9. El templo de Batach Gerandiun
Hawkmoon y D'Averc empezaron a escalar los muros de Starvel, llevando cada uno de ellos varias dagas colgando de los cinturones.
Hawkmoon iba el primero. Sostenía la empuñadura de una daga envuelta en ropa y buscaba una grieta en la piedra. Una vez que la encontraba insertaba en ella la hoja y después la empujaba con fuerza hasta el fondo, rezando para que nadie le oyera desde arriba y para que el puñal así dispuesto sostuviera su peso.
Poco a poco, fueron subiendo por el muro, tanteando la resistencia de las dagas a medida que lo hacían. De pronto, Hawkmoon sintió que cedía la daga en la que apoyaba uno de los pies, y tuvo que sujetarse con la mano a la que acababa de insertar por encima de la cabeza, que también empezaba a desprenderse. Desesperado, tomó otra daga del cinturón, encontró una grieta e introdujo en ella el arma, aguantándose en ella, justo en el instante en que caía la que tenía en los pies. Escuchó un débil tintineo cuando el arma chocó contra el empedrado de la calle, unos veinte metros más abajo. Se quedó allí colgado, incapaz de retroceder o avanzar, hasta que D'Averc logró introducir otra daga en la grieta que había fallado. Finalmente, Hawkmoon respiró aliviado. Ahora ya estaban cerca del borde superior de la muralla. Sólo les faltaban un par de metros… y no tenían ni la menor idea de lo que les esperaba en la muralla o al otro lado. ¿Serían inútiles todos sus esfuerzos? ¿Estaría Bewchard muerto? Pero no era el momento para pensar en aquellas cosas.
Hawkmoon siguió subiendo con mayor precaución a medida que se acercaba al borde de la muralla. Escuchó unos pasos por encima de su cabeza y supo que un guardia pasaba por allí en aquellos momentos. Se detuvo. Sólo le faltaba colocar una daga más y llegaría a la parte superior del muro. Miró hacia abajo y vio el rostro de D'Averc, sonriéndole burlonamente a la luz de la luna. Los pasos se apagaron en la distancia y él continuó introduciendo la daga.
Después, justo en el instante en que se elevaba hacia el borde, los pasos regresaron, aunque moviéndose ahora con mayor rapidez que antes. Hawkmoon miró hacia arriba…, directamente al rostro asombrado del pirata que se asomaba.
En aquel instante, Hawkmoon se jugó el todo por el todo. Dio un salto hacia el borde del muro, se agarró a él en el momento en que el pirata desenvainaba su espada, se aupó hacia arriba a pulso y golpeó al hombre en las piernas con toda su fuerza.
El pirata abrió la boca, atónito, trató de recuperar el equilibrio y después cayó sin hacer ruido.
Jadeante, Hawkmoon se asomó sobre la muralla y ayudó a D'Averc a subir. Dos guardias más se acercaban corriendo.
Hawkmoon se incorporó, desenvainó la espada y se preparó para enfrentarse a ellos.
Las espadas chocaron, pero el intercambio de estocadas entre los dos piratas y Hawkmoon y D'Averc fue breve, pues los dos amigos no tenían tiempo que perder y se sentían desesperados. Casi al mismo tiempo, sus espadas buscaron los corazones de sus contrincantes, mordieron la carne y se retiraron de un tirón. Y casi al mismo tiempo, los dos guardias se desmoronaron y quedaron inmóviles.
Hawkmoon y D'Averc miraron a uno y otro lado de la muralla. Al parecer, aún no habían sido detectados por los demás. Hawkmoon señaló una escalera que descendía al suelo. D'Averc asintió y ambos descendieron por ella con suavidad y toda la rapidez que se atrevieron, confiando en que nadie subiera por allí.
Abajo, todo estaba oscuro y tranquilo. Parecía una ciudad de los muertos. Allá lejos, en el centro de Starvel, brilló un fanal, pero todo lo demás estaba oscuro, a excepción de alguna pequeña luz que se escapaba por las contraventanas o por las grietas de las puertas.
Al acercarse más al suelo, escucharon unos pocos sonidos procedentes de las casas: eran las risotadas propias de una juerga. Una puerta se abrió mostrando una estancia abarrotada de hombres borrachos. Un pirata salió tambaleándose y lanzando una maldición. El hombre cayó de bruces sobre el empedrado. La puerta se cerró y el pirata permaneció en el suelo, inmóvil.
