Capítulo 13

Los zapatos de hierro eran ahora de un rojo brillante. Virginia intentó no mirarlos pero fracasó. Realmente no deseaba llamar la atención sobre ellos, pero no podía evitarlo. Su mente estaba concentrada en los zapatos y en cómo se sentirían en sus pies fríos y descalzos.

Había estado luchando con sus ataduras, pero no había sido capaz de soltarse. No estaba segura de lo que iba a hacer. Tenía el presentimiento de que terminaría bailando para el Rey Troll y no era algo que pintara muy bien

Podría incluso ser sumamente doloroso.

Los tres trolls que la habían capturado también estaban examinando los zapatos. Virginia deseaba conocer una forma de hacer que lo dejaran, pero no la sabía. Nada de lo que había intentado había funcionado.

Blabberwort agarró un par de tenacillas largas y se dirigió hacia la ardiente chimenea. Virginia se mordió el labio inferior. Realmente iban a hacerlo.

No recordaba que los cuentos de hadas fueran tan desagradables. Luego frunció el ceño. Sí, si lo eran. En el original de Cenicienta, las malvadas hermanastras se cortaban sus propios pies para poder ponerse los zapatos de cristal. ¿Y no terminaba con los pájaros comiéndose los ojos de las hermanastras? ¿Y qué pasaba con toda esa sangre en el original de la Sirenita? Las películas infantiles no le habían hecho un favor a nadie quitando toda la sangre de los cuentos de hadas. Si no lo hubieran hecho, ella hubiese estado mejor preparada.

Blabberwort metió las tenacillas en los zapatos y los sacó del fuego.

- Esta noche fritos -dijo-. Esta noche fritos.

- Aléjate de mí -dijo Virginia, como si eso sirviese de algo. Aún así, encogió los dedos de los pies y trató de endurecerse contra la silla.

De repente se produjo un golpe junto a ella. Se volvió. Una caja hermosamente envuelta para regalo había aterrizado en el balcón. Blabberwort dejó los zapatos al rojo vivo. Quemaron el polvo del suelo, enviando pequeñas volutas de humo al aire. Caminó hacia el paquete, seguida por sus hermanos.

Rodearon el paquete como si este pudiera ser una bomba.

- Es un regalo -dijo Burly.

Bluebell lo examinó detenidamente.

- ¿Dice “Para Bluebell”?

Por primera vez desde que llegó los trolls no estaban mirando a Virginia. Luchó tan fuerte como pudo, tratando de romper las cuerdas que la ataban. Quemaban sobre de su piel, pero eso era mejor que los todavía rojos zapatos.

Burly se agachó y cogió la tarjeta de regalo que había junto a la caja.

- Es para mí -dijo-. Escuchad esto “Un regalo para el más fuerte y valiente de los trolls”

Blabberwort le arrancó la nota.

- ¿Tú el más fuerte? -se rió-. Chico de mantequilla. Esto debe ser para mí.

Virginia luchó incluso más fuerte. Tenía que haber alguna manera de soltar las cuerdas.

- Yo lo vi primero -dijo Bluebell.

- Él que lo encuentra se lo queda-dijo Burly.

Los dos alcanzaron la caja, pero Blabberwort los empujó hacia atrás.

- Esperad -dijo-. Esto puede ser una trampa. ¿Quién sabe que estamos aquí?

Los tres se apartaron de la caja. Virginia maldijo en voz baja. Quería que se fijaran en la caja para que ella pudiese escapar.

- Chúpate un elfo -dijo Burly-. Tienes razón.

- Sin embargo me pregunto que será -dijo Bluebell.

Miraron la caja. Virginia podía ver la tentación en sus caras.

- ¿Sabéis a qué huele? -preguntó Burly.

Se agacharon y olfatearon, apareciendo sonrisas soñadoras en sus caras.

- ¡Piel! -dijeron a un tiempo.

Virginia luchaba con tanta fuerza que la silla se tambaleaba. Si los trolls estuvieran prestando atención, habrían podido oír los ruidos. Trató de obligarse a sí misma a mantenerse en silencio, pero sabía que esta sería su última oportunidad.

Miró hacia los zapatos de hierro. Seguían rojos. Estaban dejando marcas de quemaduras en el suelo.

- Zapatos -dijo Bluebell, agitando las manos por la todavía cerrada caja.

- Podrían ser botas -dijo Blabberwort-. Mirad la altura de la caja.

- Botas -dijo Burly-. Y de mi talla por lo que se ve.

