Capítulo 1

Virginia descansó los codos en el antepecho de la ventana y se inclinó hacia la brisa. Si entrecerraba los ojos, los árboles en frente de ella parecían un vasto bosque: fresco y verde, lleno de posibilidades y aventura. Algunas veces se sentaba allí durante horas, imaginándose a sí misma como una princesa atrapada en una torre, esperando a que algún guapo príncipe emergiera de los bosques, encontrara la llave, y la liberara.

Tocó su cabello castaño, recogido en un pulcro moño en la nuca. Ni siquiera era lo bastante largo para lanzarlo al estilo Rapunzel al tipo… ni hablar de soltar su cabello y dejar que escalara por él. La tensión sería demasiado. Ni siquiera le gustaba que otra persona le cepillara el cabello. Tiraban demasiado. Imagina lo que sería tener a alguien escalando por él.

Como si hubiera oído sus pensamientos, la brisa le sopló un mechón suelto de cabello. Se inclinó incluso más hacia adelante, esperando captar la llamada de un pájaro o tal vez el rugido de una bestia salvaje.

En vez de eso sonó una sirena en la distancia.

Virginia parpadeó y abrió del todo los ojos. Los árboles que tenía ante ella no eran parte de ningún bosque. Era una pequeña arboleda en este costado de Central Park, en medio del ambiente más urbano de todo el mundo… la ciudad de Nueva York, tierra de la jungla de asfalto, un lugar donde el amanecer era extraño y estaba plagado de humos de tubos de escape.

Podía olerlos ahora, tóxicos y apestosos. Un autobús eructó calle abajo, y algún transeúnte, atrapado en la nube de humo negro, gritó un insulto. Su torre era en realidad su apartamento, el cual compartía con su padre. Estaban en el borde del parque no porque fueran ricos… ni siquiera se acercaban… sino porque él era el conserje de este edificio y el apartamento era parte de su paga.

Su dormitorio era diminuto, como el resto del lugar, pero al menos era suyo. Miró la alarma del reloj junto a su cama y suspiró. Había pasado toda la tarde soñando despierta. Su turno comenzaría pronto, y no estaba lista. Todavía le dolían los pies del último.

Trabajaba en el Grill on the Green, un restaurante al borde del parque. Le gustaba ser camarera; le permitía conocer gente. Algunas veces era una prueba… como la pasada noche, cuando el lugar había estado lleno de turistas que buscaban la experiencia de Nueva York… pero principalmente hacía que viera cosas que le hacían olvidar donde estaba.

¿Cuántas mujeres en la ciudad eran igual que ella: con trabajos sin salida, sin esperanza de avanzar, ni forma de hacer nuevos amigos, y sin forma de conocer a nadie? Anoche, una de las turistas le había dicho, "debe ser genial vivir en Nueva York".

Estaba harta de ese tipo de charla. Había llegado tarde a trabajar porque algún bromista había agarrado su bici en el parque y había tenido que apartarle a patadas con el pie. El cocinero le había derramado encima una jarra de mermelada en la cocina, y la camisa que había cogido del armario de su jefe en la parte de atrás era varias tallas demasiado grande. Se había pasado toda la noche sujetando la bandeja con una mano y la pechera de la camisa con la otra.

¿Genial vivir en Nueva York? El comentario había sido como poner una bandera roja delante de un toro. Aún así, se había contenido.

- ¿Genial? -había dicho-. Cierre los ojos.

La mujer, una rubia de bote de mediana edad de alguna ciudad del Medio Oeste, lo había hecho.

- Ahora -dijo Virginia-, imagine el día más aburrido de su vida.

La mujer asintió con la cabeza. Tenía una sonrisita en la cara.

- Vale -dijo Virginia-. Ahora tiene mi vida en perfecta perspectiva.

La sonrisita de la mujer decayó. Abrió los ojos con aspecto confuso. Y Virginia se había alejado, lanzando su bandeja de cocotal arriba y abajo como una pelota de beisbol.

