JUAN EL VALIENTE

PRIMER ALCALDE DE BEANTOWN

Frunció el ceño. Todo era tan raro aquí, y aun así tan extrañamente familiar. Los cuentos que había aprendido de niña se mezclaban con lo que podía ver y hacían que el mundo en el que había creído se convirtiera en algo que no era del todo real.

Se volvió hacia Lobo.

- Ese es Juan de…

Juan y las habichuelas mágicas, sí. -dijo Lobo.

Ella asintió. Los zapatos hormiguearon a través de ella. Ella los tocó, los sintió bajos sus dedos. Brillaban.

- Esta solía ser una zona muy próspera -estaba diciendo Lobo. No la estaba mirando-. Antes de que las plantas de habichuelas brotaran por todas partes y contaminaran la tierra.

Ella deslizó los zapatos en sus pies, y sintió el hormigueo por todo su cuerpo.

- A los trolls se les entregó esta tierra como su reino -estaba contando Lobo.

Ella levantó la mano hacia su cara y se rió tontamente cuando no vio nada.

- Y es por eso que odian tanto al Príncipe Wendell, porque él tiene un reino jugoso y fértil reino y…

Lobo dejó de hablar y se giró. Luego se giró de nuevo. Virginia suprimió otra risita. No podía verla.

- ¿Virginia? -la llamó Lobo.

Él continuaba girando despacio como un molinillo de juguete, y entonces paró, poniéndose las manos en las caderas.

- Por favor dime que no te has puesto los zapatos mágicos del Rey Troll -dijo Lobo, claramente disgustado.

De acuerdo, pensó ella, no te diré nada en absoluto. Se colocó una mano en la cabeza. Un poco mareada. Casi borracha. La urgencia de reírse tontamente surgió de nuevo. Se preguntaba durante cuánto tiempo podría aguantarse. ¿Lo suficiente como para escapar este tío bueno?

No lo sabía, pero iba a intentar averiguarlo.

***

Tony estaba en una mesa que había en el centro del comedor, en el lado más alejado, así podía ver al guardia ir y venir. La habitación parecía más pequeña y estrecha cuando estaba llena por la mayor parte de la población de la prisión.

Hasta donde Tony podía decir, eran todos hombres, aunque algunos tenían alas. Otros tenían las caras aplastadas, como esos trolls de los que Virginia y él habían estado huyendo. Otros, como el tipo del otro lado de la mesa, tenían cicatrices cruzándoles la cara como si fuesen pelotas de béisbol.

El alcaide estaba de pie en la parte delantera de la habitación con algunos otros guardias. El mapa estaba tras ellos. Y en la mesa enfrente de los convictos había recipientes llenos de algo que olía a sopa de guisantes de más de cuatro días combinada con habichuelas sobrecosidas al horno y heno podrido. Tony tenía la corazonada de que la comida no iba a ser su momento favorito aquí en la Prisión Monumento a Blancanieves.

Todo el mundo estaba de pie con las manos cruzadas delante, aunque nadie le había dicho porqué. Ante un pequeño movimiento de la fusta del alcaide, todo el mundo comenzó a recitar. Al unísono, decían:

- Prometemos servir al Príncipe Wendell, amable y valiente monarca del Cuarto Reino, y prometemos reparar nuestro mal comportamiento para que podamos vivir todos felices para siempre.

Después se sentaron. Tony suprimió la urgencia de mirarlos a todos como si estuvieran locos. Puede que estuvieran locos, pero también eran peligrosos.

- Tengo que daros malas noticias -dijo el alcaide-. Una nueva era de castigo ha caído sobre vosotros. A partir de ahora, todos los privilegios son cancelados.

Los prisioneros de todas las mesas comenzaron a golpear las tazas de metal contra la madera, la habitación entera pareció cobrar vida.

- Desafortunadamente, un nuevo preso, que debe permanecer en el anonimato por su propia seguridad, se niega a decirme como ha ayudado a la Reina a escapar.

Oh, estupendo. Tony intentó agachar la cabeza pero no sirvió de nada. El alcaide caminaba hacia él, asegurándose de que todo el mundo supiese de quién estaba hablando.

- Si podéis adivinar quién es ese hombre, por favor tratarlo con compasión, como haríais con cualquier otro nuevo preso. -el alcaide se detuvo justo detrás de Tony-. Aunque pensándolo bien, ya que no podréis tener ninguna visita ni hacer ejercicio por culpa de esta escoria, tomad eso como excusa para dejarlo inconsciente.

El aporreo cesó. Todo el mundo estaba mirando a Tony, incluso los tipos con un solo ojo o, peor, un ojo en medio de sus frentes. El alcaide se apartó, luego hizo una seña a los guardias, quienes se detuvieron en sus puestos, junto la puerta.

Los convictos continuaban mirando fijamente a Tony. Él les dedicó su mejor sonrisa lisonjera al estilo señor Murray y dijo:

- Hombre puedo entender porqué a nadie le gusta ese tipo.