Se agachó para abrir la caja. Virginia apartó la mirada, concentrándose en esas molestas cuerdas. Entonces escuchó un golpe, seguido de un ruido sordo. Cuando se volvió, vio a Burly inconsciente en el suelo, Blabberwort sujetando un atizador sobre él, y Bluebell mirándola como si estuviese metido en problemas.

- Tuve que hacerlo -se defendió Blabberwort.

- Por supuesto que tenías, por supuesto que tenías -coincidió Bluebell-. Yo hubiese hecho lo mismo.

- No son para él claramente, ¿no? -dijo Blabberwort-. No van dirigidas a él.

- Has hecho lo correcto -contestó Bluebell-. Además, es la ley de la calle ¿no?

- Correcto -dijo Blabberwort-. Una caja como esta sólo puede contener una cosa. Botas de mujer.

Los dos trolls restantes se miraron el uno al otro. Virginia contuvo el aliento. ¿Quién hubiera pensado que quedaría libre gracias a una rencilla interna?

- Son mías -dijo Bluebell-. Tú sabes que lo son. Son un regalo para mí.

- ¡Son mías! -gritó Blabberwort

- ¡Mías! -gritó Bluebell.

Comenzaron a darse puñetazos el uno al otro, entonces pararon y se sonrieron. Las sonrisas eran obviamente falsas. Hasta Virginia se dio cuenta.

- Mira -dijo Blabberwort- obviamente no podemos tenerlas los dos. Vamos a lanzar una moneda para ver quien se las queda.

- Me parece justo -dijo Bluebell-. Mira a ver si tienes una moneda en el bolsillo.

- Tú tienes que mirar también -replicó Blabberwort.

Los dos fingieron meter la mano en los bolsillos y luego los dos lanzaron los puños al mismo tiempo. Virginia lo vio venir, pero al parecer ellos no. Se noquearon entre sí y cayeron uno a cada lado de ella.

Dejó escapar un pequeño suspiro. Un problema resuelto, al menos a corto plazo. Pero seguía sin encontrar una forma de librarse de las cadenas. Y el Rey Troll podría volver en cualquier momento. Él era más peligroso que sus hijos. Probablemente la culparía del estado inconsciente de estos.

Se estremeció, y entonces escuchó un crujido detrás. Cuando se volvió, vio al hombre que la había atacado en la casa de su abuela columpiándose hasta la ventana del balcón con una cuerda.

- Vaya, hola -dijo él mientras se columpiaba atrás y adelante-. Rescate inminente.

- ¡No te acerques más! -ordenó Virginia.

Soltó la cuerda y se acercó a ella sonriendo.

- No te preocupes -dijo-. No soy el que era. He asistido a una terapia exhaustiva. He comprendido que usaba la comida como sustituto del amor y tengo los libros que lo prueban.

Abrió una sucia mochila que llevaba a la espalda y le enseñó los libros que había dentro. Ella miró dentro, fascinada a pesar de sí misma.

Como Sobrevivir a Pesar de Tus Padres, El Coraje de Sanar, ¿Cuándo voy a ser feliz?, y Ayuda para los Niños que Mojan la Cama, el cual cogí por error. Los tengo todos.

Ella se agitó contra esas malditas cuerdas.

- Te acercas una pulgada más y gritaré como una loca, idiota.

- Eso es lo que se conoce como una amenaza vacía. -Estaba muy cerca, su aliento sobre el cuello de ella. Virginia se estremeció. Él se lamió los labios, la olisqueó, y suspiró de placer.

Virginia recordó a su abuela, atada como un ganso en Navidad, furiosa por todas las especies que tenía en el pelo, y se estremeció. Él alcanzó las cuerdas y comenzó a soltarlas. Al parecer, tampoco se había perdido el estremecimiento.

- Espero que no te importe que te diga esto -dijo-. pero tengo la sensación de que no confías completamente en mí.

- No confío en ti para nada -dijo Virginia-. Trataste de comerte a mi abuela.

- Oh, no -respondió Lobo-. Sólo estaba mostrándome juguetón. Los lobos sólo fingen hacer cosas malas. Nunca me la habría comido realmente. Era una pájara vieja y dura.

Sus ojos brillaban. Tenía una sonrisa traviesa. Pero era encantadora al mismo tiempo. Virginia se endureció para no dejarse atrapar por su hechizo.

- No podría herir a una salchicha -dijo-. La mantequilla no podría derretirse en mi boca. Bueno, podría derretirse, por supuesto que podría, pero muy despacio.

En el momento en que sus manos quedaron libres, Virginia saltó sobre sus pies y se apartó de él, casi cayendo sobre un troll. Él se movió hacia ella, con las manos extendidas. Parecía como si estuviera intentando calmarla. Pero si eso era lo que intentaba hacer, estaba fallando miserablemente. Virginia miró alrededor buscando un arma, pero no encontró nada a mano.