Pero no había estado mintiendo. Últimamente se decía a sí misma que después de que una mujer alcanzaba una cierta edad… ¡y todavía viviendo con su padre!… nunca ocurriría nada excitante en su vida. Lo mejor que podía esperar era encontrar un compañero y abrir un restaurante propio.

Como si eso fuera a ocurrir alguna vez. Era tan probable como abrir la puerta principal y encontrar una saca de dinero.

Virginia agarró el marco de la ventana con la pintura desconchada y cerró. Después abandonó su habitación asegurándose de que sus tareas estuvieran hechas antes de salir. Su padre pasaba las noches en su sillón reclinable de cuero falso, bebiendo cerveza y pulsando el mando de la tele. Si no le dejara la cena, no comería en absoluto.

Se apresuró a la cocina, entonces se detuvo. Había paquetes de patatas fritas y latas de cerveza vacías delante del sillón. El desastre sería peor si lo dejaba hasta por la mañana.

Con una mano agarró las envolturas de papel, y con la otra recogió las latas. Las llevó a la cocina y las tiró a la basura. Después abrió el antiguo refrigerador blanco… la cosa era tan vieja que gemía… y miró la puerta cubierta de hielo del congelador, que estaba al nivel de sus ojos.

Podría añadir un nuevo refrigerador no-frost de puertas gemelas y dispensador de hielo y agua. O, poniéndose extravagante, un congelador autónomo en vez de esta insignificancia que apenas hacía hielo adecuado y en la que casi no cabían las sobras de dos días.

Sacó una cena congelada del congelador, cerró la puerta con la cadera, y colocó la comida junto al microondas. Después volvió a entrar en su dormitorio y cogió su bici.

Era un modelo usado que su padre había encontrado en una casa de empeños, aunque había mentido y dicho que la había comprado en una de las tiendas de bicicletas del Upper West Side. Le dejaba conservar su ficción. Eso le hacía sentir mejor. Ella había estado en algunas tiendas de bicicletas. Querían ver al ciclista para venderles una bici que encajara con su figura. Ella era pequeña, y la bici que había comprado su padre un poco demasiado grande. Ahora ya estaba acostumbrada, pero otro de sus pequeños sueños era montar una bici adecuada.

Mientras empujaba la bici fuera del dormitorio, viró para evitar las herramientas y latas de pintura apiladas contra las paredes del pasillo. Un par de veces, su padre había derramado tachas allí y no se había molestado en recogerlas. Después de pinchar una rueda, había aprendido a ser cuidadosa alrededor del área de trabajo de su padre.

Antes de cerrar la puerta, comprobó para asegurarse de que tenía sus llaves. Después, con una mano en el sillín y, la otra sobre la barra, empujó la bici hasta el pasillo.

Su padre estaba de pie junto al ascensor. Su brillante uniforme azul resaltaba en agudo contraste contra el empapelado marrón recargado. Tenía la caja de mandos abierta y colgaban cables de ella. Las puertas del ascensor estaban abiertas, sujetas con la caja de herramientas.

Y su camino a la calle estaba efectivamente bloqueado.

Él no lo notó, por supuesto.

- Mira esto -dijo-. Recrea tu vista con esto.

Sacó hacia afuera un cable para que ella lo estudiara. Virginia lo observó con atención como si estuviera interesada.

- Esto -proclamó él-, ha sido mordido.

Oh, genial. Ratas comiéndose el cableado. Se preguntó por qué no había visto ningún cuerpo peludo electrocutado yaciendo por ahí si eso era lo que estaban realmente haciendo, pero no iba a preguntar. Su padre tendría una teoría.

Él siempre tenía una teoría. A los tipos que se dejaban caer por su antro favorito parecían encantarles sus teorías y a veces también a ella. Tony, le decían, ¿tú qué opinas de…?, luego le daban un tema y se recostaban en su asiento. Cuando exponía, sus ojos castaños de su padre se iluminaban y su familiar cara arrugada perdía algo de su perpetua desilusión.

