Capítulo 28

El Juez era un hombre sombrío a quien le gustaba su comida. Virginia entendía el por qué. En el Bar-Baa, acababa de probar las viandas más fantásticas de su vida.

Ella y su padre no habían pedido, no realmente. Sólo habían estado esperando al Juez como Barbara Peep les había instruido hacer. Pero Barbara Peep les había traído la comida -la comida más increíble que Virginia hubiera probado jamás. Y era sencillamente: patatas, cordero, calabaza, y pato. Su padre había tomado demasiado pato, pero Virginia no podía reprochárselo. Todo había estado delicioso.

A quien podría reprocharle era a Lobo. No tenía buen aspecto, pero aún así había abandonado el granero y se había reunido con ellos. Había comido como todo un cerdo. Se había despachado las costillas de cordero como si fuera una máquina cortadora, y tenía más huesos en su plato que Virginia y su padre juntos, y ellos llevaban en el bar mucho más tiempo que él.

De hecho, Lobo había seguido comiendo incluso después de que el Juez hubiera llegado. Virginia y su padre se habían dirigido junto al Juez, con la intención de hablarle sobre el espejo. Pero el hombre se concentró en su comida.

Los Peep cultivaban el arte culinario, y todos ellos parecían completamente orgullosos de ella. Virginia finalmente entendió el por qué las mujeres más viejas eran tan pesadas y todos tenían un brillo tan sano. Aquí comían mejor que la mayoría de las personas en los lujosos restaurantes de Manhattan. Casi podría creer en eso.

Casi. Había visto demasiadas cosas extrañas ya para descartarlas.

Pero ahora su atención estaba concentrada en el Juez. Virginia explicó lo mejor pudo toda la historia del espejo. Tuvo que hablar en voz alta porque la gente cantaba y cantaba a la tirolesa al otro lado del bar.

En medio de todo eso, el Juez continuaba comiendo.

- Así que ya ve -terminó ella-, en cierta forma, ese espejo en realidad nos pertenece.

- No, no es así -dijo el Juez-. Lo compré justa y honradamente. Compro un lote de chucherías cada año para las festividades del pueblo.

- Sé cómo funcionan estos asuntos, Su Señoría -dijo Tony-. ¿Y si le deslizamos unas monedas de oro?

- Soy un Juez y no me gusta la gente que trata de sobornarme -dijo el Juez-. Ahora ninguna otra palabra o los haré echar del pueblo.

Los despidió de su mesa. Virginia se puso de pie y emprendió el viaje de regreso a su mesa para ver si a Lobo se le ocurría una idea. Pero él ya no estaba sentado allí. Lo buscó ansiosamente… había estado tan enfermo…, finalmente lo vio, mirando a un par de lecheras que cantaban a la tirolesa.

Virginia caminó hacia él. Aún parecía enfermo. Su piel estaba pálida y sudorosa, sus ojos casi brillaban con maldad. Estaba de pie demasiado cerca a las lecheras, mirándolas, la lengua le colgaba a un lado de la boca.

Sally Peep, la pastora metida en carnes que se había acercado a Lobo esa mañana, se recostó contra él. Virginia retorció una carta. No le gustaba como se sentía cuando otras mujeres se acercaban demasiado a Lobo.

Pero además no le gustaba esta muchacha Peep. Era demasiado atrevida, y estaba demasiado interesada en Lobo.

- Eres nuevo por aquí, ¿verdad? -preguntó Sally cuando tocó el brazo de Lobo. Lo acarició como si fuera una caja de caramelos-. No puedo conseguir deshacerme de este sorbete de picapica. ¿Podría ayudarme, señor…?

Lobo tragó, por lo visto incapaz de contestar. Su mirada encontró la de Virginia sólo un instante. Ella no iba a ayudarle en esto.

Otra muchacha Peep metida en carnes se acercó furtivamente a él. ¿Acaso nunca conocían a hombres extraños en este pueblo? Todas actuaban como si Lobo fuera carne fresca.

- ¿Cómo se llama usted? -preguntó la segunda muchacha.

- Uy, Wolfson -dijo Lobo.

Eso era poco convincente, pensó Virginia. Y posiblemente peligroso.

- ¿Wolfson? -preguntó Sally.

- Warren Wolfson -dijo Lobo.

No parecía que las muchachas Peep vieran algo malo en el nombre. Virginia se cruzó de brazos y se apoyó contra una mesa cercana, mirando e intentando tragarse la cólera que se formaba en su interior. Estas muchachas, mujeres, realmente, presionaban cada parte posible de su cuerpo contra Lobo.

- Hoy cumplo dieciocho años -dijo Sally-. ¿Pero apuesto a qué no sabes que me va a pasar esta noche?

Los ojos de Virginia se abrieron desmesuradamente. Si ella hubiera hablado así a los dieciocho, su padre no habría dudado en encerrarla en una jaula.

La otra muchacha acalló a Sally, pero al parecer no hizo efecto.

- ¿Darás algunos brincos? -preguntó Lobo.

Sally hizo una pausa y recorrió con una mano la espalda de Lobo. Virginia estuvo a punto de ir hacia ella y empujarla a un lado. De todos modos ¿qué le pasaba? Ella nunca había actuado así por un hombre.

