Capítulo 4

Blabberwort salió del espejo a la tierra cubierta de hierba. Había tres árboles alrededor de ella, pero estaban domesticados. Estaba oscuro aquí, pero olía delicioso. Había un agradable aroma en el aire que nunca antes había notado. Casi ha podrido, en ese estado perfecto en el que las cosas malas se vuelven deliciosas.

Bluebell la empujó a un lado cuando salió del espejo, y estaba a punto de darse la vuelta y empujarle cuando Burly la miró fijamente. Aparentemente Burly todavía estaba enfadado porque el hombre lobo había seguido primero al perro a través del espejo.

- ¡Elfos malditos! -gritó Bluebell tras ella-. ¿Dónde estamos?

Ni siquiera había pensado en eso. Nunca había estado aquí antes. Se pasó la lengua por los dientes rotos y observó. Alzándose sobre los árboles había edificios, y estaban llenos de luz. Incluso el sendero que se abría ante ellos tenía una gran lámpara encima, iluminando la oscuridad.

Qué lugar tan extraño.

- Mirad eso -dijo Burly señalando a uno de los altos edificios. Se erguía sobre los demás y tenía luces multicolores dentro. Parecía muy lejano. Este parecía ser el único verde en un mar de edificios.

Blabberwort sabía mucho sobre los Nueve Reinos. Era su única e incomparable especialidad.

- Esto no es parte de los Nueve Reinos -dijo-. Es un lugar mágico. Mirad todas esas luces.

- Deben tener toneladas de velas -dijo Bluebell.

Si esto no era parte de los Nueve Reinos, entonces es algún otro lugar. Blabberwort sonrió ante su propia lógica. Y si era algún otro lugar, entonces no había ninguna regla. Eso podía venirle bien.

- Tal vez debiéramos reclamar este reino -dijo Blabberwort.

- ¡Esa es una idea sensacional! -gritó Burly-. Afiancémoslo antes de que lo haga algún otro.

Blabberwort extendió los brazos y dijo con su voz más alta:

- Reclamo esta tierra y a todos sus habitantes para la nación troll. De ahora en adelante será conocida como… -Se detuvo. No era buena inventando nombres. Si lo hubiera sido, habría pensado en uno nuevo para sí misma hacía tiempo. Miró a los otros-. ¿Cómo lo llamamos?

- El Décimo Reino -dijo Bluebell.

Blabberwort sonrió. Qué absolutamente perfecto. Dio una palmada a su diminuto hermano en su insignificante espalda y le hizo tambalearse un poco hacia adelante. Después buscó alrededor algo que animara la celebración de su recién fundado reinado.

Lejos en el camino, un par de humanos estaban sentados en un banco. Eran cosas flacas y huesudas, bastante jóvenes, y se estaban besando de ese asqueroso modo en que hacían los humanos con sus bocas.

Parecían bastante ocupados.

Blabberwort señaló hacia ellos. Burly asintió mostrando su aprobación. Movió la cabeza de Bluebell de forma que él también pudiera ver, y los tres se arrastraron hacia el banco. Un pequeño caos, un poco de pillaje, sería la celebración perfecta.

Blabberwort alcanzó a la pareja al mismo tiempo que sus hermanos, y como si hubieran planeado todo el asunto, les dieron la vuelta de un empujón. La mujer… horrendamente rubia… gritó, y el hombre… con esos feos y delicados rasgos humanos… no hizo nada para salvarla. En vez de eso protegió su propia cara.

Humanos. Qué asquerosos eran. Blabberwort decidió castigar a estos dos por ser parte de tan fea raza. Se perdió en un frenesí de bofetadas, golpes y patadas hasta que comprendió que sus víctimas estaban apoyadas contra el banco y gimiendo.

La horrenda mujer rubia se estaba cubriendo su fea cara. El hombre tenía la cabeza inclinada hacia atrás como si no pudiera sujetarla en alto ya.

- ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Burly, tan dispuesto, aparentemente, como Blabberwort a la parte de pillaje de esta celebración.