Pero no tuvo que animarle a que le contara su teoría. Él ya tenía un discurso preparado. Sólo había estado esperando una audiencia.

- Este no es mi trabajo, ¿sabes? Esto es trabajo para un electricista. ¿Pero quién tiene que arreglarlo?

Ese era su pie. Se suponía que tenía que decir, Tú, Papá. Pero se perdió su entrada.

Él volvió a empujar el cable al interior de la caja y le frunció el ceño.

- ¿Adónde vas?

- A trabajar, papá -dijo ella, suspirando-. Como todos los días.

Tony resopló, colocando un cartel de "No funciona" en la pared sobre la caja de cableado abierta, después le indicó que traspasara las puertas del ascensor abiertas. Ella empujó su bici dentro y se dio la vuelta, dejándole espacio para seguirla y llegar al panel de control. Éste también tenía la cubierta sacada y los viejos cables expuestos. La caja de herramientas estaba abierta en el suelo bajo el panel.

Tony estudió el lío de cableado viejo por un momento, después metió el destornillador dentro, y con un chasquido las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a bajar.

- Coge las escaleras cuando vueltas -dijo, mirando la masa expuesta de cables que había ante él-. Sólo por si acaso.

Ella asintió con la cabeza. Tenía planeado hacerlo de todos modos.

Con una mano todavía sujetando el destornillador, Tony alcanzó la caja de herramientas y agarró su lata de cerveza de emergencia. Se suponía que no debía beber en el trabajo… era causa de despido… pero Virginia hacía mucho que había dejado de advertirle al respecto. Todo lo que él había hecho era aprender a beber cerveza de un modo nuevo, ocultando la lata, e intentando no sorber. Eso, al menos, era una mejora.

La mano resbaló del destornillador y el ascensor dio un salto. Virginia se preparó a sí misma. Él restableció la conexión, después sacudió la cabeza como si el salto fuera culpa del ascensor.

- ¿Sabes?, estoy empezando a pensar que la única gente que quieren en este país es gente como yo, tíos que hacen chapuzas, que hacen cualquier cosa, seis trabajos, que básicamente se rebajan y lo hacen.

Virginia asintió, justo como se suponía que debía hacer. Tenía sus respuestas a este discurso memorizadas. Lo oía casi todos los días.

- Diez, quince años, y este país está acabado como democracia, como sociedad civilizada, como lugar donde la gente hace cosas por otros. -Tony tomó otro sorbo de cerveza-. Estamos acabados. Terminados. Hundidos.

Ella no creía en una sociedad civilizada. Había aprendido pronto que la gente suponía problemas. Su filosofía… a menudo pensada y nunca declarada (al contrario que la de su padre)… era… Cuida de ti misma y no dejes que te hagan daño. Había probado ser acertada con más frecuencia de lo que no.

Su padre había dejado de hablar. Se preguntó cuánto llevaba en silencio. En vez de dejarle empezar otro discurso, dijo:

- Tus costillas a la barbacoa están encima del microondas.

Tony frunció el ceño… tal vez no le había dado la respuesta apropiada… y entonces el ascensor se detuvo de un tirón. Cuando las puertas comenzaron a abrirse, comprendió que el ceño no se debía a ella. Había sido por su parada.

El tercer piso.

Tony se agachó y ocultó su cerveza en la caja de herramientas. Todavía estaba rebuscando en ella cuando el señor Murray y su hijo de ocho años entraron.

El señor Murray era el propietario del edificio y de algún modo creía que eso le daba derecho a ser un tirano. Virginia se preparó para algo desagradable. Ni siquiera sonrió al chico como acostumbraba. El crío estaba más allá de toda esperanza. ¿Y quién no lo estaría? Vestía un diminuto traje a juego con el de su padre, y sus caras tenían expresiones idénticas, como si ambos hubieran tragado algo en mal estado.

