7. Encuentro en una taberna

—¡Deteneos, Hawkmoon, por el amor del Bastón Rúnico! ¡Deteneos, hombre! ¡Estáis poseído!

D'Averc, más preocupado que nunca, tiró de la manga de Hawkmoon mientras él seguía azuzando a las jadeantes bestias. El carruaje, que no se había detenido desde hacía varias horas, había cruzado dos ríos sin aminorar la marcha, y ahora cruzaba un bosque cuando estaba a punto de caer la noche. Podría chocar contra un árbol en cualquier momento, matándoles a todos. Hasta los poderosos felinos estaban cansados, a pesar de lo cual Hawkmoon seguía fustigándolos sin piedad. —¡Hawkmoon! ¡Estáis loco! —¡He sido traicionado! —exclamó éste—. ¡Traicionado! Tenía la salvación de Camarga en esas alforjas, y el Guerrero de Negro y Oro las ha robado. Me ha engañado. Me ha entregado una chuchería con poderes limitados a cambio de una máquina con poderes casi ilimitados para mis propósitos. ¡Adelante, bestias, adelante!

—Dorian, escúchalo. ¡Nos vas a matar a todos! —le pidió Yisselda con lágrimas en los ojos—. Te vas a matar tú mismo… y entonces, ¿cómo ayudarás al conde Brass y a Camarga?

El carruaje dio en esos momentos un gran salto en el aire y descendió a tierra con un gran crujido. Un vehículo normal no habría podido soportar un choque como aquel, que conmocionó brutalmente a todos los pasajeros. —¡Dorian! Os habéis vuelto loco. El Guerrero no nos traicionaría. Nos ha ayudado.

Quizá se vio superado por los hombres del Imperio Oscuro…, y fueron ellos los que le robaron las alforjas.

—No…, percibí una sensación de traición cuando abandonó los establos. Ahora ha desaparecido…, y con él se ha llevado el regalo que me hizo Rinal.

Pero su cólera y estupefacción empezaban a disminuir y ya no siguió azuzando los flancos de las agotadas bestias.

La marcha del carruaje disminuyó poco a poco, a medida que las cansadas bestias, al no verse estimuladas por el látigo, fueron dando paso a su instinto por descansar.

D'Averc cogió las riendas de manos de Hawkmoon y el joven duque no se resistió, limitándose a desplomarse sobre el fondo del carruaje y a hundir la cabeza entre las manos.

D'Averc detuvo por fin a las bestias, que de inmediato se dejaron caer al suelo, jadeando ruidosamente.

Yisselda le acarició el pelo a Hawkmoon.

—Dorian…, todo lo que Camarga necesita es que regreséis con vida. No sé de qué otra cosa hablabais, pero estoy segura de que no nos habría servido. Y tenéis el Amuleto Rojo. Seguramente, eso os será de alguna ayuda.

Ya se había hecho de noche, y la luz de la luna caía a través de una maraña de ramas de árboles. D'Averc y Oladahn bajaron del carruaje, frotándose los doloridos cuerpos y fueron a buscar leña para encender un fuego.

Hawkmoon levantó la mirada. La luz de la luna iluminó su pálido rostro y la joya negra incrustada en su frente. Miró a Yisselda con ojos melancólicos, aunque sus labios intentaron sonreír.

—Os agradezco la fe que habéis depositado en mí, Yisselda, pero me temo que se necesitará algo más que un Dorian Hawkmoon para ganar la lucha entablada contra el Imperio Oscuro, y la perfidia de ese Guerrero me ha desesperado aún más…

—No existe la menor prueba de esa perfidia, querido mío.

—No…, pero sabía instintivamente que tenía la intención de abandonarnos, llevándose la máquina consigo. Él también se dio cuenta de lo que yo pensaba. No me cabe la menor duda de que ahora posee esa máquina y que ya está muy lejos de nosotros. No creo que se la haya llevado para ningún propósito innoble. Posiblemente, su propósito tiene mayor importancia que el mío, pero no por eso puedo justificar sus acciones. Me ha engañado.

Me ha traicionado.

—Si está al servicio del Bastón Rúnico, puede saber más que vos mismo. Es posible que quiera preservar esa máquina, que incluso sea peligrosa para vos.

—No tengo la menor prueba de que esté al servicio del Bastón Rúnico. Por lo que sé, también podría estar al servicio del Imperio Oscuro y yo no habría sido más que su instrumento.

