Capítulo 8

Blabberwort se sentó en su esquina del cuarto mágico, con las piernas encogidas contra su amplio pecho. Incluso con el agujero en el suelo del cuarto, el agujero abierto a la eternidad… o quizá a causa de ello… el cuarto se había vuelto extremadamente caliente. Y olía a sus hermanos, de un modo que la celda de prisión nunca había olido.

Era culpa de ellos que estuviesen todos atrapados. Si no hubiese venido con ellos. Si no les hubiese dejado conducirla a este lugar horrible, entonces estaría bien. Estaría en algún otro sitio, donde podría decir si era de día o de noche, de noche o de día, o constantemente de día. Tal vez constantemente de noche. Sería capaz de decirlo. Y aquí, no podía.

Ellos la estaban mirando con hostilidad también, como si fuese ella la que estaba loca. Y estaban equivocados.

Ya no podía aguantar esto más. Tenía que hacer algo. Se levantó de un salto y miró los botones mágicamente iluminados que había a su lado.

- ¿Qué estás haciendo? -preguntó Burly.

- Sólo iba a presionar todos los botones otra vez -dijo Blabberwort.

- Lo has hecho ya treinta mil veces -dijo Burly, indignado-. ¿Cuántas veces más tienes que hacerlo antes de que te des cuenta de que no hacen nada, cerebro de enano?

Por encima de ella, la extraña luz chisporroteaba y parpadeaba. Se dejó caer hacia atrás, sabiendo que Burly tenía razón y odiando admitirlo.

- ¿Cuánto creéis que durará este hechizo? -preguntó Burly.

- No puede durar mucho -dijo Blabberwort.

- ¿Cien años? -preguntó Burly.

- Como máximo -dijo Blabberwort-. Puede que sólo cincuenta.

Estaba intentando minimizar su situación, pero no funcionaba. Sus palabras parecieron deprimirlos más que cualquier otra cosa.

Ellos la deprimían a ella.

Cincuenta años. Eso era más tiempo de lo que habían sido condenados a la Prisión Monumento a Blancanieves.

- Bueno, aprovechemos al máximo nuestro confinamiento -dijo Burly- y estemos de acuerdo en no pelearnos.

- Desde luego -dijo Blabberwort-, cumpliremos los cien años, y puede que si tenemos suerte sólo tengamos que cumplir dos tercios del hechizo y podamos salir antes.

Bluebell había guardado silencio durante toda ésta conversación. Pero ante eso último, se giró hacia su hermano.

- ¡No! -gritó Bluebell a Burly-. No puedo pasar cien años con tus calcetines.

Se abalanzó sobre Burly, y comenzaron a pelear, rodando y dándose puñetazos, mordiendo y pateando, chillando y gritando, evitando por poco el agujero en el suelo.

- ¡Basta! -gritó Blabberwort-. Esto es justo lo que ella quiere. Quiere que nos entre el pánico. Encontraremos una salida a este hechizo, confiad en mí.

Los agarró y los separó. Clavaron los ojos en ella como diminutos bebés.

- Confío en ti -dijo Burly.

- Yo confío en ti más -dijo Bluebell.

Ella suspiró y los lanzó hacia otra parte. Era bueno y estaba bien que confiasen en ella. ¿Pero qué importaba cuando ella no confiaba en ellos?

No confiaba en ellos en absoluto.

***

Murray tenía una esposa magnífica. Era alta, aunque no tan alta como Tony… rubia y de ojos azules, con la piel más bella que él alguna vez había visto en una mujer. Murray solía ponerse celoso cuando cualquier otro hombre miraba incluso a su esposa, pero ahora estaba más preocupado por el problema del aumento de cerveza en la cocina.

Los demás miembros de la familia Murray no parecían notar sus miradas tampoco, y había al menos ocho de ellos en la habitación. Extraño para un montón de pequeños cotillas.

Tony estaba disfrutando esto. Todo excepto de la parte de besar-el-culo. Cada vez que se daba la vuelta, otro miembro de la familia de Murray trataba de alcanzar su trasero. Tenía que ahuyentarlos como a moscas.

La esposa de Murray estaba delante de él, y Tony tenía las manos en sus esbeltos hombros. Se preguntó cuánto podía hacerle a esta mujer sin incurrir en la furia de Murray.

Se preguntó cuánto podía hacerle a esta mujer y no perder su respeto por sí mismo.