Su padre se levantó en atención. El señor Murray le asustaba y enfadaba a la vez. Le asustaba porque Tony sabía que el señor Murray podía despedirle en el acto, y le enfurecía porque el señor Murray normalmente era irrazonable.

Virginia llevaba oyendo a su padre sermonear sobre este tema desde que se habían mudado aquí. Y en esta cuestión, estaba de acuerdo con él.

El señor Murray estaba frunciendo el ceño hacia la caja de mandos abierta con su cableado colgante y el destornillador metido en el amasijo.

- Tony, llevo llamando al ascensor media hora. Creí que lo habías arreglado.

- Lo hice -dijo Tony-, pero se ha roto otra vez.

- Bueno, no pases toda la noche con ello -dijo Murray-. Tienes que mirar esa caldera. Está volviendo loco a todo el mundo. Hay aire en las tuberías.

- Lo sé -dijo Tony, pero habló suavemente. Virginia se preguntó si el señor Murray le escuchaba alguna vez.

- El sistema tiene que ser drenado y purgado.

- He acabado con la gotera en el número nueve, después me pondré a ello. -Su padre tenía un tono de voz cuando hablaba con el señor Murray que Virginia nunca le había oído en otra ocasión. Un vestigio de cachorrillo ansioso mezclado con un filo de molestia.

Murray Junior señaló con un dedo rechoncho a Tony.

- El aliento de ese hombre huele, papi.

Virginia cerró los ojos sólo un segundo. La cerveza. Se lo había advertido. Pero aparentemente, al señor Murray no le preocupaba el aliento de Tony.

- Sólo lo diré una vez -dijo el señor Murray. Una vez al día más probablemente. Virginia resistió la urgencia de formar silenciosamente con su boca las siguientes palabras-. Hay un montón de gente a la que le encantaría tu trabajo. Un terrible montón de gente.

Virginia apretó los puños, pero Tony sólo sonrió y asintió con la cabeza.

El ascensor alcanzó el piso bajo, y las puertas se abrieron. El señor Murray y Murray Junior salieron. Incluso su andar estaba acompasado.

Tony esperó hasta que el señor Murray estuvo de espaldas y le enseñó el dedo.

- Drenar el sistema. Drenar el sistema -dijo con un sonsonete-. Ya me gustaría a mí drenar tu sistema.

¿No le gustaría a todo el mundo? Pero Virginia sabía que era mejor no mostrarse de acuerdo con su padre. Eso podría disparar otra teoría, lo cual significaría que llegaría tarde al trabajo.

- Te veo luego, papá. -Virginia se puso de puntillas para besarle la mejilla, y luego empujó su bici fuera del ascensor.

Pensaba que había hecho una buena escapada cuando su padre dijo:

- No cruces el parque. -Cada día decía lo mismo. Cada día ella le ignoraba-. ¿Me has oído? ¿Lo prometes?

Y como hacía cada día, dijo:

- Claro, papá.

Estaba casi en la puerta.

- ¿Has cogido una chaqueta? -llamó Tony.

Debería haberse fijado en eso antes. Por supuesto no lo había hecho. Demasiado enredado en sus propios problemas. No se molestó en responder.

- ¿Qué me has dejado para cenar?

Lo mismo que le dejaba siempre. Pero no respondió a eso tampoco.

El portero en el mostrador de entrada le lanzó una mirada de simpatía. Pasó con la bici ante él y por la entrada principal. En el momento en que atravesó la puerta, tomó un profundo aliento.

Humo de escapes. Puag. La jungla de asfalto.

Montó en su bici y rodó por la calle atestada, esquivando coches de camino hacia el parque. Los árboles hacían que su día valiera la pena. Los árboles y su valiente lucha contra el mal aire, los grafiteros intentando tallar el amor de su vida en los troncos, los perros ensuciando sus raíces expuestas. Si esos árboles podían sobrevivir en este lugar, también podía ella.