—Creo que abrigas excesivas sospechas, amor mío.

—Me he visto obligado a pensar así —replicó Hawkmoon con un suspiro—. Y así seguiré pensando hasta que Granbretan haya sido de rrotada o yo haya sido destruido.

La estrechó entre sus brazos, ocultando la cabeza entre su pelo, y aquella noche se quedó durmiendo así.

A la mañana siguiente la luz del sol era muy brillante, a pesar de la frialdad del aire. El tenebroso estado de ánimo de Hawkmoon había desaparecido gracias a una noche de profundo sueño, y todos ellos parecían estar de mucho mejor humor. Todos se sintieron famélicos, incluidas las bestias mulantes, cuyas lenguas colgaban de los belfos y cuyos ojos miraban con glotonería y ferocidad. A primeras horas de la mañana, Oladahn se había confeccionado un arco y unas flechas y se había marchado, perdiéndose en lo más profundo del bosque en busca de caza.

D'Averc tosió teatralmente mientras se limpiaba el enorme casco de oso con un trozo de ropa que había encontrado en el fondo del carruaje.

—Este aire occidental no le sienta nada bien a mis pulmones —dijo—. Preferiría volver a estar en el este, quizá en Asiacomunista, donde, según he oído decir, existe una noble civilización. Quizá una civilización de esa clase apreciaría mis talentos y me nombraría para algún elevado cargo. —¿Ya habéis abandonado toda esperanza de recibir alguna recompensa por parte del rey–emperador? —le preguntó Hawkmoon con una sonrisa burlona.

—La recompensa que obtendría es la misma que os ha prometido a vos —contestó D'Averc tristemente—. Si ese condenado piloto no hubiera vivido…, y no me hubieran visto luchar a vuestro lado en el castillo… No, amigo Hawkmoon, en lo que respecta a Granbretan, me temo que debo considerar mis ambiciones con todo realismo.

Entonces apareció Oladahn, tambaleándose bajo el peso de dos ciervos, uno sobre cada hombro. Todos se abalanzaron hacia él.

—Dos piezas con dos disparos —dijo con orgullo—. Y eso que hice las flechas apresuradamente.

—Ni siquiera vamos a poder comernos una, y mucho menos dos —comentó D'Averc.

—Hay que pensar en las bestias —observó Oladahn—. Necesitan alimentarse, ya que, en caso contrario, se alimentarán con nosotros antes de que termine el día, con Amuleto Rojo o sin él.

Descuartizaron el ciervo más pesado y se lo arrojaron a los felinos mutantes, que devoraron la carne con rapidez, gruñendo suavemente. Después, prepararon una hoguera en la que poder asar el segundo ciervo.

Cuando finalmente se encontraron todos comiendo, Hawkmoon suspiró y sonrió.

—Dicen que la buena comida desvanece todas las preocupaciones —dijo—, pero no me lo había creído hasta ahora. Me siento como nuevo. Es la primera buena comida que he tomado desde hace varios meses. Venado recién muerto y comido en los bosques…, ¡ah, qué placer!

D'Averc, que se chupaba los dedos con gesto de fastidio, y que había comido una gran cantidad de carne, aunque con aparente delicadeza, comentó:

—Admiro una salud como la vuestra, Hawkmoon. Quisiera tener vuestro mismo apetito.

—Y yo desearía tener el vuestro —rió Oladahn—, puesto que habéis comido suficiente para pasaros una semana sin probar bocado.

D'Averc le miró con una expresión de reprobación.

Yisselda, que todavía estaba envuelta únicamente en la capa de Hawkmoon, se estremeció ligeramente y dejó el hueso que había estado royendo.

—Me pregunto si no podríamos buscar una ciudad en cuanto pudiéramos —dijo—.

Podría comprar algunas cosas…

—Desde luego, Yisselda —se apresuró a decir Hawkmoon, algo desconcertado—, aunque será difícil… Si los guerreros del Imperio Oscuro abundan por estos territorios, será mucho mejor continuar más hacia el sur y el oeste, en dirección a Camarga. Quizá podamos encontrar una ciudad en Carpatia. En estos momentos, debemos estar a punto de atravesar sus fronteras.

D'Averc señaló con el pulgar hacia el carruaje y las bestias.