Los edificios de Starvel eran mucho más sencillos que los existentes al otro lado de las murallas. No mostraban la rica decoración de las casas de Narleen y, de no haberlo sabido, Hawkmoon habría podido pensar que aquella parte de la ciudad era la más pobre.
Pero Bewchard le había dicho que los piratas sólo hacían ostentación de su riqueza en sus barcos, así como en el templo de Batach Gerandiun, donde se decía que estaba la Espada del Amanecer.
Avanzaron cautelosamente por las calles, con las espadas preparadas. Aun suponiendo que Bewchard estuviera vivo, no tenían ni la menor idea del lugar donde le tenían prisionero. No obstante, algo pareció atraerles hacia el fanal que brillaba en el centro de la ciudad.
Cuando ya se hallaban cerca de la luz escucharon de pronto el sonoro estampido de un tambor, cuyos ecos se extendieron por las calles oscuras y vacías. A continuación escucharon el sonido de pasos precipitados y poco después el tamborileo de los cascos de los caballos. —¿Qué ha sido eso? —preguntó D'Averc en susurros. Asomó cautelosamente la cabeza para mirar y después retrocedió con precipitación—. ¡Vienen hacia nosotros! —exclamó—. ¡Atrás!
Las luces de las antorchas empezaron a iluminar las calles y enormes sombras se extendieron por ellas, delante de donde ellos se encontraban. Hawkmoon y D'Averc retrocedieron hacia la oscuridad y poco después veían pasar ante ellos una procesión.
Iba dirigida por el propio Valjon, cuyo rostro pálido aparecía rígido.
Los ojos miraban directamente al frente mientras cabalgaba a paso lento por las calles, en dirección al lugar donde brillaba el fanal. Tras él avanzaban varios hombres con tambores que golpeaban con un ritmo lento y monótono, seguidos por otro grupo de jinetes armados, todos ellos ricamente ataviados. Sin duda alguna, se trataba de los otros lores de Starvel. Todos ellos mostraban expresiones muy serias y montaban en las sillas con actitudes rígidas y erguidas, como estatuas. Pero lo que más llamó la atención de los dos hombres fue lo que apareció detrás de estos piratas a caballo.
Porque allí estaba Bewchard.
Tenía los brazos y las piernas extendidos sobre un gran armazón de hueso de ballena doblado, fijado hacia arriba sobre una plataforma redonda que era tirada por seis caballos, conducidos por piratas que portaban librea. Estaba pálido, y su cuerpo desnudo aparecía cubierto de sudor. Era evidente el gran dolor que sufría, pero tenía los dientes fuertemente apretados. Sobre su torso se habían pintado extraños símbolos y también mostraba marcas similares en las mejillas. Tenía los músculos tensos, debido a los esfuerzos que hacía por liberarse de las cuerdas que le ataban los tobillos y las muñecas.
Pero estaba muy bien atado.
D'Averc hizo un movimiento, con la intención de avanzar hacia él, pero Hawkmoon lo contuvo.
—No —susurró—. Sigámosles. Es posible que más tarde tengamos una mejor oportunidad de salvarle.
Dejaron pasar el resto de la procesión y después la siguieron con cautela. El grupo se movió con lentitud hasta que llegó a una amplia plaza iluminada por un gran fanal situado sobre la puerta de entrada a un edificio alto de arquitectura extraña y asimétrica, que parecía haber sido formado casi de modo natural a base de alguna materia vitrea y volcánica. Se trataba de una construcción de aspecto siniestro.
—No cabe la menor duda de que eso es el templo de Batach Gerandiun —murmuró Hawkmoon—. Me pregunto por qué lo llevarán ahí dentro.
—Descubrámoslo —dijo D'Averc.
La procesión se introdujo en el templo. Los dos amigos cruzaron sigilosamente la plaza y se acurrucaron entre las sombras, cerca de la puerta, que estaba medio abierta. Al parecer, no la tenían vigilada. Quizá los piratas creyeran que nadie se atrevería a entrar en aquel lugar a menos que tuviera derecho a hacerlo.
Hawkmoon miró a su alrededor para comprobar que nadie les observara y después se situó junto a la puerta y la abrió con lentitud. Se encontró en un pasillo oscuro. Desde un rincón llegaba un brillo rojizo y el sonido de unos cánticos. Con D'Averc pisándole los talones, Hawkmoon avanzó con cautela por el pasillo.
Se detuvo antes de llegar al recodo. Un extraño olor le llegó a las narices. Era un olor nauseabundo que le pareció al mismo tiempo familiar y desconocido. Se estremeció y retrocedió un paso. El rostro de D'Averc se contrajo en un acceso de náuseas. —¡Puaj! ¿Qué es eso?