Virginia viró fuera del camino y tomó un atajo, subiendo una pequeña cresta hasta que alcanzó otro sendero. No podía ver su edificio desde aquí. No podía ver ninguna parte de la ciudad.

Le encantaba esto. Era su recompensa por la monotonía de su vida diaria.

***

Le dolían los pies dentro de los zapatos mágicos, pero el resto de él se sentía bastante bien. Endemoniadamente bien. Relish, el Rey Troll, resistió la urgencia de reír entre dientes mientras recorría el vestíbulo de la Prisión Monumento a Blancanieves.

Entrar no había sido difícil. Un poco de polvo rosa de troll, los zapatos mágicos, y estaba atravesando la puerta principal. Sólo el buitre de afuera… el auténtico, el que estaba sentado en el cartel… le había visto cruzar los terrenos bien cuidados hacia el puente levadizo. Y ese pájaro no iba a confesar nada a nadie.

El pasillo era amplio y tenuemente iluminado. Las sombras eran oscuras. Cada pocos metros, sin embargo, había cuadrados de luz con barras, cuando un poco de luz de luna atravesaba las ventanas con barrotes. Las antorchas de las paredes ardían brillantemente, pero no podían disipar la penumbra.

A él le gustaba la penumbra. Y la oscuridad venía bien a sus propósitos. Las cosas le saldrían bien.

Sostuvo la mano delante de sí mismo. Nada. Los zapatos surtían efecto. Nadie podía verle. Y si era cuidadoso, completaría su misión sin que nadie fuera testigo.

Giró hacia otro pasillo. Las paredes de piedra parecían incluso más amplias aquí, pero los techos eran más bajos, dando al lugar un efecto túnel. Un guardia llevando una linterna de hierro se acercó en su ronda. Era alto para ser humano, con una cara tan cruel que casi podría haber sido un troll. Su cráneo estaba rapado. Parecía un globo pálido y brillante de luz destellando a través de las sombras. Vestía el uniforme verde oscuro de todos los oficiales del Cuarto Reino, y le quedaba tan ridículo como al resto de ellos.

El guardia se detuvo. Obviamente había oído los pasos de Relish. Entonces el guardia sacudió la cabeza y continuó. Relish caminó detrás. Los zapatos mágicos que llevaba sobre sus botas suavizaban sus pisadas.

El guardia se detuvo y se giró. Relish sonrió, sabiendo que el humano no podía verle.

- ¿Quién está allí?

Relish esperó tal como hacía el guardia. Entonces el humano se sacudió como recriminándose por imaginar cosas, y empezó a recorrer de nuevo el pasillo. Relish le siguió, igualando su paso. Estaba cerca de la celda ahora. Quería llegar allí antes de que los zapatos mágicos acabaran con su autocontrol.

El guardia se detuvo de nuevo, obviamente escamado.

- ¿Quién está ahí?

Esta vez, Relish continuó avanzando, con la mano en la bolsa de polvo troll rosa. El guardia retrocedió un poco ante el sonido de los pasos, pero Relish se movía rápidamente ahora. Se apresuró hasta el guardia y le tiró un puñado de polvo rosa en la cara.

Los ojos del guardia se abrieron de par en par como si fuera a estornudar. Después cayó hacia atrás, con el cuerpo enredado en un amasijo. Relish le observó. El polvo rosa cubría la cara del humano. Se sentiría algo incómodo cuando despertara. Especialmente con la forma en que ese brazo estaba inclinado. Pinzamiento, agujetas y tal vez un tirón muscular o dos.

Relish sonrió. Se inclinó y agarró las llaves del guardia. Después las llevó hasta la celda donde sus estúpidos hijos habían conseguido que los encerraran de nuevo.

La puerta de la celda era robusta, hecha de madera con cintas de metal reforzándola. Una gruesa barra de madera cubría la parte delantera y estaba sujeta en su sitio por la cerradura. Relish metió la llave en la cerradura, la giró, y alzó la barra, abriendo la puerta de un tirón.