—No creo que nos recibieran muy bien si llegáramos a la ciudad montados en esa cosa tan inverosímil —observó—. Quizá uno de nosotros podría acercarse a algún pueblo…

Pero, entonces, ¿qué utilizaríamos como dinero?

—Tengo el Amuleto Rojo —dijo Hawkmoon—. Lo podríamos vender…

—Tonterías —le interrumpió D'Averc repentinamente serio, mirándole con ojos muy brillantes—. Ese amuleto significa vuestra vida… y la nuestra. Es nuestra única protección, el único medio de que disponemos para controlar a esas bestias. Me parece que no es el amuleto lo que odiáis, sino la responsabilidad que implica.

—Es posible —dijo Hawkmoon encogiéndose de hombros—. Quizá haya sido una tontería por mi parte el sugerirlo. Sin embargo, esta cosa sigue sin gustarme. Yo he visto lo que vos no habéis visto…, lo que había hecho con un hombre que lo llevó durante treinta años.

—Amigos, no hay necesidad de discutir todo eso, puesto que me he anticipado a vuestras necesidades y mientras os dedicabais a libraros con gran ferocidad de nuestros enemigos en el salón del dios Loco, les quité unos pocos ojos a los hombres del Imperio Oscuro… —¡Ojos! —exclamó Hawkmoon con un gesto de repulsión, aunque se relajó y sonrió en cuanto Oladahn extendió la palma de la mano, sobre la que había un puñado de joyas que le había quitado a las máscaras de los granbretanianos.

—Bien —dijo D'Averc—, necesitarnos provisiones desesperadamente, y lady Yisselda necesita ropas. ¿Quién de nosotros llamaría menos la atención si entrara en una ciudad de Carpatia?

—Vos, desde luego —contestó Hawkmoon dirigiéndole una mirada sardónica—, siempre y cuando os quitéis esos accesorios característicos del Imperio Oscuro. Porque, como ya habréis observado, esta joya negra que llevo en la frente hace que sea muy fácil reconocerme, lo mismo que sucede con Oladahn debido a su rostro peludo. Pero seguís siendo mi prisionero…

—Me siento ofendido, duque Dorian. Creía que éramos aliados…, que estábamos unidos en contra de un enemigo común, unidos por la sangre, por habernos salvado la vida mutuamente…

—Por lo que yo recuerdo, vos no habéis salvado la mía.

—Bueno, supongo que no de un modo específico. Sin embargo…

—Y no estoy dispuesto a entregaros un puñado de joyas y a dejaros en completa libertad —siguió diciendo Hawkmoon, añadiendo en un tono algo más sombrío—:

Además, hoy no estoy como para confiar en nadie.

—Os daría mi palabra, duque Dorian —dijo D'Averc con naturalidad, aunque la mirada de sus ojos se endureció ligeramente.

Hawkmoon frunció el ceño.

—Ha demostrado ser nuestro amigo a lo largo de varios combates —comentó Oladahn con suavidad.

—Disculpadme, D'Averc —dijo finalmente Hawkmoon—. Muy bien, en cuanto lleguemos a Carpatia, os encargaréis de comprar todo lo que necesitemos.

—Este condenado aire —dijo D'Averc al tiempo que tosía —. Me va a matar.

Continuaron la marcha, con los felinos avanzando a un paso algo más suave que el día anterior, a pesar de lo cual progresaban a una velocidad mucho mayor que sobre cualquier caballo. Hacia el mediodía dejaron atrás el gran bosque y por la noche vieron en la distancia las montañas de Carpatia. Casi al mismo tiempo. Yisselda señaló hacia el norte, indicando las diminutas figuras de unos jinetes que se aproximaban hacia ellos.

—Nos han visto —dijo Oladahn—, y parece que tienen la intención de dirigirse en ángulo hacia nosotros para cortarnos el paso.

Hawkmoon hizo restallar el látigo sobre los flancos de las enormes bestias que tiraban del carruaje.

—Son jinetes del Imperio Oscuro…, no me cabe la menor duda. Si no me equivoco, pertenecen a la orden de la Morsa.

—El rey–emperador debe de estar planeando una invasión de Ucrania en toda regla —comentó Hawkmoon—. Ninguna otra razón explica la presencia por esta zona de tantos grupos de guerreros del Imperio Oscuro. Eso significa que, casi con toda seguridad, ha consolidado sus conquistas más al oeste y al sur.

