Capítulo 5

La frente de Virginia todavía palpitaba cuando se puso algo de antiséptico en el corte. Ahora tenía que ocuparse de Príncipe antes de que el jefe le encontrara. No quería dejar al perro en el callejón, así que lo condujo al almacén. El jefe nunca iba allí.

Estaba oscuro y más bien sucio, con grandes latas tamaño restaurante de todo, desde caldo de pollo a garbanzos y habichuelas apiñadas sin orden ni concierto en los estantes. Había un olor a comida seca aquí dentro, como en todos los edificios tan cercanos a Central Park, e incluso un leve olor a ratón.

Al menos, le gustaba pensar que era a ratón. Aunque sabía que probablemente fueran ratas.

Príncipe se detuvo en la puerta. Tuvo que obligarle a entrar. Él lo hizo, con la cola todavía baja. ¿Sufría algún dolor? En realidad no había meneado la cola desde que se estrelló contra él con su bici.

- No hagas ni un sonido -dijo Virginia, agachándose para mirar a la cara al perro. De veras tenía unos ojos de lo más inteligentes. Casi creyó que podía entenderla-. Volveré cuando pueda a echarte un vistazo. No hagas ruido o me meterás en un lío.

Príncipe ladró. Virginia le agarró.

- ¡Shhh! O te saco fuera.

Pareció que eso le gustaba incluso menos. Se sentó y la miró con la expresión más triste y madura que hubiera visto jamás en la cara de un perro. Casi… casi… se disculpó, pero siempre había despreciado a la gente que se disculpaba con sus mascotas. No, se apresuró a recordarse, esta no era su mascota. Pero era su responsabilidad.

Abandonó el almacén sin mirar atrás, para que la culpa no la embargara. Después cogió las llaves de personal de la pared, y cerró la puerta. Así, el jefe no encontraría inadvertidamente a Príncipe, y Príncipe… con ese agudo cerebro suyo… no averiguaría como salir.

Virginia se limpió las manos, aferró una libreta de notas, y la metió en su delantal junto con un bolígrafo. Después salió a la multitud.

Candy había cogido todas las mesas ya que Virginia había llegado tan tarde. Y, como Virginia tenía que recoger, Candy estaba tomando las de los recién llegados también. La culpa invadió a Virginia otra vez. Tendría que ayudar con platos adicionales, ensaladas y bebidas hasta que la carga del trabajo se igualara.

Había dos mesas nuevas, un gran grupo de gente pendenciera que cerraba ruidosamente sus menús para llamar la atención, y un tipo muy guapo en la parte de atrás de la habitación. Por supuesto Candy fue hacia él primero. Virginia frunció el ceño. Guapo pero raro. Algo en sus ojos no parecía del todo humano.

Se sacudió ese pensamiento. Tal vez su cabeza estaba peor de lo que pensaba. Parecía estar leyendo mucho en los ojos esta noche.

Fue a la mesa pendenciera, sacó la libreta y el boli. Justo cuando estaba a punto de tomar nota, oyó un estrépito en la parte de atrás.

En el almacén.

Maldijo por lo bajo y dejó al hombre, a medio camino de pedir sus bebidas, gritando tras ella. Corrió a la cocina. El cocinero levantó la mirada de la parrilla, con la cara brillante de sudor.

- ¿Fuiste tú? -preguntó ella.

Él sacudió la cabeza y dio la vuelta en el aire a una hamburguesa. Podrían estar robando en el local y él se quedaría tras la parrilla, cocinando tranquilamente cualquier pedido que le hubieran colocado delante.

Virginia agarró las llaves de personal y se apresuró a la puerta del almacén. Con dedos temblorosos, accionó la cerradura y abrió la puerta.

Una jarra rota había enviado cristal por todas partes, y junto a ella, un contenedor de harina había caído y se había derramado. Príncipe estaba de pie junto a la harina, su cola agitándose con vacilación.

- Ya está -dijo Virginia-. Voy a sacarte fuera y…

Y entonces se quedó congelada. Escabrosamente arañada a través de la harina derramada había una sola palabra. Peligro. La miró fijamente un momento… esta noche había sido demasiado extraña para describirlo con palabras… y entonces comprendió lo que estaba pasando.

- Vale, Candy, sal -dijo, mirando alrededor-. Bonita broma.