- Bueno, bueno -dijo-. Te doy mi palabra solemne de Lobo de que estás a salvo conmigo. Estás tan a salvo como una pocilga de ladrillos. Ahora, espera aquí un momento mientras planeo nuestra fuga. Estamos en un románticamente imprudente peligro.

Asintió con la cabeza una vez para asegurarse de que ella se quedaría y luego se dirigió al balcón y miró hacia afuera. ¿Palabra de Lobo? Ella frunció el ceño. ¿Era ese realmente su nombre? ¿Lobo?

Cosas más extrañas habían sucedido. Se apartó un poco más de él y continuó buscando algo, cualquier cosa, que la sacara de este desastre.

- ¿Cómo se te da la escalada? -preguntó Lobo-. Estuve cerca de caerme tres veces mientras subía.

Ella miró al armario de los zapatos. Los zapatos mágicos brillaban. La llamaban. Eran hermosos. Y si se los ponía, podría escapar de él. Podría escapar de todos ellos.

Caminó hacia los zapatos.

- Esos increíbles zapatos -murmuró-. Le hicieron a él invisible.

- Sí, lo sé -contestó Lobo.

- Pero le hicieron invisible -dijo Virginia, preguntándose por qué se hablaba a sí misma en voz alta.

- No los toques -dijo él, mientras contemplaba la habitación-. Harán que los quieras llevar siempre puestos -frunció el ceño-. El balcón o el pasillo, esa es la cuestión.

Cruzó la habitación hacia la puerta y la abrió una pulgada. Ella caminó hacia los zapatos. Nunca había visto un par más hermoso.

- No voy a tocarlos -dijo Virginia-. Sólo me pregunto cómo funcionan.

- Están funcionando en ti incluso ahora -dijo Lobo. Sonaba molesto-. Déjalos en paz.

Ella cogió los zapatos y estaba a punto de ponérselos, cuando Lobo murmuró.

- El pasillo, creo.

Sus palabras la hicieron volver en sí. Le echó un vistazo. Él tenía una mirada de pánico en la cara.

- ¡No! ¡Rápido! ¡El balcón! -dijo él- ¡Viene alguien!

Y ese debía ser el Rey Troll. No tuvo tiempo de ponerse los zapatos. Corrió hacia el balcón. Lobo la esperaba, sujetando lo que ella pensó que era una cuerda pero que era en realidad un trozo de hiedra. Esperaba que la enredadera fuese lo suficientemente fuerte para soportarlos a los dos.

Bajó por ella, asombrada de lo que el miedo podía hacerle hacer, y en el momento que tocó el suelo, corrió. Podía oír a Lobo tras ella, resollando. A la primera oportunidad que tuviese, se pondría esos zapatos y le daría esquinazo.

Dos guardias corrían hacia ellos, pero ella los esquivó cruzando el descuidado césped. Corrió todo lo rápido que pudo por la carretera llena de surcos, pero no era un maratón. Le seguía doliendo la cabeza. Bajó el ritmo hasta un andar rápido.

Sin embargo, Lobo tuvo que luchar por mantenerle el ritmo. Ella miró sobre su hombro. ¿Qué le había hecho a este tío? Parecía decidido a estar cerca de ella. Y ella no quería acabar como su abuela, por mucho que él dijese que se había reformado. No importaba lo guapo que fuese.

Seguía siendo de día fuera, pero el cielo comenzaba a oscurecerse. Y no era la oscuridad de la noche, sino la oscuridad de una tormenta inminente. Había pasado inconsciente la mayor parte del viaje hacia el palacio troll. No había visto el camino, y no sabía en realidad donde estaba. Una mirada al mapa de la prisión había sido de ayuda, pero no lo había memorizado.

- ¡Perdón, señorita! -dijo Lobo- ¿Adónde cree que va, exactamente?

- De vuelta a la prisión -contestó Virginia

- ¿De vuelta a la prisión? -preguntó Lobo-. Esa no sería mi primera…

- Debo encontrar a mi padre -respondió Virginia-. Y luego quiero ir directamente de regreso a casa.

- De acuerdo, de acuerdo -dijo Lobo- pero no por ese camino. Virginia, escúchame, por favor, no sobrevivirás ni cinco minutos si no me sigues. Debemos evitar la carretera e ir por este camino.