- ¿Qué es esto que sobresale de tus pantalones? -preguntó Sally-. Es un bulto considerable.

Lobo se movió fuera de su alcance. Casi parecía avergonzado.

- Debo irme -dijo él-. Creo que dejé una chuleta en mi plato.

De repente, dos de los grandes hombres jóvenes agarraron a Lobo de los brazos y lo estamparon de golpe contra la pared. Virginia se llevó una mano a la boca, pero en parte para cubrir una sonrisa. Lobo se merecía que lo metieran en vereda.

- Los forasteros no se enredan con chicas Peep, ¿entiendes? -dijo un tipo grande.

- ¿Qué está haciendo de todo modos por aquí, señor Wolfson? -preguntó el segundo.

- Salgamos afuera y preguntémosle adecuadamente -dijo el primero.

Iban a hacerle daño de verdad. Virginia sintió que la sonrisa le abandonaba el rostro. Los hombres tenían a Lobo cogido por los brazos y lo estaban arrastrando afuera. Por mucho flirteo que hubiera hecho, no merecía ser golpeado hasta convertirse en una pulpa sangrienta.

Al menos que lo hiciera ella.

Virginia siguió a los hombres y dio un golpecito a uno de ellos en el hombro.

- ¿Qué están haciendo con mi esposo? -preguntó.

- ¿Su esposo? -El tipo grande parecía sorprendido. Lobo le sonreía abiertamente.

- Sí -dijo Virginia-. No se siente para nada bien. Así que nos marchamos ahora. Buenas noches.

Tomó a Lobo del brazo y le llevó a la puerta. Su apretón era más fuerte de lo que había planeado. Quería magullarlo, realmente lo hizo.

- Ah, Virginia -dijo Lobo-, cuando dijiste que era tu esposo, fui todo fuerza y ternura al mismo tiempo.

- Sólo lo dije para sacarte del problema -exclamó ella.

Buscó a su padre y finalmente le vio, en una esquina, jugando a los dardos con el Juez y otros dos hombres. Esperaba que la estratagema de su padre funcionara porque la suya con seguridad no lo había hecho.

Luego empujó a Lobo por la puerta principal y lo siguió, adentrándose en la fresca noche.

La luna estaba llena y hermosa, un perfecto óvalo contra la oscuridad del cielo. Llenaba las calles de casi tanta luz como de día y lanzaba misteriosas sombras de plata entre los edificios.

Lobo tembló sin el agarre de Virginia, y ella trató de agarrarlo otra vez. Cualquiera que fuera esta enfermedad, le hacía actuar de un modo muy extraño.

- ¡Me siento tan vivo! Puedo verlo todo en millas a la redonda. -Lobo levantó los brazos y miró hacia el cielo-. Mira la luna. ¿No te hace desear aullar, es tan hermosa?

- En realidad no -dijo Virginia.

Lobo agarró una valla cercana y se apoyó contra ella. Algo en su rostro era diferente, más áspero, más estrecho. Parecía peligroso, como la primera vez que se encontraron. Virginia estaba intrigada y un poquito asustada.

- Mi madre estaba obsesionada con la luna -dijo Lobo-. Solía arrastrarnos a todos fuera para mirarla cuando éramos pequeños. La luna me hace sentirme hambriento de todo.

La contemplaba del modo en que había contemplado a las lecheras que cantaban a la tirolesa.

Virginia lo tomó del brazo y lo alejó de la cerca.

- Hora de ir a la cama -le dijo suavemente, y esta vez logró llevarlo al granero.

***

Tony sacó al príncipe del bar, junto con el último de los clientes. El ale había estado tan bien como la comida, quizás mejor, y con seguridad había afectado a su juego de dardos. Tony quería que el Juez le escuchara, pero el anciano estaba resuelto a no hablar del trabajo cuando estaba fuera del tribunal.

Tony miró fijamente las calles vacías.

- ¿Quieres dar un paseo? -preguntó Tony al Príncipe Wendell.

El perro de oro, por supuesto, no se movió. Su cara estaba perennemente inmóvil con una mirada de determinación mezclada con sólo una pizca de cólera.

- No me mires así -dijo Tony cuando comenzó andar calle abajo-. No puedes culparme. Esta clase de cosas probablemente suceden todo el tiempo en tu mundo. Quiero decir, eras un perro cuando te encontré.

Fue hacia el pozo de los deseos. El idiota de pueblo entorno los ojos.

- ¿Siempre tan optimista? -preguntó Tony.

- Ah, sí -dijo el idiota-. Su perro realmente me recuerda a alguien, ¿sabe usted?

Tony no tenía ninguna respuesta a eso. Sacudió la cabeza y continuó andando.

La luna llena bañaba con una hermosa luz de plata a toda la ciudad. El lugar realmente parecía mágico. Tony nunca vio vistas similares en Nueva York. El aire fresco le despejaba cabeza y le hacía relajarse. Todas estas aventuras le habían causado nudos tanto en el estómago como en la espalda. Era consciente que sólo tenía un poco de tiempo antes de regresar con Virginia y Lobo. Tony alcanzó los límites del pueblo y estaba a punto de dar la vuelta cuando vio un viejo cartel de madera.