Agarraron los pies de la pareja y clavaron los ojos en los insignificantes zapatos blancos. Blabberwort apretó uno. Era suave y mullido, en absoluto como un par de buenas botas.

- ¡Basura! -dijo Bluebell, disgustado-. Mira estos. Ni siquiera son de piel.

Dejaron caer los pies de la pareja, y el hombre gimió. Burly le dio una bofetada. Bluebell miró la chaqueta de la mujer. No era apropiada para un troll, pero tenía cierto encanto. Tenía el emblema de algún gobernante en ella. Bluebell se la quitó.

A Blabberwort no le gustó el hecho de que su hermano hubiera cogido uno de los artículos elegibles. Agarró la bolsa que había estado entre la pareja.

- ¿Algún zapato más aquí? -preguntó a la semi-inconsciente pareja. Cuando no respondieron, vació el contenido de la bolsa en el suelo. Cajas de polvos, diminutos tubos de metal y papeles cayeron al piso. Así como una gran caja negra.

- ¿Qué es esto? -Blabberwort recogió la caja. La sentía pulida. Estaba hecha de un material que ella nunca antes había tocado.

Agradable. Sólido. Fuerte.

El hombre se irguió ligeramente y ella balanceó la caja hacia él, golpeándole en la cabeza. El hombre volvió a caer, pero la caja pareció volver a la vida. Vibró, y después unas voces agudas y música salieron de ella, cantando una tonada muy pegadiza sobre noches y fiebres.

Se sintió a sí misma moverse involuntariamente con la música. Cuando miró, sus hermanos estaban haciendo lo mismo.

- ¡Más magia! -gritó Burly.

Continuaron saltando con la música. Qué maravilloso era. Pero por supuesto, Bluebell tuvo que arruinarlo. Miró a Blabberwort y a Burly.

- Vamos, traedla con nosotros -dijo Bluebell-. Debemos encontrar al príncipe antes de que se largue.

Blabberwort suspiró. Quería quedarse ahí. Pero sabía que su padre se enfadaría mucho si lo hacían.

Burly miró a los humanos del banco.

- Sois nuestros esclavos. Quedaos aquí hasta que volvamos.

La pareja se rodeó el uno al otro con los brazos, lentamente, como si doliera. Blabberwort siguió a sus hermanos alejándose del banco, pero no pudo resistir una mirada atrás.

Allí, sobre el respaldo del banco, iluminada por la extraña luz, estaba la caligrafía de su hermano Bluebell. Con una especie de tiza había escrito: LOS TROLLS MANDAN.

Blabberwort sonrió. Los trolls mandan. Si, desde luego que sí.

***

Virginia se sentía un poco rígida y magullada mientras caminaba. Además del corte de la cabeza, que dolía, había otras magulladuras que estaban empezando a hacerse notar. Su bici estaba haciendo un sonido chirriante, y el pobre perro todavía la seguía.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado inconsciente. Probablemente lo suficiente como para que alguien la asaltara y no lo hubiera notado. Ante ese pensamiento, tanteó dentro del bolsillo de su abrigo y gimió.

- Mi cartera…

El perro la miró como si hubiera dicho algo importante. Se detuvo, suspiró, y se dio la vuelta. Dudaba que hubiera sido asaltada. Después de todo todavía llevaba el collar y cualquier maleante de la variedad de jardín habría cogido la cartera y las joyas. Lo cual significaba que la cartera tenía que yacer en el suelo junto al lugar del accidente.

Comenzó a caminar en esa dirección. El perro la miró de nuevo, como si cuestionara su juicio. Pero un perro no podía hacer eso, ¿verdad? Decidió no preocuparse por ello.

Cuando alcanzaba un pequeño agrupamiento de árboles, vio algo. Verde y centelleante. Casi como un par de ojos. Se estaba levantando viento y hacía frío. La noche parecía incluso más oscura que antes.

El perro todavía la miraba como si estuviera loca.