—Hay algo en ese olor… —dijo Hawkmoon sacudiendo la cabeza—. Es como el de la sangre, pero no se trata simplemente de sangre.
D'Averc tenía los ojos muy abiertos y no dejaba de mirar a Hawkmoon. Parecía a punto de sugerir que siguieran avanzando, pero entonces cuadró los hombros y apretó con mayor fuerza la empuñadura de su espada. Se quitó el pañuelo que llevaba alrededor del cuello y se lo apretó contra las narices y los labios, con un gesto ostentoso que a Hawkmoon le pareció muy natural en él y que le hizo sonreír. A pesar de todo, imitó el ejemplo de su amigo y se llevó su pañuelo al rostro.
Después, avanzaron de nuevo, doblando la esquina del pasillo.
La luz se hizo más brillante. Era una radiación rosada, no muy distinta del color de la sangre fresca. Emanaba de una puerta abierta situada en el extremo del pasillo, y parecía latir al ritmo de los cantos, que ahora se hicieron más fuertes y que contenían una nota de terrible amenaza. El olor nauseabundo también aumentó de intensidad a medida que avanzaban.
Una figura cruzó el espacio del que salía la radiación latente. Hawkmoon y D'Averc se detuvieron en seco, pero no fueron vistos. La silueta se desvaneció y ellos continuaron su avance.
Del mismo modo que aquel olor era un insulto para sus narices, el cántico también empezó a ofender sus oídos. Había en él algo hechicero, algo capaz de ponerles los nervios de punta. Medio cegados por la luz rosada, parecía como si todos sus sentidos estuvieran sometidos a una fuerte agresión. Pero siguieron avanzando hasta que se encontraron a uno o dos pasos de la entrada.
Y entonces pudieron contemplar una escena que les hizo estremecer.
La sala era circular, pero con un techo cuya altura variaba mucho de uno a otro lado: a veces tenía unos pocos metros sobre el suelo, mientras que algo más allá se elevaba hasta desaparecer en la oscuridad llena de humo. En eso se parecía al aspecto exterior que tenía el edificio, que daba la impresión de ser más orgánico que artificial, elevándose y descendiendo de un modo arbitrario por lo que Hawkmoon era capaz de deducir. Las paredes vitreas reflejaban la radiación rosada, de modo que todo el escenario aparecía manchado de rojo.
La luz procedía de un lugar situado muy alto que atrajo la parpadeante mirada de Hawkmoon.
Lo reconoció inmediatamente. Reconoció el objeto que colgaba allí, dominando toda la estancia. Sin duda alguna, era lo que Mygan le había enviado a buscar, lo que le había dicho, con su último aliento, que encontraría allí.
—La Espada del Amanecer —susurró D'Averc —. Ese horrible objeto no puede tener nada que ver con nuestro destino.
El rostro de Hawkmoon se contrajo en una mueca. Se encogió de hombros.
—No es eso por lo que hemos venido aquí. Estamos aquí por él… —dijo, señalando hacia el interior de la estancia.
Debajo de la espada había una docena de figuras, todas ellas atadas a armazones de hueso de ballena y colocadas en semicírculo. No todos los hombres y mujeres que ocupaban los armazones estaban vivos, aunque la mayoría de ellos agonizaban.
D'Averc apartó la vista de aquella escena, pero a pesar de su expresión del más puro horror hizo un esfuerzo por volver a mirar. —¡Por el Bastón Rúnico! —susurró—. Es… es algo bárbaro.
En los cuerpos desnudos se habían practicado pequeños cortes en las venas, y de aquellas venas surgía lentamente la sangre. Todas aquellas personas estaban siendo desangradas hasta morir. Los que aún vivían tenían los rostros retorcidos en expresiones de angustia, y sus forcejeos no hacían más que debilitarles poco a poco, a medida que su sangre goteaba en el estanque que había bajo ellos, excavado en la roca de obsidiana.
En aquel estanque había cosas que se movían y que aparecían en la superficie para lamer la sangre fresca, a medida que ésta goteaba, ocultándose después. Formas oscuras moviéndose en el fondo del gran charco de sangre. ¿Qué profundidad tendría el estanque? ¿Cuántos miles de personas habrían muerto para llenarlo? ¿Qué propiedades peculiares contendría para que la sangre no se coagulara?