Sólo había una forma de averiguarlo. Tony dijo:

- Murray, saco a tu esposa a comprarle algo de ropa interior, ¿te parece bien?

- Bien, amo -dijo Murray-. Sírvase.

Tony podía oír el traqueteo y el crujido del frigorífico. En la última cuenta, había 108 botellas de cerveza en él. Probablemente más ahora. Desde luego más de lo que la cosa podía contener.

Como hecho a propósito, escuchó las botellas chocar violentamente contra el suelo. Sonrió abiertamente.

- ¿Dónde está mi cerveza?

La puerta recién reparada del apartamento se abrió, y la vieja señora Murray entró. Parecía un poco sin aliento tras el trabajo de reparación que había realizado antes. Sus ojos estaban vidriosos al igual que los del resto de su clan.

- Amo -dijo ella-, creo que podría haber alguien atrapado en el ascensor. Puedo oír voces y golpes.

- Bueno, por si no lo has notado -dijo Tony-, ya no soy el señor Arréglalo-todo. Mueve tu trasero rico y arréglalo tú, vieja arpía miserable.

- Enseguida, amo -dijo la madre de Murray. Salió dando saltitos.

Tony acarició el cabello de la esposa de Murray. Tendría que aprenderse su nombre en alguna ocasión. Tal vez después de una semana bañada de sol en las Bahamas. Ella podría llamarle amo todo el tiempo y no llevar nunca nada de ropa. Y no intentaría detenerla si intentaba alcanzar su culo.

Las Bahamas. ¿Deseaba eso? ¿O debería ser más pragmático? Después de todo, sólo le quedaban unos pocos deseos.

- Está bien, Señor de los Deseos -dijo Tony -, la señora Murray y yo necesitamos algún dinero para gastar. ¿Qué tal un millón de dólares?

El timbre de la puerta sonó. Tony dejó a la señora Murray a un lado y se apresuró hacia la puerta. La abrió, y no vio a nadie. Entonces bajó la mirada. Había una bolsa delante de la puerta. La bolsa estaba ligeramente abierta… y estaba llena de dinero.

Se agachó, pasando los dedos por el dinero como si fuera el cabello de la señora Murray.

- ¡Rico! -gritó Tony- ¡Soy rico!

La agarró y la arrastró adentro, dejando caer dinero mientras la entraba. La aspiradora lo absorbió detrás de él, tal como había absorbido las alfombras. Su bolsa se estaba hinchando malamente. Tendría que resolver cómo solucionar eso en algún momento, pero ahora no.

No cuando era rico por primera vez en su vida. Le mostró el dinero a la señora Murray.

- ¡Rico! -dijo.

Ella no pareció más impresionada de lo que había estado antes. Pero a él no le importó. Las Bahamas, sol, no más trabajo nunca. ¿Cuánto más perfecta podía volverse la vida?

***

Había tenido sueños sobre beicon, una bella mujer, y… basura. Lobo abrió los ojos. Le dolía la cabeza. Le llevó un momento darse cuenta de dónde estaba. El edificio del que se había caído se erguía amenazadoramente ante él como una pesadilla. Ni siquiera podía decir cuál era la ventana de Virginia.

Lentamente se puso de pie y se sacudió. Había tenido un plan, pero el golpe en la cabeza lo había eliminado de su cerebro. Frunció el ceño. Tenía que hacer algo. Caminó hacia la puerta más cercana y se detuvo, intentando orientarse.

Una mujer se acercó a él. Llevaba unas gafas grandes y tenía el cabello rojo apartado de su piel pálida. Demasiado inteligente para comérsela.

- ¿Puedo ayudarle? -preguntó ella.

- Oh, eso espero -dijo Lobo-, estoy muy confuso.

- Debe ser usted el recomendado de Paul. Soy la doctora Horovitz -La mujer intentó estrecharle la mano, entonces pareció darse cuenta de que estaba sujetando una taza de liquido oscuro y un pastel. Ella se encogió de hombros-. Paul dijo que se pasaría usted para pedir una cita.

- ¿Me puede decir qué estoy haciendo aquí? -preguntó Lobo.

Ella le sonrió.

- Vamos a conocernos un poco antes de abordar la gran pregunta. ¿Vale?

A él le parecía bien, pensó, aunque no estaba seguro de por qué. ¿Qué había estado planeando? ¿Un asado? Le parecía un recuerdo confuso.