—A excepción de Camarga, espero —dijo Yisselda.

La carrera continuó y los jinetes se fueron acercando cada vez más, ya que cabalgaban describiendo un ángulo con respecto al curso seguido por el carruaje. Hawkmoon sonrió burlonamente, permitiendo que los jinetes creyeran que iban a alcanzarles.

—Prepara tu arco, Oladahn —dijo—. Aquí tenéis una oportunidad para practicar el tiro al blanco.

Cuando se acercaron los jinetes, que llevaban unas grotescas máscaras de morsa hechas de ébano y marfil, Oladahn tensó el arco y disparó una flecha. Un jinete cayó de la silla y unas cuantas jabalinas surcaron el aire en dirección al carruaje, aunque se quedaron cortas. Otros tres miembros de la orden de la Morsa murieron a consecuencia de las flechas lanzadas por Oladahn, antes de que el carruaje les dejara atrás y los felinos arrastraran su carga hacia las primeras colinas que daban paso a las montañas de los Cárpatos.

Dos horas más tarde se hizo de noche y decidieron que podían acampar sin peligro.

Tres días más tarde contemplaron la ladera rocosa de una montaña, y se dieron cuenta de que se verían obligados a abandonar tanto a las bestias como el carruaje, si es que querían atravesar la cadena montañosa. Tendrían que seguir el viaje a pie; no había ninguna otra alternativa.

El terreno se había hecho cada vez más difícil para los felinos mulantes, y la falda de la montaña que tenían delante les imposibilitaba remontarla arrastrando al mismo tiempo el carruaje. Habían intentado encontrar un paso, e incluso habían desperdiciado dos días en esa tarea, pero no lo había.

Por otro lado, si estaban siendo perseguidos, no tardarían en darles alcance. A ninguno de ellos le cabía la menor duda de que Hawkmoon había sido reconocido como el hombre a quien el rey–emperador había jurado destruir. Por lo tanto, los guerreros del Imperio Oscuro, deseosos de alcanzar méritos a los ojos de su amo, estarían buscándole ávidamente.

De modo que empezaron a subir, tambaleándose, la abrupta cara de la montaña, dejando atrás a las bestias, a las que previamente habían dejado sueltas.

Cuando se encontraban cerca de una plataforma que parecía extenderse a cierta distancia, rodeando la montaña, y ofreciendo así un paso relativamente más fácil, escucharon el estruendo de las armas y de los cascos de caballos. Al volverse, vieron a los jinetes con máscaras de morsa que les habían perseguido días antes en la llanura y que ahora se encontraban algo más abajo.

—Sus jabalinas pueden alcanzarnos a esta distancia —dijo D'Averc con una mueca—.

Y aquí no podemos cubrirnos.

—Todavía podemos hacer una cosa —dijo Hawkmoon sonriendo enigmáticamente.

Después elevó la voz y gritó—: A ellos, mis bestias… ¡Matadlos! ¡Obedecedme, en nombre del amuleto!

Los felinos mulantes giraron sus siniestros ojos hacia los recién llegados, que se sentían tan contentos al ver que sus víctimas se hallaban tan cerca, que no se habían dado cuenta de la presencia de las bestias. El jefe del grupo levantó el brazo, dispuesto a lanzar la jabalina.

Y entonces los felinos saltaron hacia ellos.

Yisselda no miró atrás, mientras los gritos de los aterrorizados guerreros llenaban el aire, y los estertores de las víctimas producían ecos entre las tranquilas montañas, a medida que las bestias del dios Loco mataron primero a los guerreros y después los devoraron.

Al día siguiente ya habían cruzado las montañas, llegando a un valle verde y encontrando una pequeña ciudad con casas de tejados rojos que parecía muy pacífica.

D'Averc contempló la ciudad desde lo alto del camino y extendió la mano hacia Oladahn.

—Amigo Oladahn, dadme las joyas, por favor. ¡Por el Bastón Rúnico que me siento desnudo vestido sólo con camisa y pantalones bombacho!

Cogió las joyas, las sopesó en la mano, le dirigió un guiño a Hawkmoon y emprendió el camino de descenso hacia el pueblo.

Los demás se tumbaron sobre la hierba y le observaron bajar silbando y entrar por una calle. Después, desapareció.

