5. Taragorm

—¿Y qué tal os ha ido, hermano Taragorm? —preguntó Meliadus con una forzada cordialidad.

—Bien —contestó secamente el hombre que se había casado con la hermana del barón.

Se preguntó por qué razón le habría abordado Meliadus, cuando todo el mundo sabía que el barón sentía celos de Taragorm porque éste se había ganado el afecto de su hermana. La enorme máscara se elevó con aire de suficiencia. Estaba formada por un reloj monstruoso de latón esmaltado y cubierto de hilo de oro, con números de madreperlas incrustadas y manecillas de plata afiligranada, mientras que la caja de la que se balanceaba el péndulo se extendía hasta la parte superior del amplio pecho de Taragorm. La caja era de un material transparente, como si fuera cristal de un color azulado, a través del cual se veía el péndulo dorado balanceándose de un lado a otro.

Todo el reloj quedaba equilibrado por medio de un complejo mecanismo para que se ajustara a cada uno de los movimientos de Taragorm. Daba las horas, las medias y los cuartos, y a mediodía y a medianoche tocaba las ocho primeras estrofas de las Antipatías temporales de Sheneven. —¿Y cómo les va a los relojes de vuestro palacio? —siguió preguntando Meliadus con su insólita actitud amable—. ¿Dan todos las horas al mismo tiempo?

Taragorm tardó un momento en comprender que su cuñado sólo intentaba bromear, de modo que no contestó nada. Meliadus se aclaró la garganta.

—He oído decir —intervino Kalan, el de la máscara de serpiente— que estáis experimentando con una máquina capaz de viajar a través del tiempo, lord Taragorm. Da la casualidad de que yo también he estado experimentando… con una máquina…

—Desearía preguntaros por vuestros experimentos, hermano —le dijo Meliadus a Taragorm—. ¿Cómo los tenéis de avanzados?

—Están razonablemente adelantados, hermano. —¿Os habéis movido ya a través del tiempo?

—No personalmente.

—Mi máquina —intervino el barón Kalan implacablemente —, es capaz de mover naves a enormes velocidades a través de vastas distancias. Podríamos invadir cualquier país de la Tierra, sin importar lo lejos que esté… —¿Cuándo se habrá alcanzado ese punto? —preguntó Meliadus, acercándose más a Taragorm—. ¿Cuándo podrá un hombre viajar al pasado o al futuro?

El barón Kalan se encogió de hombros y se volvió.

—Tengo que volver a mis laboratorios —dijo—. El rey–emperador me ha encargado que termine mi trabajo con toda urgencia. Buenos días, milores.

—Buenos días —el barón Meliadus se despidió de él con aire ausente y después, dirigiéndose a Taragorm, añadió—: Y ahora, hermano, tenéis que hablarme de vuestro trabajo… Quizá podáis mostrarme hasta dónde habéis avanzado.

—Mi trabajo es secreto, hermano —replicó Taragorm con suficiencia—. No puedo llevaros al palacio del Tiempo sin el permiso expreso del rey Huon. Eso es lo primero que debéis conseguir.

—Seguramente, no será necesario que yo obtenga ese permiso.

—Nadie es tan grande como para actuar sin la bendición de nuestro rey–emperador.

—Pero la cuestión es de una importancia extraordinaria, hermano —insistió Meliadus con un tono de voz desesperado, casi suplicante. —. Nuestros enemigos se nos han escapado, dirigiéndose probablemente a otra era de la Tierra, al menos por lo que he podido deducir. Y ellos representan una amenaza para la seguridad de Granbretan—. ¿Os referís a ese puñado de rufianes a quienes no pudisteis derrotar en la batalla de Camarga?

—Ya casi los habíamos conquistado… Sólo la ciencia o la hechicería les salvó de nuestra venganza. Nadie me echa en cara mi fracaso. —¿Excepto quizá vos mismo? ¿Os acusáis vos mismo de vuestro fracaso?

—No me siento acusado de nada ni por nadie. Pero debo terminar de una vez con esa cuestión, eso es todo. Pretendo limpiar todo el imperio de sus enemigos. ¿En qué radica el error?

—He oído rumores en el sentido de que vuestra batalla es más un asunto personal, y de que incluso habéis establecido ciertos estúpidos compromisos para lograr una venganza personal contra quienes habitan en Camarga.

—Eso sólo es una opinión, hermano —replicó Meliadus, conteniendo su desazón con dificultad—. Pero la realidad es que yo sólo temo por el bienestar de nuestro imperio.

—En tal caso, contadle vuestros temores al rey Huon, y es posible que entonces os permita visitar mi palacio.

Taragorm se volvió y, al hacerlo, su máscara empezó a dar la hora, haciendo momentáneamente imposible la continuación de la conversación. Meliadus hizo un gesto como para seguirle, pero después cambió de idea y se alejó, saliendo del salón con aire ausente.

Rodeada ahora por los jóvenes lores, cada uno de los cuales intentaba atraer sus atenciones, la condesa Plana Mikosevaar observó la partida del barón Meliadus.

Por la actitud impaciente de su paso, dedujo que estaba de muy mal humor. Después, se olvidó de él y volvió su atención a las galanterías de que era objeto, dedicándose a escuchar no las palabras (que le eran muy familiares), sino las voces, que le parecieron como melodías antiguas y favoritas.

Ahora, Taragorm estaba conversando con Shenegar Trott.

—Voy a presentarme ante el rey–emperador a lo largo de la mañana —le dijo Trott al jefe del palacio del Tiempo—. Creo que se trata de una misión que desea confiarme y que, en estos momentos, es un secreto que sólo él conoce. Tenemos que mantenernos ocupados, ¿no os parece, lord Taragorm?

—Desde luego que sí, conde Shenegar, a menos que el aburrimiento se apodere de todos nosotros.

El Bastón Rúnico
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