La doctora Horovitz abrió la puerta de su oficina. Él recorrió con la mirada el letrero mientras la seguía: Doctora Horovitz Mariano, Psicoanalista. No tenía ni idea de qué significaba eso, pero un hombre no caía por la ventana y aterrizaba a los pies de una doctora sin necesitar ayuda. Tal vez estaba herido. Tal vez ella pudiera curarlo.

La mujer encendió un interruptor de luz, revelando una oscura habitación de paneles oscuros llena de libros. Un sofá de cuero olía a una comida demasiado vieja para ser comestible. Colocó el líquido y el pastel en un escritorio de madera y señaló al sofá. Después de un momento, Lobo se percató de que quería decirle que se sentara en él.

Lo hizo, cautelosamente.

- Mejor si se tumba -dijo ella.

Inclinó la cabeza hacia ella. No parecía que estuviera a punto de seducirle. Sabía cómo eran las mujeres cuándo hacían eso, y no se parecía a esto. De todos modos, se tumbo en parte porque quería ver lo que ella haría, y en parte porque estaba todavía un poco mareado.

Ella se sentó en una silla de cuero y cruzó las manos en su regazo.

- Ahora, entonces -dijo ella. Tenía un acento que no reconoció- yo voy a decir una palabra, y quiero que usted me conteste con lo primero que le venga a la mente.

Él agarró un lápiz de una mesa cercana. La madera se sentía bien en sus manos. Luego se lo metió en la boca. La doctora Horovitz le estaba mirando expectante. ¿Qué había dicho ella? Palabras. Ella diría una, él diría otra… podía hacerlo. Asintió con la cabeza.

- Casa… -dijo la doctora Horovitz.

- Cocinar -contestó Lobo.

- Cobarde…

- Gallina.

- Boda…

- Tarta.

- Muerte…

- Carne.

- Sexual…

- Apetito.

- Amor…

- Comer cualquier cosa suave y esponjosa -Lobo rompió el lápiz por la mitad. Estaba más nervioso de que lo que pensaba. La doctora Horovitz clavó los ojos en él. Él se encogió de hombros-. Lo siento, más de una palabra. Comience de nuevo.

La mujer se inclinó hacia adelante como si ella fuera la depredadora y él

la presa. Y Lobo descubrió que la sensación resultaba agradable…

***

El problema de la aspiradora estaba escapando de control. La bolsa tenía cinco veces su tamaño normal, y la aspiradora estaba eructando humo negro. Estaba intentando echar abajo las cortinas de sus barras.

- Dame un respiro, ¿vale? -gritó Tony a la aspiradora.

La aporreó con un bate de béisbol viejo, pero eso sólo pareció volverla aún más decidida. Gruñía y rasgaba las cortinas como un perro loco.

Tony la aporreó una y otra vez hasta que la cosa resolló, eructó algo más de humo negro, y se detuvo. Silencio. Misericordioso silencio. Pero de algún modo la aspiradora había perdido líquido. Sus pies estaban mojados. Miró hacia abajo.

El líquido no venía de la aspiradora. Venía de la cocina. Y olía sospechosamente a cerveza.

Tony se apresuró hasta la cocina. Murray estaba abrazando el frigorífico como si fuese éste una cosa viva que intentara atacar el apartamento. Lo había atado con cuerdas elásticas, y las cuerdas se estaban tensando. Las botellas de cerveza estaban cayendo a través de la pequeña abertura de la puerta.

- No puedo pararlo, amo -dijo Murray.

Vaya desastre. Tony apoyó su peso contra la puerta. Con su fuerza y la determinación de Murray, lograron obligar a la puerta a cerrarse. Se quitó el cinturón y lo enrolló alrededor de la manilla de la puerta, luego añadió algunas cuerdas elásticas más.

El frigorífico se sacudía como un animal enjaulado.

- Esto no lo va a contener -dijo Murray.

Todo se estaba desmoronando. Pero Tony no dejaría que su sueño final fuese destruido. Tenía que dejar el apartamento antes de que el frigorífico estallase.

Agarró la bolsa de dinero y luego tomó a la señora Murray por el brazo.

- Eso es todo, basta -dijo Tony-. Nos vamos. Adiós, a todos.

Abrió la puerta delantera… y saltó hacia atrás cuando un grupo de agentes de policía… miembros del equipo SWAT, o lo parecían… entró disparado, apuntando grandes armas hacia él.