Esperaron durante cuatro horas. El semblante de Hawkmoon empezó a adquirir una expresión sombría, y miró resentido a Oladahn, quien se limitó a apretar los labios y encogerse de hombros.

Y entonces reapareció D'Averc. Pero no venía solo. Otros le acompañaban. Hawkmoon se dio cuenta con un estremecimiento que se trataba de hombres del Imperio Oscuro.

Pertenecían a la temible orden del Lobo, la antigua orden del barón Meliadus. ¿Habían reconocido a D'Averc y le habían capturado? Pero no…, al contrario. D'Averc parecía sentirse muy a gusto entre ellos. Hizo movimientos con las manos, giró sobre sí mismo y empezó a subir la colina hacia donde ellos estaban ocultos, llevando un gran bulto sobre la espalda. Hawkmoon no supo qué hacer, pues las máscaras de lobo regresaron al pueblo, permitiendo que D'Averc siguiera solo su camino.

—D'Averc sabe hablar muy bien —comentó Oladahn con una sonrisa burlona—. Tiene que haberles convencido de que no es más que un inocente viajero. Sin duda alguna, el Imperio Oscuro aún sigue una política de suave aproximación a los habitantes de Carpatia.

—Quizá —concedió Hawkmoon, aunque no convencido del todo.

Cuando D'Averc llegó donde ellos se encontraban, dejó el bulto en el suelo y lo abrió, poniendo al descubierto algunas camisas y un par de pantalones, así como una serie de alimentos…, quesos, pan, salsas, carne fría. Después, le entregó a Oladahn la mayor parte de las joyas que éste le había dado.

—He comprado todo esto a un precio relativamente barato —dijo. Después, al ver la expresión de Hawkmoon, frunció el ceño—. ¿Qué os sucede, duque Dorian? ¿No estáis satisfecho? Siento no haberle podido traer vestidos a lady Yisselda, pero los pantalones y la camisa le irán muy bien.

—Allí había hombres del Imperio Oscuro —dijo Hawkmoon, señalando el pueblo con el pulgar—. Y parecíais mantener con ellos unas relaciones muy amistosas.

—Estaba preocupado, lo admito —dijo D'Averc—, pero al parecer son muy precavidos con el empleo de la violencia. Están en Carpatia para convencer a sus habitantes de los beneficios de someterse al gobierno del Imperio Oscuro. Al parecer, el rey de Carpatia ha hospedado a uno de sus nobles. Es la técnica habitual… El oro antes que la violencia. Me hicieron unas pocas preguntas, pero no se mostraron indebidamente suspicaces. Me dijeron que estaban combatiendo en Shekia, y que ya habían sometido a casi todo el país, a excepción de una o dos ciudades clave. —¿No les habéis dicho nada de nosotros? —preguntó Hawkmoon.

—Pues claro que no.

Medio satisfecho, Hawkmoon se relajó un poco.

D'Averc tomó la ropa en la que había liado todo lo demás.

—Mirad…, cuatro capas con capucha, iguales que las que suelen llevar los hombres santos por estos lares. Nos ocultarán el rostro lo suficiente. Me han dicho que hay una ciudad más grande a un día de distancia hacia el sur. Es una ciudad donde comercian con caballos. Mañana podremos estar allí y compraremos corceles. ¿No os parece una buena idea?

—Sí —admitió Hawkmoon, asintiendo lentamente con la cabeza—. Necesitamos caballos.

La ciudad se llamaba Zorvanemi, y estaba abarrotada de gentes de todas clases, llegadas especialmente para vender o comprar caballos. Había grandes corrales en las afueras de la ciudad, y en ellos divisaron caballos de todas clases, desde magníficos sementales, hasta caballos de tiro.

Llegaron al anochecer, demasiado tarde como para comprar nada, y se alojaron en una posada situada en uno de los extremos de la ciudad, cerca de los corrales, con la intención de comprar lo que necesitaban a primeras horas de la mañana siguiente y marcharse de allí. Vieron pequeños grupos de soldados del Imperio Oscuro, esparcidos por aquí y por allá, pero ninguno de ellos prestó la menor atención al pequeño grupo de religiosos, envueltos en sus capuchas, que deambulaban entre la gente; había otros religiosos en la ciudad, procedentes de los diversos monasterios cercanos a ella, de modo que pasaron totalmente desapercibidos.