Y menuda sorpresa, nadie se rió. Tony se lamió el labio superior, luego miró a la cosa verde que había en su plato. De ahí es de donde provenía el hedor. La cosa seguía soltando vapor ligeramente, lo que la hacía parecer aún menos apetecible.

- ¿Qué es esto? -preguntó.

Sus palabras fueron como una señal para que los demás comieran. La mayoría de ellos volvieron su atención a la comida. Cara de Arcilla estaba sorbiendo de su plato como si no hubiese comido en semanas.

- Es planta de habichuelas cocida. -respondió Cara de Arcilla entre sorbos.

- ¿Habichuelas cocidas? -dijo Tony esperanzadamente. Tomó una cucharada y tragó.

- Plantas de habichuelas -dijo Cara de Arcilla.

Tony escupió la comida en su mano.

- No puedo comer esto. Sabe a colchón viejo.

- No, no es así. -dijo un viejo convicto-. El colchón viejo tiene un sudoroso sabor a carne.

Tony no quería saber cómo sabía eso el viejo.

- ¿Con qué frecuencia está esto en el menú?

- Tres veces al día -dijo Cara de Arcilla

Tony levantó su vaso. Estaba lleno de un zumo verde pálido. Se parecía a algo que Virginia compraría en uno de esos bares vegetarianos de zumos que salpicaban las zonas de moda de Manhattan. Tomó una respiración profunda y un sorbo.

Sabía como la sopa de guisantes mezclada con habichuelas cocidas y heno, con algo de carne rancia para darle sabor.

Escupió el zumo por toda la mesa.

- Es zumo de planta de habichuelas -dijo Acorn-. Cuesta un poco acostumbrarse.

Tony dejó el vaso. Estaba sediento pero no tanto.

Podía ver, justo pasando la puerta, las escaleras hacia el sótano. Allí abajo estaba el espejo que podía devolverle a su mundo, donde el zumo verde sabía a Gatorade de lima-limón y donde la bazofia verde al menos tendría sal.

- Suponiendo que quisiera, umm, hablar con alguien acerca de conseguir, digamos por ejemplo, un trozo de metal -preguntó Tony-. ¿Cómo puedo lograrlo? ¿Quién es el pez gordo por aquí?

Cara de Béisbol miró a ambos lados para asegurarse de que nadie estaba escuchando, luego se echó hacia delante y susurró:

- Si quieres comprar, vender, pedir prestado, o hacer algo aquí, tienes que ir a ver al Hada de los Dientes.

Tony no estaba seguro de haber escuchado bien.

- ¿A quién?

- El dentista de la prisión -dijo Acorn.

- ¿Y cómo puedo ir a verle?

- Fácil -dijo Cara de Béisbol. Echó el puño hacia atrás y le propinó un golpe en la boca a Tony. Tony cayó de espaldas. El dolor le atravesaba la mandíbula superior. Miró fijamente a Cara de Béisbol como si éste estuviera loco, lo cual probablemente estaba.

- Dile al Gobernador lo que ha pasado y no verás un mañana. -dijo Cara de Béisbol con una sonrisa llena de mugre verde.

- Dientefff… -dijo Tony con una mano sobre su sangrante boca-. Me ha saltado los dientes.

- Shh -dijo Acorn-. Nos ocuparemos de eso.

Tony sintió la sangre rezumar entre sus dedos. El resto de los prisioneros miraba como si el espectáculo no fuese lo suficientemente bueno. Acorn terminó de comerse su limo verde y se puso en pie. Se acercó a uno de los guardias y le hizo señas a Tony para que lo siguiera.

Tony lo hizo.

- Este hombre se ha hecho daño en los dientes de delante en la cena -estaba diciendo Acorn mientas Tony se aproximaba-. Creo que necesita ver al Hada de los Dientes.

- Se supone que los prisioneros no pueden confraternizar fuera del comedor -dijo el guardia.

- Entonces dile al Príncipe Wendell, la próxima vez que venga, que un hombre no ha podido recibir un buen y necesario tratamiento dental.

El guardia frunció el ceño. Parecía que Wendell, en su forma humana, tenía algún poder por aquí.

- Hacedlo rápido -dijo.

Acorn asintió. Flexionó un dedo y Tony se inclinó hacia abajo. El dolor en el frente de su boca empeoraba. Acorn le dio instrucciones sobre cómo llegar hasta la celda del Hada de los Dientes y luego le empujó en la dirección correcta. Tony miró sobre su hombro. Los demás prisioneros sonreían abiertamente. Quizá debiera terminar su comida, sangrara o no.

- Ve -susurró Acorn.

Tony suspiró y se apresuró pasillo abajo. La hemorragia había cesado, dejando un sabor metálico en su boca. Su lengua jugó con los dientes delanteros. Se movían y había algunos hilos de piel alrededor de ellos que no estaban antes.

No le llevó mucho tiempo encontrar al Hada de los Dientes. Un mugriento letrero encima de la puerta le señaló que estaba en el lugar correcto. La puerta de la celda, sorprendentemente, estaba abierta. Tony entró.