- Las manos atrás. ¡Ahora! -gritó un policía mientras empujaba a Tony contra la pared. Le atraparon allí y le dieron vuelta. De alguna manera había dejado caer el dinero y había perdido a la señora Murray al mismo tiempo.

Tenía que luchar por sí mismo aquí. Era su última oportunidad. Además, esto tenía mala pinta.

- ¿Qué pasa? -exigió Tony- ¿Qué he hecho?

- Aquí está el dinero-dijo un poli.

- No. No. No -dijo Tony- Ha habido un error. Este dinero simplemente apareció en mi puerta.

Un oficial le agarró las manos y tiró de ellas bruscamente detrás de su espalda. Quiso protestar y decir que eso dolía, pero lo pensó mejor. Le sujetaron las manos ahí y luego le pusieron las esposas. El metal estaba frío y le mordió las muñecas.

Luego los polis le dieron la vuelta. La familia Murray estaba puesta en fila, observando todo el procedimiento. Dos polis estaban revolviendo sus cosas. Otro se había encaminado hacia la cocina.

- No he dejado el apartamento en toda la mañana -gritó Tony-. Todas estas personas lo confirmarán por mí. Son testigos independientes, ¿verdad?

- Sí, oh, Amo -dijeron todos a una. Luego se inclinaron de modo respetuoso.

- Miren, tienen al hombre equivocado -dijo Tony-. Sólo estaba tomando una cerveza tranquilamente con mis amigos.

Los polis se miraron como si no creyeran una sola palabra de aquello. Tony sabía que estaba jodido. Estaba a punto de decir algo, cualquier cosa más, cuando el frigorífico estalló.

***

Virginia se bajó del autobús. Estaba cansada. Príncipe la seguía, y deseó que no lo hiciese. Todo había sido extraño desde el momento en que le conoció.

Giró la esquina de la manzana hacia su vecindario. Había estacionados fuera más coches de polis de lo acostumbrado Tal vez finalmente habían atrapado a esas extrañas personas trolls a las que había encerrado en el ascensor. Esperaría hasta que terminasen lo que fuera que estuvieran haciendo, y luego intentaría contactar con su padre.

De todos modos había estado deseando hablar con Príncipe. Se detuvo cerca de la entrada al parque. Príncipe se detuvo también, su cola agitándose impacientemente.

- Listo -dijo ella-. Aquí es donde nos despedimos.

Príncipe ladró dos veces, su señal para decir no.

- Sí -dijo Virginia-. Desde que has entrado en mi vida, he sido atacada por trolls y por un lobo, y mi abuela no quiere volver a verme otra vez. Al menos, no hasta que se saque los condimentos del pelo. Y no puedo ir a casa tampoco.

Príncipe estaba de pie en la orilla del parque. Virginia agitó una mano hacia él.

- Eso es todo -dijo Virginia al perro-. Hasta la vista. Fuera.

Príncipe no se movió, y tampoco lo hizo Virginia. Simplemente no podía dejarle allí. Pero tenía que hacerlo. Las cosas eran en este momento demasiado extrañas.

Virginia suspiró.

- Vale, éste es el trato. Voy a llevarte de vuelta exactamente adonde te encontré, y luego nuestros caminos se separan. ¿Vale?

Príncipe ladró dos veces. Ella lo ignoró y entró en el parque. Siguió el sendero que normalmente tomaba. No tardaría en encontrar el lugar del accidente.

- Mira -dijo Virginia-, no soy del tipo aventurero. Soy sólo una camarera. Esto es demasiado espeluznante para mí, muchas gracias. Quienquiera que sean esas personas que te quieren, pueden quedarse contigo.

Cuando se acercaron, Príncipe corrió delante de ella, agitando la cola. Para ser un perro que se había resistido a dejarla unos momentos antes, estaba desde luego encantado de estar aquí.

Había marcas de rozaduras en la hierba, donde sus llantas habían dado un patinazo, y un mechón de pelo cerca de una de las ramas. Pelo de perro.

- Bien, aquí estamos -dijo Virginia-. Aquí es donde realmente tenemos que decirnos adiós.

Se alejó de él. Príncipe giró esos adorables ojos perrunos hacia ella… ojos humanos en realidad… y la miró lastimeramente. Luego ladró dos veces. Era como si lo estuviese abandonando a horrores que ella ni siquiera podía imaginar.

Pero tenía que hacerlo.

Era lo mejor.

O así intentó creerlo.