Sentados al calor de la sala pública de la posada, pidieron vino y comida, y consultaron un mapa que habían comprado, hablando en voz baja y discutiendo sobre la mejor ruta a seguir para llegar al sur de Francia.

Algo más tarde se abrió la puerta de la posada y en la sala penetró el aire frío de la noche. Por encima de los sonidos de la conversación y de las risotadas ocasionales de los parroquianos, escucharon el tono áspero de un hombre que pedía vino a gritos para él y sus camaradas, y que sugirió al posadero que les encontrara también algunas mujeres.

Hawkmoon levantó la vista y se puso inmediatamente en guardia. Los soldados que acababan de entrar pertenecían a la orden del Oso, aquélla a la que había pertenecido D'Averc. A la débil luz de la sala tenían exactamente el aspecto de los animales que representaban sus máscaras. Con sus cuerpos robustos y cubiertos por la armadura, y los pesados cascos sobre las cabezas, como si de pronto una gran cantidad de osos hubiera aprendido a hablar y a caminar sobre sus patas traseras.

El posadero se mostró evidentemente nervioso, se aclaró varias veces la garganta y les preguntó qué vino preferían.

—Que sea fuerte y abundante —espetó el jefe —. Y lo mismo con las mujeres. ¿Dónde están vuestras mujeres? Espero que sean más hermosas que vuestros caballos. Vamos hombre, daos prisa. Nos hemos pasado todo el día comprando caballos, contribuyendo así a la prosperidad de esta ciudad… Ahora nos debéis un favor.

Evidentemente, aquellos soldados estaban allí con la misión de comprar caballos para las tropas del Imperio Oscuro…, destinados probablemente a los que se dedicaban a conquistar Shekia, que estaba justo al otro lado de las fronteras.

Hawkmoon, Yisselda, Oladahn y D'Averc se cubrieron mejor los rostros con las capuchas, y se dedicaron a beber su vino, sin levantar las miradas.

La sala pública estaba siendo servida por tres criadas y dos hombres, así como por el propio posadero. Cuando una de ellas pasó junto a los soldados, uno de éstos la agarró por la cintura y le apretó el hocico de su máscara contra la mejilla.

—Dale un beso a un viejo cerdo, muchacha —rugió.

Ella se retorció, tratando de liberarse, pero el hombre la sujetó con firmeza. Un gran silencio, cargado de tensión, se extendió por toda la sala.

—Sal ahí fuera conmigo —siguió rugiendo el jefe de los soldados—. Estoy en celo. —¡Oh, no, por favor, dejadme! —balbuceó la mujer—. Voy a casarme la semana que viene.

—A casarte, ¿eh? —replicó el soldado con grandes risotadas—. Pues voy a enseñarte un par de cosas para que se las enseñes después a tu marido.

La joven gritó y siguió resistiéndose. En la taberna no se movió nadie.

—Vamos —rugió el soldado—. Ahí fuera…

—No —sollozó la muchacha—. No lo haré hasta casarme… —¿Eso es todo? —rió el de la máscara de oso—. Bueno, entonces me casaré contigo…, si es eso lo que quieres. —De repente, se volvió y miró fieramente a los cuatro que estaban sentados entre las sombras—.

Sois religiosos, ¿verdad? Uno de vosotros puede casarnos.

Antes de que Hawkmoon y los demás se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo, el soldado había agarrado por la muñeca a Yisselda, que estaba sentada en un extremo del banco, obligándola a levantarse.

—Casadnos ahora mismo, hombre santo o… ¡Por el Bastón Rúnico! ¿Qué clase de religioso sois?

La capucha de Yisselda se había caído hacia atrás, poniendo al descubierto su maravillosa mata de pelo.

Hawkmoon se levantó. Ya no se podía hacer nada más, excepto luchar. Oladahn y D'Averc también se incorporaron.

Los tres desenvainaron las espadas simultáneamente, que hasta entonces habían mantenido ocultas entre sus ropas. Se lanzaron en seguida contra los guerreros, gritándoles a las mujeres que se alejaran.

Los soldados de la orden del Oso estaban medio borrachos y se vieron sorprendidos, mientras que los tres compañeros estaban muy serenos. Esa fue su única ventaja. La espada de Hawkmoon se deslizó entre el peto y la gorguera del jefe y le mató antes de que éste pudiera desenvainar su arma. Oladahn golpeó las piernas desprotegidas de otro de ellos, y D'Averc casi logró cortarle la mano a uno que se había quitado los guanteletes.