Los lores piratas de Starvel se hallaban reunidos alrededor del estanque, cantando y balanceándose, con los rostros levantados hacia la Espada del Amanecer. Bewchard estaba situado directamente debajo de la espada, con el cuerpo tenso sobre el armazón.
Valjon sostenía un cuchillo en la mano y todo indicaba su intención de utilizarlo.
Bewchard le miró con fijeza y desprecio y le dijo algo que Hawkmoon no pudo escuchar.
El cuchillo refulgió como si ya estuviera húmedo de sangre. El tono de los cantos se elevó y a través de ellos pudieron distinguir la voz profunda de Valjon.
—Espada del Amanecer, donde mora el espíritu de nuestro dios y antepasado; Espada del Amanecer, que hiciste invencible a Batach Gerandiun y ganasteis para nosotros todo lo que poseemos; Espada del Amanecer, que hacéis revivir a los muertos, permitís que los vivos sigan con vida, y que obtenéis la luz de la sangre vital de los hombres; Espada del Amanecer, acepta éste, nuestro último sacrificio, en demostración de que seguiremos rindiéndote culto para siempre, pues mientras permanezcáis en el templo de Batach Gerandiun jamás caerá Starvel. Acepta a este enemigo nuestro, a este insolente llamado Pahl Bewchard, perteneciente a esa maldita casta que se llama a sí misma de mercaderes.
Bewchard volvió a decir algo entre los dientes apretados, pero no pudieron escuchar su voz por encima de los cantos histéricos de los demás lores piratas.
El cuchillo empezó a moverse hacia el cuerpo de Bewchard, y Hawkmoon no pudo contenerse por más tiempo. El grito de batalla de sus antepasados acudió automáticamente a sus labios: —¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon!
Al mismo tiempo que gritaba, se lanzó contra aquella especie de fantasmas reunidos allí, junto al nauseabundo estanque de sangre y los terribles seres que lo llenaban, sobre los que se extendían los armazones que contenían a los muertos y moribundos. La espada refulgía en su mano. —¡Hawkmoon! ¡Hawkmoon!
Los lores piratas se volvieron, interrumpiendo de pronto sus cantos. Los ojos de Valjon se abrieron desmesuradamente con una expresión de cólera. Se echó la capa hacia atrás, poniendo al descubierto una espada gemela a la que portaba Hawkmoon. Dejó caer el cuchillo en el estanque de sangre y desenvainó la espada. —¡Estúpido! ¿Acaso no sabéis que ningún extraño que entre en el templo de Batach puede abandonarlo hasta que no se le haya extraído toda la sangre? —¡Será vuestro cuerpo el que se desangre esta noche, Valjon! —gritó Hawkmoon disponiéndose a enviarle una estocada a su enemigo.
Pero, de repente, veinte cuerpos le bloquearon el camino hacia Valjon y veinte espadas se le enfrentaron.
Se lanzó contra ellas, enfurecido, con la garganta agarrotada por el nauseabundo olor procedente del estanque, con los ojos deslumbrados por la luz de la espada, viendo fugazmente a Bewchard, que forcejeaba para liberarse de sus ligaduras. Lanzó una estocada y un hombre murió. Se inclinó y repitió el movimiento, y otro hombre se retrocedió, tambaleándose, hasta caer en el estanque, siendo arrastrado hacia el fondo por lo que hubiera allí. Lanzó un tajo y otro pirata perdió una mano. D'Averc, que se había apresurado a unírsele, también estaba haciendo lo suyo, y entre ambos contenían bien a los piratas.
Durante un rato, pareció como si la furia de ambos fuera capaz de permitirles atravesar la línea de piratas y llegar hasta donde estaba Bewchard. Hawkmoon se abrió paso entre el grupo y logró llegar al borde del terrible estanque lleno de sangre, desde donde intentó cortar las ligaduras de Bewchard, sin dejar por ello de luchar contra los piratas. Pero entonces un pie le resbaló sobre el borde del estanque y el tobillo se le hundió en él.
Sintió que algo le tocaba el pie, algo sinuoso y nauseabundo. Lo retiró con la mayor rapidez posible y se encontró con los brazos bien sujetos por los piratas.
Echó la cabeza hacia atrás y gritó:
—Lo siento, Bewchard… He sido demasiado impetuoso, pero no había tiempo que perder. ¡No había tiempo! —¡No tendríais que haberme seguido! —replicó Bewchard, afligido —. ¡Ahora sufriréis el mismo destino que yo, y alimentaréis a los monstruos del estanque! ¡No tendríais que haberme seguido, Hawkmoon!