- Déjalo -se dijo a sí misma-. Ahora nunca la encontrarás.

Se dio la vuelta de nuevo, y esta vez fue por el borde del parque. El perro trotaba para mantenerle el paso.

Afortunadamente, el Grill on the Green estaba tan cerca de Central Park como un restaurante podía estarlo legalmente. Dio la vuelta hasta la parte trasera y apoyó la bici en el callejón. Los aromas familiares a grasa y cerveza que emanaban de la cocina, y las luces resultaban tranquilizadores.

Virginia entró, dejando la puerta del callejón abierta como hacía normalmente. El cocinero la ignoró, como acostumbraba, pero cuando se acercaba a la parrilla, Candy entró en la cocina. Cuando vio a Virginia, se lanzó, justo como Virginia sabía que haría.

- ¿Dónde estabas? -preguntó Candy-. He estado cubriendo por ti…

Entonces se detuvo. Casi había alcanzado a Virginia.

- ¡Tu cabeza! Estás sangrando.

Fue a tocar la frente de Virginia. Virginia se apartó para que Candy no irritara la herida.

- Estrellé mi bici -dijo Virginia-. Y perdí mi cartera. Y me he hecho con un nuevo novio.

El perro estaba de pie en la puerta, con la cola entre las piernas. Parecía atontado y un poco abrumado.

- Oh, ¿no es un cachorrito de lo más dulce? -dijo Candy, apresurándose hacia el perro. Se agachó junto a él y le acarició-. Que perrito tan encantador.

- Le golpeé con la bici, pero creo que está bien -dijo Virginia-. No está sangrando ni nada.

Candy parecía tener una fijación seria con los perros. Estaba alborotando el pelaje alrededor de la cara del perro, y este la miraba a la vez perplejo y torturado.

- No dejes que el jefe le vea aquí -dijo Candy-. ¿Cómo se llama?

- No sé -dijo Virginia-. No tenía collar.

Candy miró al perro un momento, después dijo:

- A mi me parece un príncipe -Palmeó al perro-. Hola, Príncipe.

Virginia agarró una servilleta de un mostrador cercano.

- Hola, Príncipe -dijo, pensando que Candy tenía razón. El nombre sonaba apropiado.

El perro se creció sólo un poco.

Virginia se dio golpecitos en el corte con la servilleta, y quedó aliviada de ver que ya no sangraba. Candy se levantó y agarró un trozo de hamburguesa de uno de los platos apilados fortuitamente por el friegaplatos. Fue hacia Príncipe y ondeó la hamburguesa delante de su nariz.

Él la miró con absoluto disgusto.

Candy miró sobre su hombro a Virginia, sorprendida. Virginia se encogió de hombros. No fingía entender a este perro. En realidad no estaba segura de querer hacerlo.

***

Blabberwort olió sangre. Sangre fresca. Y, al parecer, Burly también al mismo tiempo.

- ¡Aquí! -Burly se apresuró a un punto en el sendero donde estaba la sangre, si, olía a perro, si, y algunos restos de metal yacían alrededor-. Hubo un… incidente.

Blabberwort se apresuró a su lado. No quería que él se llevara toda la gloria. Por supuesto, Bluebell iba ligeramente rezagado tras ella.

Burly estaba mirando todas las cosas brillantes. Pero Blabberwort vio una forma oscura en la hierba.

- ¡Mirad!

Lo cogió antes de que sus hermanos pudieran hacerlo. Cuero, y era un cuero muy bueno. Lo sostuvo contra su nariz y olisqueó, disfrutando de la maravillosa fragancia.

- Piel de becerro -dijo Blabberwort-. Agradable. Curtida.

Burly observaba con obvia desilusión por no haber encontrado el cuero. Bluebell estaba de pie tan cerca como podía sin tocar el premio.

Blabberwort decidió torturarles con él. Lo sostuvo ligeramente apartado y lo examinó. No era un zapato, eso seguro. Era alguna otra cosa. Y tenía cosas extrañas dentro.

Bluebell agarró el cuadrado y lo abrió. Sacó papeles y cosas de él, tirándolas al suelo. Blabberwort los miró, pero todo le parecía inútil.

Finalmente, cuando el cuadrado estuvo vacío, Bluebell se lo acercó a su propia cara. Entrecerró sus ojos redondos hacia él.

- Si la encuentra por favor devolver a Virginia Lewis -leyó Bluebell-. Apartamento 17A, número 2, Calle Este 81.

Ah. Blabberwort sonrió. Finalmente. Un destino.

***

Luces brillantes, extraños sonidos rugientes, un objeto de metal tres veces mayor que una casa apresurándose hacia él sobre una calle extrañamente cubierta. Lobo se quedó de pie al borde de la hierba y observó la cosa. Nunca había visto tantas luces en su vida. Ni tantas cosas mágicas.

Carruajes de todas las formas y tamaños que se movían por su propio poder. Edificios con todo tipo de nombres exóticos. Olores que nunca había conocido antes.

- Bueno, que me aspen -dijo con admiración-. ¡Qué lugar!

Quería seguir todos los olores… incluso quería regodearse en algunos… pero expulsó ese pensamiento rápidamente. Le gustaba pensar en sí mismo como un humano realzado, pero a veces sus instintos animales tomaban el control.

Sin embargo aquí no podían. No lo permitiría. Tenía un trabajo que hacer, y lo haría, como se suponía que debía hacer. Olisqueó, separando todos los olores, etiquetando e identificando los que podía. Entonces captó uno que hizo que su estómago gruñera.

- ¡Carne!

¿Cuánto había pasado desde que hubiera probado carne auténtica? No papilla de avena, no ese aguachirri de la prisión, sino auténtica, sabrosa y suculenta carne. Honestamente no lo sabía.

Exploró el área a su alrededor hasta que vio el lugar del que provenía el olor. Estaba bien iluminado, e incluso el cartel de arriba tenía luces ocultas detrás. Grill on the Green.

Se apresuró hasta él y se detuvo fuera. La ventana de cristal era lisa y clara, y proporcionaba una visión encantadora de las mesas de dentro. Dos humanos bastante regordetes tenían platos ante ellos a rebosar de comida. La mujer que estaba justo a su lado estaba comiendo un filete poco hecho.

Se le formó saliva en la boca, comenzó a babear incontroladamente. Oh, esos instintos animales. Odiaba babear, pero no podía contenerse. Se lamió los labios y casi pudo saborear la carne que la mujer estaba comiendo.

Que maravilloso. Que espectacular.

- No olvides para qué estás aquí -se dijo a sí mismo. Tenía que controlar esos instintos animales. Tenía que controlar esos deseos. Tenía que dejar de pensar en carne-. Encontrar al príncipe.

La mujer tomó otro bocado. Le miró, su expresión a la vez molesta y enfadada. Ningún humano debería mirarle así. Presionó la cara más cerca del cristal.

- Pero que me aspen -masculló-, un lobo tiene que comer, ¿no? No puede trabajar con el estómago vacío.

Se abrió paso de la ventana a la puerta, la abrió de un empujón, y entró. Fue como si hubiera entrado en un smörgåsbord de olores. Pollo, pescado, incluso un poco de cordero fresco. Mmmmm. Su estómago gruñó de nuevo de expectación.

Entonces otro olor vagó hasta primer plano.

- ¡Huelo a perro! -dijo en voz alta-. ¿Puedes creértelo? Trabajo y placer combinados.

La mujer le miró como si fuera un loco. Lentamente la vio cortar un pedazo de bistec y llevárselo a la boca. Resistió el deseo de robarle la carne, si ella iba a malgastarla, debería hacerlo, ¿no? ¿No?

Tal vez debiera ir a por el perro primero. A lo mejor podría agarrar un bocado mientras lo hacía. Tal vez.

Trabajo y placer. Había tenido razón. Este trabajo se ponía cada vez mejor.