Después, lucharon, avanzando y retrocediendo por el piso de la taberna, mientras los hombres y las mujeres se dirigían apresuradamente hacia la escalera y las puertas, asomándose muchos de ellos a la galería superior para contemplar la lucha.

Debido a la falta de espacio para combatir a espada en aquella estrecha sala, Oladahn prefirió lanzarse sobre la espalda de uno de los soldados, que le arrastró hacia la escalera. Hawkmoon, por su parte, se defendía desesperadamente contra un hombre que blandía un hacha enorme y que, cada vez que fallaba, hacía trizas los enormes bancos y mesas de madera.

Impedido en sus movimientos por la capa, Hawkmoon trataba de desembarazarse de ella al mismo tiempo que detenía y esquivaba los golpes del hacha. Dio un paso hacia un lado, se enredó con los pliegues de la capa y cayó al suelo. El hachero levantó el hacha, dispuesto a descargar el golpe fatal.

Hawkmoon rodó sobre sí mismo justo a tiempo, en el instante en que el hacha descendía y le atravesaba la capa. El joven se incorporó rápidamente haciendo dar un giro a su mano armada. La espada golpeó con fuerza la nuca del hachero. El hombre lanzó un gemido y cayó de rodillas, perplejo. Hawkmoon le pegó una patada a la máscara, revelando un rostro enrojecido, retorcido y abierto en un gesto de sorpresa. Hawkmoon le introdujo la hoja en lo más profundo del cuello, cortándole la yugular. Un gran chorro de sangre brotó del casco abierto. Hawkmoon retiró la espada y el casco cayó sobre la cabeza, cerrándose.

Cerca de él, Oladahn forcejeaba con su enemigo, que le había agarrado ahora un brazo y trataba de sacárselo de la espalda. Hawkmoon saltó hacia él y agarrando la espada con ambas manos le hundió la punta en el vientre, atravesando la armadura, el cuero y la carne. El hombre lanzó un grito y se desmoronó sobre el suelo, donde quedó, retorciéndose.

Después, actuando juntos, Oladahn y Hawkmoon atacaron por la espalda al enemigo de D'Averc, golpeándole con ambas espadas hasta que no tardó en quedar tendido en el suelo, también muerto.

No les quedaba más que terminar con el hombre de la mano cortada, que estaba echado en el suelo, apoyado contra un banco, llorando y tratando de sostenerse la mano en su sitio.

Jadeante, Hawkmoon se volvió y contempló la carnicería que habían hecho en la taberna.

—No ha sido una mala noche de trabajo para unos religiosos como nosotros —comentó burlonamente.

—Quizá haya llegado el momento de cambiar nuestros disfraces por algo más apropiado —replicó D'Averc pensativamente—. ¿Qué queréis decir?

—Tenemos aquí suficientes armaduras de oso como para disfrazarnos los cuatro, sobre todo porque yo todavía conservo la mía. Además, hablo el lenguaje secreto de la orden del Oso. Con un poco de suerte podremos continuar nuestro viaje disfrazados como aquellos a los que más tememos…, como hombres del Imperio Oscuro. Creo que todos hemos estado reflexionando sobre la mejor forma de cruzar los países donde Granbretan ha consolidado sus conquistas. Pues bien…, aquí tenemos la respuesta.

Hawkmoon pensó con rapidez. La sugerencia de D'Averc era atrevida, pero contaba con buenas posibilidades, sobre todo porque el propio D'Averc conocía el ritual de la orden.

—De acuerdo —admitió—, quizá tengáis razón, D'Averc. Así podremos viajar por donde las tropas del Imperio Oscuro son más numerosas y llegar antes a Camarga. Muy bien, lo haremos.

Empezaron a despojar a los cadáveres de sus armaduras.

—Podemos estar tranquilos en cuanto al silencio del posadero y de las gentes de la ciudad —dijo D'Averc—, ya que no estarán dispuestos a admitir que aquí se mató a seis guerreros del Imperio Oscuro.

Oladahn les contempló mientras ambos trabajaban, cuidándose el brazo que le habían retorcido.

—Es una lástima —dijo con suspiro—. Éste ha sido un éxito que debería ser recordado.

El Bastón Rúnico
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