Él estaba a su espalda. Se volvió y miró en la dirección en la que estaba señalando. Estaban de cara a un bosque, pero no se parecía a ningún bosque que ella hubiese visto nunca. Entre los árboles había enormes plantas de habichuelas. Plantas de habichuelas gigantes. No podía contarlas todas. Se elevaban hacia el cielo, empequeñeciendo los árboles normales. Y tenían un aspecto horrible. No se había dado cuenta de que las plantas de habichuelas fueran tan feas de cerca.

- Oh, Dios mío -dijo ella-. Yo no pienso ir por ahí.

Pero tenía la impresión de que no tenía alternativa.

***

Tony estaba sobre sus manos y rodillas en el corredor. Fregando las losas del suelo. Las manos le escocían… el jabón no era Ivory y tenía un peculiar olor… y el agua estaba helada.

Su piel estaba ya roja y en carne viva. No se podía imaginar cómo estaría después de varias horas de hacer lo mismo.

Si le quedase un deseo, desearía volver a su antigua vida. Desde luego, odiaba el trabajo de conserje y al señor Murray, pero no era nada comparado con esto.

- Pssss ¿Anthony? -la voz pertenecía al Príncipe Wendell.

Tony miró alrededor y se dio cuenta de que estaba junto al despacho del alcaide. Wendell debía estar todavía dentro.

- ¿Cómo sabes que soy yo? -susurró Tony.

- Tienes un olor distintivo, a sucio -dijo el Príncipe Wendell. Tony se ruborizó- ¿Qué estás haciendo?

- Limpiando el suelo -dijo Tony- ¿Qué crees que estoy haciendo?

- ¿Tienes una pastilla de jabón?

- ¿Por qué, quieres que te lave?

- ¡Quédate ahí! -dijo el Príncipe Wendell- ¡No te muevas!

Como si hubiese algún sitio al que pudiese ir. Sin embargo, Tony se arrastró hasta la puerta y miró por el ojo de la cerradura. Podía ver al alcaide en una habitación contigua hablando con un par de guardias. El Príncipe Wendell se había subido a una mesa y estaba andando hacia un llavero. Cogió una llave del llavero, saltó de la mesa y se dirigió hacia la puerta.

Tony se echó hacia atrás mientras el Príncipe Wendell pasaba la llave por la ranura que quedaba entre la puerta y el suelo de piedra.

- Esta es la llave maestra del alcaide -dijo el Príncipe Wendell-. Haz una impresión en el jabón. Deprisa, volverá en cualquier momento.

Tony cogió la llave. Estaba temblando. ¿Qué le harían si le encontraban con esa llave encima? No quería pensar en ello.

Cogió la pastilla de jabón y metió la llave en ella, presionando fuerte. En ese momento, un guardia se acercaba. Tony estuvo a punto de tragarse su propia lengua.

- Una mancha muy difícil, señor -dijo Tony.

Al guardia no pareció importarle. Tony esperó hasta que hubo marchado antes de retirar la llave del jabón. Miró a ambos lados del corredor antes de meter la llave bajo la puerta. Luego vio como el Príncipe Wendell devolvía la llave al llavero. Tony regresó a su pastilla de jabón y la estudió durante un momento. Curioso como algo tan pequeño como el molde de una llave podía dar esperanzas a un tipo.

***

Relish, el Rey Troll, estaba lanzando todos sus zapatos fuera del armario, pero ya sabía que su par favorito no estaba allí. La chica se había llevado sus zapatos mágicos. Sus zapatos mágicos invisibles. Y no la había visto bailar para él.

Había entrado, encontrando sus zapatos de hierro fríos, a sus hijos inconscientes, y una caja en medio del suelo. Abofeteó a sus hijos hasta despertarlos, pero eso no le dio ninguna satisfacción. Ahora que sabía que sus zapatos estaban desaparecidos, bueno… les tiraba el resto a Burly, Blabberwort, y Bluebell.

- ¡Idiotas! -gritó el Rey Troll- ¡Imbéciles! No os puedo dejaros solos ni un minuto.

- No ha sido culpa nuestra -dijo Burly-. Hizo aparecer esa caja mágica.

Estaban convencidos de que esa pequeña chica era una bruja. Miró fijamente a su hijo, luego se dirigió hacia la caja que ellos de alguna manera habían fallado en abrir. Quitó la tapa. Dentro había un pequeño monedero rosa y una nota.

Relish cogió la nota y la leyó en voz alta.

- Con los mejores deseos de Lobo.

Sus hijos inclinaron las cabezas.

- ¡Imbéciles! -Relish les gritó de nuevo-. Debemos ir tras ellos inmediatamente. Coged los perros.

Los perros podrían encontrarla a ella y a su amigo Lobo. Y a sus zapatos favoritos. Y una vez los tuvieran, nunca escaparían de nuevo.