Espera. Candy estaba en el salón principal, tomando el pedido de un tipo guapo que a Virginia le recordaba vagamente a un lobo. Miró las llaves en su propia mano. Ella había cerrado la puerta y ella la había abierto. Y no había nadie más en la habitación.

Sintiéndose un poco tonta, dijo al perro:

- No se supone que tú hayas escrito eso, ¿no?

Príncipe ladró y retrocedió sólo un poco. La noche se volvía más y más extraña. Él no podía haberlo hecho. La harina ya había estado derramada antes. Sólo que ella no lo había notado.

Como no había notado que Príncipe, aunque estaba cubierto de harina, tenía incluso más harina concentrada en la pata derecha delantera. Justo como hubiera pasado si hubiera escrito algo con esa pata.

Los perros no escribían, ¿verdad? ¿Qué era, un perro amaestrado escapado de un circo?

Le miró durante un largo rato. Esos ojos inteligentes encontraron los suyos.

Finalmente cedió a la rareza más absoluta de todas.

- Ladra una vez.

Príncipe ladró una vez.

- Ladra dos veces.

Príncipe ladró dos veces. Virginia estaba tan atónita, que saltó hacia atrás.

- ¡Basta! -gritó al perro. Después tomó un profundo aliento-. Vale, Virginia, te has caído de la bici y te has roto la cabeza, estás en el hospital. Estás en el hospital y te han dado morfina o algo de eso porque…

Príncipe ladró dos veces de nuevo. Virginia miró a la palabra Peligro y después otra vez a Príncipe. Estaba cubierto de harina. Tenía mucha en su pata delantera derecha por alguna razón totalmente razonable. Podía ladrar a la orden.

Tenía los ojos más inteligentes que había visto nunca en un perro. Demonios, algunos hombres no tenían ojos tan inteligentes como esos.

Estaba mirándola con tal intensidad que no podía ignorarle.

- ¿Puedes… puedes entender todo lo que digo?

Príncipe ladró una vez.

Virginia resistió la urgencia de cubrirle la boca. El jefe lo oiría. Todo el mundo lo oiría.

- ¡Basta! -dijo. Se encontró retrocediendo contra la pared, y no tenía ni idea de cómo había llegado allí. Su corazón latía tan rápido, que pensó que abriría un agujero a través de su pecho.

Vale, pensó para sí misma, utilizando el tono que solo había oído a su abuela. Vale. Coge aire. El perro dice que hay peligro. Averigüemos de qué va esto. No importa lo ridículo que parezca.

- ¿Quién está en peligro? -preguntó- ¿Nosotros dos?

Príncipe ladró una vez más, después le agarró la manga gentilmente entre los dientes. La arrastró por el brazo hacia la puerta. No había forma de malinterpretar el mensaje. Quería que saliera. Con él.

Eso significaba que los dos estaban en peligro. De que clase, no estaba segura, pero recordó la sensación que había tenido en el parque, los ojos mirándola fijamente, la creciente oscuridad.

Peligro. Para ambos. Y ahora estaba aceptando consejos de un perro. Príncipe tiró más fuerte de su manga. ¿Era posible que esta noche empeorara aún más?

***

Lobo había cedido a su naturaleza animal. Simplemente tenía que conseguir algo de comer. ¡Y había tantas elecciones aquí! El menú era bastante extenso.

Se figuró que tenía tiempo. El perro estaba escondido cerca y probablemente no saldría, pensando que había encontrado el escondite perfecto. Lobo podía olerle, tentadoramente cerca.

Pero no tan tentador como el bistec. El pollo. El pescado…

La camarera estaba de pie junto a él, masticando chicle, y con aspecto totalmente insípido. Su cercanía le estaba poniendo nervioso. Los humanos eran carne. Buena carne, aunque la de ella probablemente estaría un poco dura. Y realmente no quería ir a por un humano esta noche, aunque estuviera de pie tan cerca.

Tantas elecciones, tan poco tiempo.

- No, simplemente no puedo decidirlo -dijo Lobo.

La camarera masticó más fuerte su chicle. No cruzó la mirada con la suya mientras decía.

- Los especiales son cordero y…

- ¿Cordero? -¡Eso estaba bien! Había olido cordero la primera vez que llegó aquí. Dios, suculento cordero fresco. Había estado pensando en lo maravilloso que olía cuando captó un soplo de perro.

- Ohhh -dijo, pensando en la delicadeza de todo ello-. Cordero lechal, espero. Joven, jugoso y jugueteando provocativamente en los campos, saltando arriba y abajo con suave lana mullida… -Sacudió la cabeza-. Basta, recobra la compostura.

La camarera había inclinado la cabeza ligeramente como si oyera algo a lo lejos.

Y él pensaba en cordero y no podía evitar que la boca se le hiciera agua. Esa naturaleza animal otra vez.

- Alguna pequeña pastora no ha estado prestando realmente atención a la manada -dijo, sus pensamientos: "Delicioso cordero y deliciosa chica"-. Probablemente se ha dormido como suelen hacer las jovencitas… quiero decir no voy a comérmela a ella, no si hay una agradable pierna de cordero… no, no… quiero decir que no podría comérmela por supuesto, especialmente si está adormilada en el prado, respirando con suaves y cálidos alientos… ohhhh… pero si hay filete de cordero, o una buena pila de chuletas gordas… No soy avaricioso. Bueno, soy avaricioso, no sé por qué he dicho eso. Tengo un apetito sustancial. Nacido para tragar, ese soy yo.

La camarera no le estaba oyendo en realidad. O si lo estaba haciendo, no le importaba.

- Entonces -dijo ella-. ¿Eso es un sí al cordero?

- Por supuesto que es un sí. Si, por supuesto, el cordero es fresco. Si no, quiero bistec.

- Es fresco -dijo la camarera. Su chicle estalló. Fue un sonido asqueroso. No podía creer que hubiera estado pensando en comérsela. Era humano después de todo. Los humanos no se comían a su propia especie. Ni siquiera los humanos realzados. Ni siquiera los humanos realzados con apetitos de lobo.

- Entonces cordero, ¿no? -dijo ella, como si no estuviera del todo segura.

- Si -dijo él-. Y asegúrese de que está crudo.

- Aquí no servimos nada crudo -dijo ella.

- Lo quiero crudo.

Ella frunció el ceño. Esta chica no era el espécimen más brillante de humanidad que hubiera conocido nunca.

Estaba perdiendo la paciencia.

- ¿Cuál es tu nombre?

- Candy -dijo ella.

Nombre de comida. De la clase equivocada, pero comida después de todo.

- Candy, querida -dijo-. Quiero mi cordero crudo.

- ¿Quiere decir poco hecho?

- No, no, no -dijo Lobo-. Escucha, poco hecho implica peligrosamente cocinado. Cuando digo crudo, quiero decir que lo dejes mirar al horno aterrorizado y enseguida me lo traigas.

Ella entrecerró los ojos hacia él.

- ¿Quiere patatas fritas, asadas, puré de patata, ensalada de col, o arroz con eso?

Lobo hizo una mueca.

- Nada de patatas, ni verduras, ni queso azul, ni crema fermentada… sólo carne, roja como el primer rubor de una muchacha. Y seis vasos de leche templada.

- Entonces el cordero especial y seis vasos de leche templada -dijo Candy-. Lo tengo.

Lobo suspiró. Sonaba fantástico. Podía imaginarse a sí mismo sentado allí toda la noche, comiendo hasta hartarse.

Y entonces creyó oír un ladrido perruno, débilmente, a través de la pared que tenía detrás. Lobo extendió la mano y agarró el brazo de la camarera antes de que ésta pudiera marcharse.

- Casi lo olvido -dijo Lobo-. Estoy buscando a una encantadora y joven dama que encontró a mi perrito.

Para su sorpresa, Candy sonrió. Parecía más joven cuando sonreía. Más fresca.

- Oh, ¿es suyo? -preguntó ella-. Virginia está atrás. Se lo diré.

Se apresuró a alejarse como si tuviera algún tipo de misión. Él abandonó su asiento y la siguió a través de la cocina (cocinando carne roja, chisporroteando sobre la parrilla, ¡ah, los olores, los deliciosamente suculentos olores!) y hacia el almacén.

En ese punto, Candy reparó en él.

- No puede entrar aquí.

El olor a perro era fuerte aquí. Había otro aroma debajo. Una fragancia encantadoramente femenina. Tentadora. Hermosa.

Lobo extendió el brazo más allá de Candy y abrió la puerta. La habitación estaba vacía. Pero no llevaba así mucho tiempo. El olor a perro era fuerte aquí, y también esa deliciosa fragancia femenina. Habían estado juntos en este lugar. El perro tenía ayuda.

Entonces vio Peligro escrito en la harina derramada, y maldijo. El perro había encontrado un modo de hablar.

Borró el mensaje con el pie antes de que Candy reparara en él.

Candy estaba frunciendo el ceño.

- Tal vez se haya ido a casa. Ella misma se hirió al caer.

Ella. Correcto. Candy había mencionado a una ella. Una Virginia, la de la fragancia encantadora.

- Oh, pobre salchichita -dijo Lobo-. ¿Dónde vive entonces, esa encantadora dama? No puedo esperar a darle las gracias.

La puerta del almacén se cerró tras ellos. Contuvo una sonrisita. Candy parecía nerviosa.

- Bueno, en realidad no puedo decirle donde vive, ya sabe, no sé quien es…

Lobo arrinconó a Candy contra la pared y la atrapó entre sus brazos. Intentó mirarla como lo haría un posible amante, cuando todo en lo que podía pensar era en lo maravillosa que sabría su carne. Aún así, tenía que averiguar algo del perro…

Hizo que sus ojos destellaran hipnóticamente.

- Oh -dijo muy gentilmente-, puedes decírmelo.

***

Virginia bajó del autobús al final de su manzana. Era asombroso lo vacías que estaban las calles de Nueva York por la noche. Estaba acostumbrada a ver más gente alrededor… o tal vez simplemente no lo notaba cuando iba en bici.

Su pobre bicicleta maltrecha aún estaba en el restaurante, pero Príncipe estaba con ella. La había seguido obedientemente al autobús, incluso aunque miraba alrededor como si hubiera algo extraño, y la estaba siguiendo ahora. Al parecer parecía un poco menos preocupado que antes.

Ahora estaba juzgando el humor de un perro. Sacudió la cabeza.

- Voy a irme directamente a casa -dijo al perro-, a telefonear a la policía, o a la perrera.

Miró fijamente a Príncipe. No parecía excesivamente alterado por esta última frase. Tal vez no sabía tanto inglés como ella pensaba.

Le frunció el ceño.

- No sé si te has escapado de un circo o qué, pero obviamente yo no estoy bien y tengo que irme a la cama.

La calle estaba en sombras. Parecía haber gente durmiendo contra la pequeña verja de hierro dos edificios por debajo del suyo. Eso era inusual. Los indigentes normalmente dormían en el parque. Estaba bastante cerca, y estaban mucho más cómodos allí que en la acera.

O las escaleras. Frunció el ceño. Había un hombre despatarrado en las escaleras que conducían a su edificio, con la mano sobre una bolsa de papel, la cara apartada de ella. No pudo oler a alcohol pero apostaba que estaba allí.

- Esta solía ser una calle agradable -dijo, más para sí misma que para Príncipe. El perro esquivó al hombre por un amplio margen y siguió a Virginia dentro.

No había nadie sentado ante el mostrador, lo cual era inusual, y el vestíbulo estaba oscuro. ¿Había llegado a casa más tarde de lo habitual? Pensaba que era más temprano. Había pasado casi nada trabajando. La vieja TV estaba todavía encendida, emitiendo para nadie. Tal vez su padre tenía turno de mostrador esa noche. Se le conocía por desaparecer algunas veces durante horas, asaltando el frigorífico en busca de cerveza y después pasando las latas de contrabando al vestíbulo.

- ¿Papá?

No respondió. Lo intentó más alto.

- ¿Papá?

No estaba por aquí. Príncipe la miraba expectante. Virginia se encogió de hombros y fue al ascensor. Pulsó el botón de llamada varias veces. Este brilló intermitentemente y después se apagó. Suspiró pesadamente y siguió pulsando hasta que la luz se quedó fija y oyó el chirrido y traqueteo de los viejos cables del ascensor.

Príncipe alzó la cabeza y miró a las puertas cerradas como si estuvieran haciendo algo raro.

- Mira -dijo al perro-, puedes quedarte esta noche y después te vas por tu cuenta. ¿Entiendes?

Príncipe ladró una vez. Su respuesta instantánea la sobresaltó, justo como había hecho antes.

Se puso una mano en el corte de la frente.

- ¿Cómo puedo estar hablando con un perro? Me he vuelto loca. -Príncipe ladró dos veces-. Si, lo he hecho. -Sonaba irritada y no le importaba-. No intentes tranquilizarme.

Esta vez, el perro se quedó en silencio. El ascensor llegó y las puertas se abrieron con un silbido. Entró y presionó el botón de su piso, después se preguntó acerca de la sabiduría de ese gesto. Su padre le había dicho que cogiera las escaleras al volver a casa por si acaso.

Oh, genial. Podía quedarse atrapada en un ascensor con un perro parlante. Incluso Príncipe parecía un poco alarmado. Estaba gimiendo suavemente con la parte de atrás de la garganta. Aparentemente, donde le habían criado no había cosas tales como ascensores.

Perro con suerte.

El ascensor llegó al séptimo piso con un golpe apagado. Las puertas vacilaron por un momento… y también el corazón de Virginia… y después se abrieron.

El pasillo estaba más oscuro de lo habitual, y había gente yaciendo en él. Uno de ellos estaba roncando. Virginia salió cuidadosamente del ascensor. Príncipe la siguió. Su gimoteo había parado.

Una de las persona estaba sujetando la correa que conducía a un perro dormido. Un Dachshund. Príncipe fue a investigar. Cuando se acercaba, comenzó a gruñir.

El corazón de Virginia comenzó a latir con fuerza.

- Esa es la señora Graves, de la puerta de al lado -susurró-. Y su marido y su hijo, Eric. ¿Qué les ha pasado?

Casi esperaba que Príncipe ladrara algún tipo de respuesta coherente. Tras ella, las puertas del ascensor se cerraron, después se abrieron, después se cerraron. Virginia se giró. El ascensor continuaba con su pequeña danza, y ella reparó en la caja de herramientas de su padre colocada bajo el todavía abierto cajetín de botones. Pero su padre no estaba a la vista.

- Tú espera aquí -dijo a Príncipe-. Voy a ver si Papá está bien.

El piso entero estaba más silencioso de lo que nunca lo había visto. Nada de vocecitas lejanas de un televisor encendido, ni peleas en el apartamento de más abajo del pasillo, ni ladridos de Dachshund justo detrás de la puerta del apartamento de los Graves.

Entraba luz a través de la claraboya, pero quedaba arruinada por una forma extraña. Virginia levantó la mirada. Un pájaro estaba posado con las alas extendidas sobre el cristal. Parecía estar durmiendo.

Se tocó la frente de nuevo. Tal vez todo esto fuera un elaborado sueño. Tal vez estaba despatarrada en el parque, con la bicicleta a su lado, la rueda de atrás girando lentamente como había estado un momento después del accidente.

Pero esto parecía demasiado real para ser un sueño.

Extendió la mano hacia la puerta de su apartamento y se detuvo. Su corazón palpitaba al ritmo de un martillo hidráulico. La puerta estaba astillada, como si alguien la hubiera golpeado con un hacha. Apenas colgaba de sus goznes.

Dentro, la fría luz del televisor iluminaba la cara dormida de su padre. Estaba cubierta de un polvo rosa.

- ¿Papá? -susurró Virginia-. Despierta…

No quería hacer demasiado ruido, temiendo que quien fuera que hubiera atacado la puerta todavía estuviera por ahí. Él soltó un ligero ronquido y después exhaló. Al menos estaba vivo.

Cruzó de puntillas la habitación y bajó por el pasillo. La puerta de su dormitorio estaba lo bastante abierta para ver a través de ella. La luz estaba encendida y dentro de la habitación estaban las tres personas más extrañas que hubiera visto nunca.

Dos eran tan altos como estrellas de baloncesto… uno con un cabello naranja que hubiera avergonzado a Dennis Rodman, el otro con cabello oscuro encrespado. El tercero era bajito, pero parecía tener más energía. Estaban escudriñando entre sus pertenencias como si buscaran algo.

- ¡Mirad! -gritó el alto de cabello oscuro-. ¡Aquí están!

Agarró un zapato de su armario y lo olió, cerrando los ojos como si estuviera oliendo una delicadeza. Virginia arqueó una ceja. Esto se ponía más y más extraño.

- Vaca suave -dijo él-. Boniiiiito, bello.

Virginia bajó la mirada. Príncipe estaba a su lado, mirando fijamente a la habitación. Apenas se movía. No parecía sorprendido por esta gente en absoluto. Y sorprendentemente, no ladró.

El alto de cabello oscuro estaba intentando embutir su enorme pie en un zapato. El bajo observó un momento, después dijo:

- ¡No! Intenta con los rojos.

Virginia estaba a punto de retroceder cuando las tres caras se giraron en su dirección.

- Hola, pequeña -dijo el de cabello naranja.

Virginia se sobresaltó. Pelo-Naranja era una chica, y estaba acunando un manojo de zapatos de Virginia.

- Estos han estado muy mal cuidados -dijo Pelo-Naranja en un tono que sugería que Virginia había cometido un asesinato en masa-. Llenos de rozaduras, agrietados y descuidados.

Dejó caer la pila. Los zapatos traquetearon contra el suelo. Las otras dos criaturas se tambalearon hacia Virginia inestablemente. Se las habían arreglado para embutir sus enormes pies en los zapatos de tacón.

- Tienes bonitos zapatos -dijo el macho más alto-. Y tan diminutos.

- Nosotros tenemos cientos de pares en casa -dijo Pelo-Naranja.

- … así que sabemos de lo que estamos hablando -dijo el macho más bajo.

Ahora Virginia entendía finalmente como se había sentido Alicia al tropezar con el País de las Maravillas. Se preguntó si Alicia había tenido esta misma sensación de vacío en el fondo del estómago, la sensación de que las cosas iban de mal en peor.

Las criaturas todavía avanzaban titubeantes hacia ella. Virginia retrocedió, entrando en la sala antes de que la atraparan contra la pared.

¿Qué habían sido de aquellas clases de autodefensa? La actitud lo era todo. Mostrarles que no tenía miedo.

- ¿Quiénes sois? -exigió Virginia-. ¿Y qué le habéis hecho a mi padre?

- Le lanzamos un poco de polvo troll, eso es todo -dijo el alto.

Príncipe se agazapó tras el sofá. Estaba observando, no como un perro, sin ladrar, ni atacar. Casi parecía como si tuviera un plan. Esperaba que fuera así. Si su padre podía ser derribado por polvo troll, entonces ella podía ser salvada por un perro.

- ¿Polvo troll? -preguntó Virginia.

El alto se estrelló una mano contra el pecho.

- Yo soy Burly El Troll, temido a lo largo de los Nueve Reinos.

Después se inclinó, seguido por Pelo-Naranja, quien dijo:

- Yo soy Blabberwort La Troll, temida a lo largo de los Nueve Reinos.

- Yo soy Bluebell El Troll -dijo el bajito mientras se inclinaba-, causo pavor a lo largo de los Nueve Reinos.

Nueve Reinos. Trolls. Perros que podían escribir. Polvos mágicos para dormir. Virginia estaba intentando captarlo todo cuando Burly se retorció, sacó un hacha, y la estampó contra el TV. La cosa explotó en medio de una nube de humo y una lluvia de chispas.

- ¿Dónde está? -gritó Burly.

Vale. Virginia lo había captado. Los trolls eran psicópatas.

- N…n… no sé de qué estáis hablando.

- El Príncipe Wendell -dijo Blabberwort-. Vamos a contar hasta tres, después vamos a convertirte en zapatos.

Burly agarró la pierna de Virginia y la retorció tan fuerte que ésta casi gritó. En la mano que había sostenido el hacha, ahora sostenía un par de tijeras. ¿Dónde metía todo ese equipamiento? ¿Bajo su apestosa chaqueta?

- Uno -dijo Burly-. Yo cortaré los zapatos.

Blabberwort pasó un pequeño cuchillo curvo gentilmente a lo largo del brazo de Virginia. La hoja se sentía lisa y afilada. Virginia contuvo el aliento y deseó que el perro hiciera algo.

- Dos -dijo Blabberwort-. Yo les daré forma -Bluebell agarró a Virginia, tiró de ella hacia delante y sostuvo una enorme aguja junto a su ojo. O tal vez sólo parecía enorme porque estaba tan cerca. Estos tres iban en serio, estaban seriamente locos y tenían un grave y alocado fetiche con los zapatos y estaban a punto de hacer algo… bueno, algo grave y alocado.

- Tres -dijo Bluebell-. Yo coseré los za…

- ¡Vale! ¡Vale! -gritó Virginia-. Os diré donde está.

Príncipe se hundió más profundamente tras el sofá. Ninguna ayuda por ese flanco. Tendría que inventar algún tipo de mentira. Una buena mentira.

- Está… está aquí -dijo-. Justo fuera.

- Muéstranos -dijo Burly-. Llévanos con él.

No tenía mucha elección. Los tres la agarraron y arrastraron fuera del apartamento, el metal de su ropa traqueteaba cuando se movían. El sonido no despertó a su padre, y Príncipe seguía sin hacer nada.

El pasillo no parecía muy diferente. La gente seguía dormida aún. Al menos dos de ellos estaban roncando. Virginia forcejeó, pero no iba a ir a ninguna parte. Tenía que pensar en una forma de salir de ésta.

Mientras la arrastraban hacia el final del pasillo, vio a Príncipe salir por la puerta del apartamento. Permaneció en las sombras de forma que ellos no pudieran verle. Perro listo, considerando la figura de ese Dachshund.

Bluebell la sacudió, y Virginia, sin ideas, señaló al ascensor cerrado.

- Está escondiéndose… detrás de esas puertas -dijo.

Cuando se aproximaban al ascensor, las puertas se abrieron. Los trolls jadearon.

- Ah, ah -dijo Burly-. Esa habitación no estaba ahí hace un momento. Es un truco.

Los trolls empujaron a Virginia dentro del ascensor y entraron tras ella. Empezaron a mirar alrededor. Tocaron su empapelado estampado y las paredes, haciendo ruiditos de deleite. De algún modo no le sorprendió que nunca antes hubieran visto un ascensor.

Entonces Blabberwort estudió a Virginia suspicazmente.

- No hay nadie aquí.

- Oh, sí, está aquí -mintió Virginia-. Yo, uh… accionaré la puerta secreta para mostraros donde se esconde.

Pulsó el botón de cerrar. Las puertas realmente obedecieron su orden. Cuando empezaban a cerrarse, ella salió del ascensor. Después agarró los cables sueltos que colgaban del panel de control fuera del ascensor y tiró de ellos. Una pequeña sacudida eléctrica atravesó su mano, pero no le importó. Sólo rezaba para que los trolls no averiguaran como detener la puerta.

- ¡No! -gritó Burly-. Es una trampa.

Las puertas casi se habían cerrado cuando unos dedos regordetes aparecieron entre ellas.

- ¡Abre estas puertas! -exigió Blabberwort.

Los dedos intentaban apalancar las puertas. Iban a tener éxito además. Lo último que ella quería era a estas criaturas sueltas en el pasillo de nuevo. Agarró el extintor cercano y lo golpeó contra los dedos, tan fuerte como pudo.

- ¡Ay! ¡ay! ¡ay!

Los dedos desaparecieron y las puertas se cerraron. Entonces Virginia aferró los cables restantes, tiró de ellos sacándolos del panel de control, y les dio una buena rociada con el extintor sólo por si acaso.

Las puertas del ascensor permanecieron cerradas esta vez, y agradeció a los dioses mecánicos por sus pequeños favores. Dentro, podía oír a los trolls quejándose.

- ¡Déjanos salir! -gritaba Bluebell-. ¡Déjanos salir!

Príncipe llegó corriendo hasta ella, ladrando por primera vez, su cola meneándose, algo que nunca antes le había visto hacer. Era casi como si la estuviera felicitando.

- Vale, vale -dijo Virginia, sintiéndose un poco satisfecha. Lo había hecho bastante bien. Pero tenía que seguir moviéndose-. Salgamos de aquí.

Príncipe no necesitó que se lo dijeran dos veces. Corrió con ella por las escaleras y la salida de incendios. Mientras salía del edificio, oyó las voces de los trolls gruñendo más débilmente. No le gustaba dejar a su padre con ellos, pero no parecía que estuvieran inclinados hacia la destrucción. Sólo en cuestión de defender zapatos. Por supuesto, si miraban en el armario de Tony, podrían enfadarse de veras.