Capítulo 18

Lobo se sentó en la proa del barco, con las piernas extendidas ante él. El sol al ocultarse se reflejaba en el agua, y el río desprendía un fuerte olor a algas. Tenía que bizquear para leer, pero continuó. Los libros le ayudaban. Él lo sabía.

Virginia se sentó a su lado, sujetando con fuerza los zapatos mágicos. No había dejado de agarrarlos desde que se los quitó. La adición empeoraba.

- ¿Virginia -preguntó Lobo-, dirías que estamos desesperadamente hambrientos de amor y aprobación, pero destinados al rechazo?

- Estoy completamente feliz tal como soy, gracias.

Él le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa confiadamente. Entonces él atacó. Agarró los zapatos y, con un solo movimiento, los lanzó por la borda.

- ¡No! -gritó Virginia-. No, no…

Se puso de pie y estaba a punto de lanzarse al agua tras ellos cuando él la cogió de la cintura. Ella era más fuerte de lo que aparentaba y lo zarandeó durante un momento antes de que lograra dominarla.

- ¿Por qué hiciste eso? -Sonaba como una niña a quien le hubieran roto su juguete favorito.

- Tenía que hacerlo -dijo Lobo-. Por tu propio bien.

Ella batalló contra las manos de él.

- ¡Tiraste mis zapatos!

- Y estabas soñando con ponértelos esta noche, ¿verdad? -preguntó Lobo.

- Sí -dijo Virginia-. ¿Cómo sabías eso? -dejó de luchar y por primera vez ese día lo miró con ojos claros. Ella estaba regresando. Eso le gustó.

- La magia es muy agradable -dijo Lobo-, pero es muy fácil hacerse adicto a ella.

Virginia echó un vistazo al agua. Obviamente aún era adicta, pero se le estaba pasando. Sólo sería cuestión de tiempo.

- ¿Pero por qué tú no los querías? -preguntó Virginia-. ¿Por qué eras capaz de resistir a los zapatos y yo no?

Buena pregunta, y una a la cual no estaba seguro de sí debería contestar. Pero lo hizo, tan francamente como pudo.

- Porque -dijo él amablemente-, tú tienes un muy fuerte deseo de ser invisible.

Tony estaba de pie a unos metros de distancia y a su lado el Príncipe Wendell. El Príncipe Wendell había estado observando a Lobo y Virginia. Tony había estado tomando profundas inspiraciones. Nunca antes había disfrutado tanto de la libertad. Realmente era verdad. Una persona daba las cosas por sentadas hasta que esas cosas le eran arrebatadas. Nunca más iba a quejarse de su trabajo o su vida o del señor Murray. Bueno, quizás del señor Murray si el vejestorio había vuelto a la normalidad. Pero de nada más.

- Anthony -dijo el Príncipe Wendell- si valoras la seguridad de tu hija, entonces debemos deshacernos de este Lobo inmediatamente. Se la comerá para el desayuno.

Tony frunció el ceño. En aquel momento, Lobo le miró. El mismo Tony no estaba seguro de si confiar o no en este tío. Después de todo, él le había dado la habichuela mágica… que resultó ser estiércol de dragón. Se estremeció. Aquella experiencia no había sido lo que los cuentos de hadas contaban. Excepto porque le había permitido hablar al Príncipe Wendell, valiera lo que valiera eso.

Lobo alzó cejas como si cuestionara la vehemencia de Tony.

- El príncipe dice que no confía en ti -dijo Tony a Lobo.

- Yo tampoco confío en él -dijo Lobo-. Un perro es un lobo cruzado con una vieja almohada. Son coleccionistas de pantuflas con cola. Y se puede disparar a un lobo cuando se le avista en su miserable reino.

- Ladrones de pollos -dijo el Príncipe Wendell-. Comedores de abuelitas y pastoras histéricas. Nombra una historia dónde el lobo sea el bueno.

- ¿Qué ha hecho él hasta ahora, aparte de meteros en problemas? -preguntó Lobo-. Nada. Mientras que yo he salvado vuestras vidas tantas veces que he dejado de contarlas. Por lo que veo: Perros cero, Lobo treinta y siete mil puntos.

Tony suspiró. Esto no ayudaría. Y parecía que a Virginia, mal que le pesara, le gustaban tanto Lobo como el Príncipe Wendell. Ahora mismo, Tony creía que necesitaban a ambos híbridos hombre-animal. Sacudió la cabeza ante esa idea, una que nunca habría tenido en Nueva York, y embutió sus frías manos en el bolsillo de su muy manchada chaqueta.

Había algo en el bolsillo izquierdo. Lo sacó. Era la talla que Clay Face le había dado. Tony la examinó apropiadamente por primera vez.

Era una diminuta estatua épica que le recordaba ligeramente a la de los tipos que levantaban la bandera en Iwo Jima. Sólo que ésta no tenía ninguna bandera. Sólo dos hombres, una mujer, y un perro. Bajo ella estaban las palabras: