Capítulo 15

El Príncipe Wendell estaba atado a la mesa. Había tres comidas colocadas frente a él, con su nueva nariz de perro, podía oler el veneno en ellas. Sus tripas sonaron, pero su autocontrol nunca flaqueó. ¿Qué clase de tonto se había pensado el alcaide de la prisión que era? Incluso un perro, un perro real, podría haber descubierto este truco.

Un olor familiar le llamó la atención. Wendell se volvió. Tony estaba fuera de la oficina del alcaide. Wendell fue hacia la puerta, se puso de pie sobre sus patas traseras y trató de ver a través de la cerradura. Tony se tambaleaba por el pasillo. Su camisa estaba salpicada de sangre y parecía tener nuevos dientes delanteros.

¿Cómo podía ser eso posible?

Wendell se sentó enfrente de la puerta y esperó, con la esperanza de que Tony viniese a por él. Un momento después lo oyó murmurar.

- Lo tengo, Príncipe.

- Estupendo -dijo Wendell-. El alcaide está en la cocina preparándome otra comida envenenada. Usa la llave ahora. Abre la puerta. Aquí hay uniformes de repuesto. Puedes ponerte uno y sacarme de la prisión.

Wendell podía oír a Tony hurgando en la cerradura. Metió la llave en el agujero e intentó girarla. Wendell comenzó a jadear, luego se detuvo a sí mismo. Jadear era indigno.

- Date prisa -susurró. Luego intentó ver por debajo de la puerta.

Dos guardias agarraron a Tony por la espalda. El alcaide estaba junto a él, con un humeante plato de comida.

Las tripas de Wendell hicieron ruido de nuevo.

- Realmente debes adorar el dolor -dijo el alcaide.

- No, oh, no, por favor -suplicó Tony-. Solo estaba caminando por el pasillo y resbalé, golpeé su puerta y terminé de rodillas ante ella.

El alcaide quitó la llave de la cerradura y la examinó. No parecía muy feliz.

- Llevadle abajo -dijo el alcaide-. Atadlo a la mesa del comedor y dadle cincuenta latigazos con plantas de habichuelas delante la prisión entera. Ahora mismo.

Las plantas de habichuelas eran la cosa más dura conocida por el hombre. Wendell había visto espaldas después de ser azotadas. No era una visión agradable. Ocultó la cabeza entre sus patas.

- Lo siento mucho, Anthony.

Entonces la puerta se abrió. Entró el alcaide. No se veía por ninguna parte a Tony, pero Wendell podía oírlo, gritando corredor abajo.

El alcaide dejó el plato de comida frente a Wendell, y el acre olor a veneno casi le hizo tener arcadas. La próxima vez, quiso decir, trae un veneno que no pueda oler un perro.

Pero el alcaide no parecía estar muy preocupado por él. De hecho, indicó a los otros tres guardias que lo siguieran a la habitación principal.

- Tengo llaves que se pierden -dijo el alcaide-. Tengo trolls, lobos y Reinas que se pierden. Por el bosque encantado, ¿qué ha pasado con la seguridad básica en esta prisión?

Débilmente, Wendell oyó el chasquido de un látigo y otro grito. Pobre Tony.

- Señor -dijo uno de los guardias-, cuando estuvimos revisando la prisión descubrimos que la puerta del sótano estaba sin llave en el momento de la fuga de la Reina. Es posible que escapara por ese camino.

Otro chasquido de látigo. Otro grito. Wendell se estremeció.

- ¿Qué hay ahí abajo? -preguntó el Gobernador.

- Sólo un montón de trastos viejos -dijo el guardia-. Deben llevar ahí cientos de años, desde antes de que esto fuese una prisión.

Chasquido. Grito. Wendell deseó poder cubrirse las orejas.

- Coged a los trabajadores de la lavandería asignados para la mañana -dijo el Gobernador-, y ponedlos a limpiarlo todo, de arriba a abajo.

Los guardias asintieron, luego se fueron. El alcaide se marchó con ellos, probablemente a supervisar la tortura de Tony. Wendell estiró al máximo la cuerda para intentar ver en el escritorio del alcaide. En este estaba la lista de trabajo. Wendell apenas podía alcanzarla.

Cogió un lápiz con los dientes y garabateó el nombre de Tony al principio de la hoja. Abajo, el látigo chasqueo de nuevo, y Tony gritó.

***

Hacía mucho tiempo que Lobo no subía a una planta de habichuelas. Sus manos estaban arañadas. No era algo de lo que preocuparse. Estaba agazapado en una parra a siete metros sobre el suelo, Virginia estaba junto a él. Mantenía los zapatos mágicos lo más alejado posible de ella, pero no parecía quererlos ya.

Por lo que sabía, era una treta para hacer que se descuidara. No se descuidaría, no con estas cosas.

Ella estaba mirando hacia abajo intensamente, respirando muy despacio. Él estaba teniendo problemas para respirar igual de silenciosamente. Su proximidad era bastante excitante, incluso si había trolls y perros merodeando cerca.

Como en respuesta a sus pensamientos, el Rey Troll apareció debajo de ellos, conduciendo a dos gigantescos dobermans. Los perros estaban gruñendo, babeando y olfateando la tierra. Lobo sintió erizarse su vello. Deseó saltar sobre sus espaldas y arrancarles las tripas. Quería morder sus cuellos mientras morían. Quería, pero no podía. Se ocultaría aquí como un buen humano hasta que se fuesen.

- Continuad moviéndoos -dijo el Rey Troll-. Están muy cerca. Los perros pueden olerlos. No dejéis que se os escapen de nuevo.

- No, Padre -dijeron los tres hijos al unísono.

Después de un momento, el Rey Troll y los perros pasaron de largo.

Lobo sólo podía ver la parte de arriba de las cabezas de los hijos y eso no hacía que pudiese distinguir entre los chicos. Sólo el pelo naranja de Blabberwort la distinguía de los demás. Afortunadamente, él reconocía las voces.

- ¿Tienes algunas setas mágicas, Blabberwort? -preguntó Burly.

- Tengo algo de musgo enano -respondió Blabberwort-. Aunque te hará volar la cabeza. Yo vi hadas durante tres días la última vez que lo tomé.

- Líanos uno gigante -dijo Bluebell-. Esta será una larga noche.

Los trolls se fueron, siguiendo a su padre a lo profundo del bosque.

Virginia se estaba agarrando tan fuerte a la parra que sus nudillos se habían vuelto blancos. Por lo visto, pensaba que iban a encontrarla.

Lobo se volvió hacia Virginia y susurró:

- Las plantas de habichuelas tienen un olor muy fuerte. Eso pone a los perros fuera de juego.

Virginia se frotó la nariz con el dorso de la mano.

- No hace falta que lo digas.

- Nos quedaremos aquí hasta que sea seguro -dijo Lobo.

Los faroles eran pequeñas manchas en la distancia.

- ¿Cómo te has visto envuelto en todo esto en primer lugar? -le preguntó Virginia.

Lobo, afortunadamente, estaba mirando hacia abajo. La última cosa que quería hacer era contarle la verdad.

- Bueno, ocurrió que me encontré en un apuro…

- Estabas en esa prisión ¿verdad? -Le preguntó Virginia-. ¿Por qué estabas allí?

Chica lista. Le echó una ojeada.

- Oh, no gran cosa. Por perseguir un poco a unas ovejas, ya sabes. Y meten a un lobo en una celda en prisión sin ningún sitio donde saltar, sólo capaz de ver el cielo a través de barrotes, es inhumano.

Virginia asintió.

- ¿Crees que me los puedo poner de nuevo?

- ¿Qué? -le frunció el ceño.

- Estoy segura de que los zapatos están cargados totalmente de nuevo.

Virginia trató de arrancarle los zapatos, pero Lobo los apartó de ella.

- ¡No! -dijo Lobo.

- Son míos. -dijo ella-. Son… ¿Qué es eso?

- Oh, es sólo mi cola. -dijo Lobo. Le avergonzaba que se hubiese salido. La metió por un pequeño agujero que tenía en la parte de atrás de los pantalones. Parecía que las partes de lobo en él siempre emergerían en los momentos más inoportunos.

- ¿Tu cola? -dijo con los ojos abiertos de par en par.

- No es muy grande en este momento del mes -dijo él-. Solo una pequeña brocha.

- ¿Tienes una cola? -insistió Virginia.

- ¿Y? -dijo bruscamente Lobo-. Tú tienes unos suculentos pechos, pero yo no me refiero a ellos todo el tiempo, ¿verdad?

Virginia estaba mirando de reojo su trasero el cual, la verdad sea dicha, no estaba nada mal. Finalmente, él sonrió.

- Adelante -dijo suavemente Lobo-. Tócala. Es perfectamente normal.

Ella alargó la mano, luego la cerró en un puño.

- Si es tan normal, ¿por qué la mantienes escondida todo el tiempo?

- Porque en el caso de que no lo hayas notado -dijo Lobo-, a la gente no le gustan los lobos.

Sus miradas se cruzaron. Él asintió con la cabeza, animándola.

- Acaríciala -dijo Lobo-. Vamos, no te va a morder.

Virginia estiró la mano y la tocó. Sus dedos fueron muy suaves.

Él gimió y luego se removió ligeramente.

- ¿Qué? -preguntó Virginia, quitando la mano.

- Con el pelo -dijo Lobo-. No contra él.

Ella lo tocó de nuevo. Sus dedos se sintieron mejor la segunda vez.

- Es muy suave -dijo Virginia.

- Gracias -contestó Lobo.

***

La Reina alzó la puerta del sótano. Nubes de polvo flotaron a su alrededor pero ella apenas las notó. Los dos sirvientes tras ella tosieron. Agarró una lámpara y la levantó mientras comenzaba a bajar los escalones del sótano.

Telas de araña, polvo y oscuridad. El lugar olía a humedad y a podrido. Hacía mucho tiempo que nadie había estado aquí abajo. Tembló ligeramente. También hacía frío.

Podía sentir el miedo de los sirvientes tras ella. Pero ella sabía demasiado para tener miedo. Sabía qué estaba buscando.

Cuando alcanzó el sucio suelo, lentamente dibujó un gran círculo con sus pies. Luego, cuidadosamente, marcó cinco X dentro. Cuando lo hubo hecho, se hizo a un lado.

Los sirvientes la miraban como si no pudiesen creer lo que ella quería. Pero los había instruido antes de llegar. Levantaron sus palas y cavaron en la primera X, con cuidado, justo como ella les había explicado.

Sólo les llevo unos momentos desenterrar el espejo de su tumba superficial. Uno de los hombres iba a tirar para sacarlo, pero ella levantó una mano, deteniéndolo. Era mejor sacarlos todos de una vez.

Los sirvientes cavaron el segundo agujero, luego el tercero, el cuarto y el quinto, desenterrando los espejos restantes. Entonces ella asintió y les dejó que sacaran los espejos.

Cada espejo era antiguo y cada uno diferente, un producto de su tiempo. Algunos tenían el armazón metálico, algunos de madera. Uno era más pequeño que los otros y aún podía sentir su magia.

Los miró fijamente todos, seguían cubiertos de suciedad, y estaba deseando tenerlos a todos en la privacidad de su propia habitación. Sonrió a su propio reflejo en los cinco espejos y dijo.

- Se siente tan bien tener el poder de vuelta.