Sus estúpidos hijos se levantaron de sus catres, girando y dándose la vuelta hasta que quedaron alineados delante de la puerta. Ni siquiera era una buena posición defensiva. No podía creer lo poco que habían aprendido de las cosas que les había enseñado.

Se habían alineado por orden de edad. Burly y Blabberwort medían dos metros de alto… la altura perfecta para un troll. Pero Bluebell medía solo metro cincuenta. Encorvado junto a su hermana Blabberwort parecía incluso más patético que los otros dos.

Relish frunció el ceño a sus hijos. Menuda panda variada. Burly se había apartado el cabello negro de la cara, revelando su piel excesivamente pálida… como la de su padre… y sus ojos grises. Sus dos caninos inferiores se alzaban como colmillos, casi tocando el hueso acerado con el que se había perforado la nariz. No era tan feo como un troll podía ser, pero se acercaba.

Blabberwort habría sido el orgullo de Relish y su alegría si al menos su cerebro fuera acorde con su fabulosa mala apariencia. Su cabello era naranja y lo llevaba en un penacho formado por una cola de caballo como la de un perro de lanas. Su nariz aguileña estaba perforada, y llevaba un aro de oro en un costado. Tenía el tono de piel oscuro de su madre, y éste parecía encajar mejor en ella que en su hermano menor Bluebell.

En Bluebell el tono oscuro le hacía parecer inacabado. Su crespo cabello negro escapaba de todo control, y su nariz aguileña ocultaba unos dientes imperfectamente enmarañados. Inclinaba la cabeza cuando sonreía, lo que le hacía parecer más tímido de lo que ningún troll debería ser.

- Sois patéticos -dijo Relish mientras entraba en la celda-. ¿Os llamáis a vosotros mismos trolls? Me avergonzáis.

Parecieron sorprendidos ante el sonido de su voz.

- Lo siento, papá -dijo Burly.

- Lo siento, papá -dijo Blabberwort.

- No volverá a ocurrir -dijo Bluebell.

Como si Relish fuera a creer eso.

- Esta es la última vez que vengo a rescataros. Especialmente por ofensas menores.

- Vamos, papá -dijo Burly-. Quítate los zapatos mágicos.

Aparentemente a su hijo no le gustaba que su padre fuera invisible. A parecer ponía nervioso a Burly. Lo cual era bueno.

- Me los quitaré cuando me dé la gana -dijo Relish.

- No debes llevarlos más tiempo del necesario -dijo Blabberwort.

- ¡Calla! -ordenó Relish-. Puedo arreglarme con ellos.

Pero tal vez no podía. Estaba un poco mareado, y estaba disfrutando un poco demasiado sermoneando a sus estúpidos hijos. Se sentía borracho… un sentimiento que le gustaba… pero probablemente fuera peligroso sentirse así cuando estaba dentro de una celda de la Prisión Monumento a Blancanieves. Que le cogieran por hacer juicios erróneos le haría casi tan estúpido como sus estúpidos hijos.

Lo cual no era en absoluto una buena comparación.

Puso una mano invisible contra la fría piedra de la pared y se quitó un zapato mágico. Después se quitó el otro zapato y se tambaleó un poco cuando se volvió visible.

Observó a sus hijos mientras le veían aparecer. Los tres se inclinaron lejos de él.

Bien. Todavía le tenían miedo. Como debía ser.

- Coge esto -dijo tras recuperar el equilibrio. Lanzó la bolsa de polvo troll a la mano de Burly-. Creo que me he ocupado de todos los guardias, pero se me puede haber pasado alguno.

Burly tomó el polvo como si nunca lo hubiese visto antes. Relish le miró furiosamente. Burly cerró la mano alrededor de la bolsa. Relish alzó las cejas.

- ¿Queréis quedaros aquí para siempre?

- No, papá -dijo Burly.

- No, papá -dijo Blabberwort.

- No quiero volver aquí nunca -dijo Bluebell.

- Entonces vamos.