abrazar a su hija y a su prometido.

Comieron en el salón, mientras Dorian Hawkmoon le contaba al conde Brass todo lo que le había sucedido desde que abandonara el castillo varios meses atrás. El conde Brass, a su vez, le contó cuáles habían sido sus tribulaciones al tener que enfrentarse a lo que, al parecer, era todo el poderío del Imperio Oscuro. Le contó la última batalla librada por Von Villach y cómo había muerto aquel viejo y valiente soldado, a costa de una veintena de vidas de guerreros del Imperio Oscuro, y cómo él mismo había sido herido, se había enterado de la desaparición de Yisselda, y había perdido la voluntad de vivir.

Oladahn bajó al salón y fue presentado. Dijo que D'Averc estaba gravemente herido pero que, en opinión de Bowgentle, se recuperaría.

Fue una bienvenida agradable y cariñosa, pero nublada por el hecho de que los guardias estaban luchando en las fronteras por sus vidas y que, casi con toda seguridad, combatían en una batalla prácticamente perdida.

El conde Brass ya se había puesto la armadura de bronce y ceñido su enorme espada de combate. Se levantó, dominando a todos los demás con su estatura, y dijo:

—Vamos, Hawkmoon, sir Oladahn…, tenemos que acudir al campo de batalla y conducir a nuestros hombres a la victoria.

—Hace apenas dos horas creía que estabais al borde de la muerte —dijo Bowgentle suspirando —, y ahora os disponéis a participar en la batalla. No estáis bien del todo, señor.

—Mi enfermedad era del espíritu, no de la carne, y eso está curado ahora —rugió el conde Brass—. ¡Caballos! ¡Ordenad que nos traigan los caballos, Bowgentle!

A pesar de que él mismo estaba cansado, Hawkmoon encontró un renovado vigor y siguió los pasos del anciano, saliendo del castillo. Le envió un beso a Yisselda y poco después se encontraban en el patio de armas, montando sobre los caballos que les conducirían al campo de batalla.

Los tres cabalgaron a uña de caballo, avanzando por los caminos secretos que cruzaban las marismas, mientras grandes nubes de flamencos cruzaban el aire sobre sus cabezas y rebaños de caballos salvajes con cuernos se alejaban de su camino. El conde Brass señaló el paisaje con un movimiento del brazo y dijo:

—Vale la pena defender un país como éste con todo lo que tengamos a mano. Vale la pena defender esta paz.

No tardaron en escuchar los sonidos de la batalla, y pronto llegaron al lugar donde las tropas del Imperio Oscuro se lanzaban contra las torres. Y entonces vieron que lo peor había ocurrido.

—Imposible —susurró atónitamente el conde Brass. Pero era cierto.

Las torres habían caído. Todas se habían convertido en un montón de escombros.

Ahora, los supervivientes estaban siendo rechazados, aunque seguían combatiendo con valentía.

—Esto significa la caída de Camarga —dijo el conde Brass con el tono de voz de un anciano.

El Bastón Rúnico
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