El Hada de los Dientes se volvió y sonrió. El Hada de los Dientes no era la hermosa mujer de los mitos infantiles, sino un tipo regordete con largas alas azules. Tenía los peores dientes que Tony había visto en su vida.

- Esto no es bueno -dijo el Hada de los Dientes-. Hay que sacarlos todos.

- No hazz mirado en mi foca todaffia. -dijo Tony.

- ¿Quieres algún caramelo?

- ¿Caramelo? -preguntó Tony-. Eres un dentista, se supone que no tienes que ir dando caramelos a la gente.

- ¿Por qué no? -preguntó el Hada de los Dientes.

- Porque pican los dientef de la gente.

- Tonterías.

- Por sufuesto que lo hacen. -dijo Tony.

- Bueno perdóname -dijo el Hada de los Dientes-. ¿Pero quién es el extractor de dientes aquí? ¿Tú o yo?

Tony se sentó nerviosamente. Si no sintiese tanto dolor, no lo hubiera hecho. Pero algo tenía que cambiar. Le estaba entrando un dolor de cabeza que iba desde el puente de la nariz hasta la frente.

- Solo te ataré con las correas -dijo el Hada de los Dientes.

- ¿Que qué? -preguntó Tony.

- Las Correas del Confort -le respondió el Hada de los Dientes.

- No foy a seff atado -dijo Tony.

El Hada de los Dientes lo ató a lo que a Tony le pareció una silla eléctrica. Puesto que aquí todas las luces eran velas, sin embargo, sólo podía esperar que la única tortura de la que esta criatura no hubiese oído hablar fuese la silla eléctrica. Y él no pensaba hablarle de ella.

- Las caries en los dientes están producidas por tres cosas -dijo el Hada de los Dientes-. Número uno, una dieta pobre; número dos, no cepillárselos adecuadamente; y número tres, hadas malas.

Tiró hacia abajo de un rollo con dibujos de la boca y señaló un diagrama con lo que parecían ser malévolas hadas.

Ya estaba. Esto no era Oz y Toto, ni siquiera era tan bueno como el peor dentista de Nueva York.

- Me foy -dijo Tony.

El Hada de los Dientes se inclinó hacia delante y alcanzó la boca de Tony con sus cortos, sucios dedos. Tony intentó apartar la cabeza. Pero el Hada de los Dientes meneó los dientes frontales de Tony y el dolor fue enorme.

- ¿Te ha dolido? -preguntó el Hada de los Dientes.

- ¡Sí!

Los movió un poco más. El dolor creció.

- ¿Te ha dolido?

- ¡Sí!

- ¿Qué tal ahora?

El Hada de los Dientes tiró con toda sus fuerzas y arrancó los dientes delanteros de Tony. Tony sentía la boca ardiendo. Gritó mientras la sangre caía en su lengua.

El Hada de los Dientes alzó orgullosamente los dos dientes delanteros que Tony no había visto jamás enteros. Habían sido buenos dientes delanteros. Ya los echaba de menos.

- Dientes sueltos -dijo el Hada de los Dientes-. Eso pensé. No te preocupes. Tengo una bolsa entera de dientes mágicos aquí.

El Hada de los Dientes agarró una bolsa mugrienta y la abrió. Dentro había cientos de dientes.

La lengua de Tony jugó con el hueco vacío que había en la parte delantera de su boca. Sabía lo suficiente de medicina para saber que los dientes de algún otro, los dientes sucios de algún otro, le podían hacer enfermar para siempre. Tenía que volver la atención del Hada de los Dientes hacia otra cosa, y deprisa.

Regresó a la verdadera razón por la que había ido ahí.

- Oye, ayúdame por favor -dijo Tony-. Necesito hacer una llave con esto.

Rebuscó en el bolsillo y sacó la pastilla de jabón. El Hada de los Dientes entrecerró los ojos. Miró por encima de ambos hombros para asegurarse de que nadie miraba.

- ¿Para qué sirve? -preguntó el Hada de los Dientes.

Tony soltó su reloj y lo agitó. Estaba seguro de que estas criaturas no habían visto nunca nada como esto.

- Este es un reloj de pulsera usado -dijo Tony-. Mira, tiene manecillas en miniatura, y dice la hora perfectamente.

El Hada de los dientes cruzó la habitación y abrió la puerta de un armario. Dentro había cincuenta relojes de oro y plata.

- Lo sé -dijo el Hada de los Dientes-. Los llamamos relojes.

Tony cerró los ojos. Le dolía la boca y seguía sangrando. La pastilla de jabón hacía que le picasen los dedos. Y ahora, todo había sido para nada.

La esperanza que había sentido tras la buena idea de Wendell se apagaba rápidamente.

***

Lobo apenas podía oler a Virginia delante de él en el bosque. El hedor de las plantas de habichuelas aplastaba todos los olores excepto los más fuertes. Si no estuviese tan compenetrado con ella, no habría sido capaz de seguirla.

Ella se dirigía hacia una planta de habichuelas gigante de mil años que estaba rodeada de alambre de espino y pinchos.

En su base había un cartel que decía