Capítulo 3

Wendell corría alocadamente a través de los corredores de la prisión. Su recién estrenada cola flameaba tras él. Si no hubiera sido por todas sus patas perrunas, se habría caído hacía mucho. Finalmente había averiguado como meter la cosa entre sus piernas. Milagrosamente, se enroscó cuando así lo hizo, de forma que no tropezaba con ella mientras corría.

No tenía ni idea de adónde iba. El corredor parecía más grande que antes. El techo estaba más lejos y las paredes muy separadas. Dudaba que fuera porque ésta parte del edificio fuera particularmente grande. Sospechaba que era porque él era más pequeño. Sabía que estaba perdiendo un montón de oportunidades aquí, oportunidades que un perro auténtico vería, porque pensaba en sí mismo como alguien más grande de lo que era ahora. Tenía que concentrarse en su tamaño de perro… ¿dónde cabría un golden retriever?… porque desde luego ya no tenía el tamaño de un hombre.

Si al menos hubiera estado prestando atención. Le habían advertido hacía mucho que debía estar bien atento cuando estaba a un radio de quince kilómetros de su madrastra. Por supuesto, él no había prestado atención a eso. Giles había… pero aparentemente tampoco Giles había escuchado eso muy atentamente.

El corazón de Wendell se encogió un poco al pensar en Giles. El viejo había sido un buen compañero todos esos años. Pero si Wendell no tenía cuidado, terminaría como Giles. O peor. Estaría en un extremo de la correa y su malvada madrastra al otro.

Wendell rodeó una esquina, sus garras arañaban contra el suelo de guijarros. ¿Es que no podían mantener el suelo del mismo material por aquí? Había tenido que ajustarse a la piedra normal, después al ladrillo, y ahora a los guijarros. No estaba acostumbrado a tener cuatro pies, no estaba acostumbrado a correr descalzo y el efecto de sus uñas arañando sobre cualquier cosa le estaba volviendo loco.

Al menos había resuelto el tema de la cola.

Su corazón palpitaba y estaba perdido. No tenía ni idea de adónde iba. Seguía deteniéndose puerta tras puerta tras puerta, pero todas estaban cerradas. O como si lo estuvieran. Había perdido los pulgares junto con su vida entera.

Había guardias por todas partes. Guardias inconscientes yaciendo de costado, las caras cubiertas de un polvo rosa. Había habido un motín en la Prisión Monumento a Blancanieves y él era el único que lo sabía.

¿Qué pensarían sus consejeros cuando el Príncipe Perro volviera a ellos? ¿Sabrían que no era Wendell? ¿Se sobresaltarían cuando les ladrara?

- ¡Aquí! ¡Está aquí! -gritó uno de los trolls.

Esa voz estaba muy atrás, pero la oyó. Hmmm. Le habían dicho que los perros oían mejor que los humanos. Ahora lo sabía seguro. No compensaba la pérdida de los pulgares, la visión disminuida, o esas garras que arañaban, pero ayudaba un poco.

Miró sobre su hombro y vio movimiento detrás. No les llevaba mucha delantera.

Vio unas escaleras delante. Abajo. Abajo iría bien. Tal vez habría una salida trasera.

Una salida trasera del tamaño de un perro.

- Fuera de mi camino, principiantes -dijo una nueva voz. Estaba claro que no era la voz de un troll-. Esto es trabajo para un lobo.

¿Un lobo? ¿Un lobo hablando? ¿Los lobos eran superiores a los perros? Tanto que ocultar en el pequeño tamaño de un perro. El lobo le olería en un instante.

- Nosotros somos mejores rastreando. -Esos trolls eran unos auténticos lloricas.

- En tus sueños, bebé troll -dijo el lobo.

Las escaleras conducían a un pasillo estrecho lleno de arcos altos. Los siguió y corrió hacia una habitación húmeda y olvidada llena de telarañas, polvo y más trastos viejos de los que hubiera visto jamás. Había cajas de madera y petos y media docena de carruajes podridos… azules con un emblema blanco en ellos. Por encima tenían tela podrida a modo de cortinas. El lugar entero olía a olvido.

Resistió la urgencia de estornudar. Todavía iba a toda velocidad. No estaba seguro de cómo parar. Rodeó la esquina hacia la parte más alejada de la habitación, perdiendo su equilibrio perruno… ¡le sudaban las patas cuando estaba nervioso!… y resbaló hasta chocar con una pila de trastos.

Estos traquetearon a su alrededor, enviado platos, copas y cosas que no pudo identificar desde lo alto de la pila al suelo de piedra. Estaba resbalando horriblemente… y el deslizamiento no se detuvo hasta que chocó con un enorme espejo en el extremo más alejado del cuarto.

Era un espejo de cuerpo entero con una especie de diseño elaborado en el marco. Cuando se miró en él, el reflejo se movió.

- ¡Está ahí! -gritó un troll.

Un mundo asombroso se abrió ante él. Primero un océano… o quizás un cielo… y después una estatua de una enorme mujer verde sujetando una antorcha. La miró fijamente.

La imagen seguía moviéndose. Ahora mostraba un puente y una ciudad como nunca había visto. Edificios, que se alzaban hasta el cielo, apretujados unos contra otros como plebeyos que esperaran el paso de su carruaje. El sol brillaba sobre este lugar, y relucía con la luz.

Oyó pasos tras él, traqueteando y resbalando, llegando hasta él.

La imagen se movió, hacia los edificios. Estos tenían ventanas lisas de cristal y paredes que parecían estar hechas de la mejor y más pequeña piedra que él jamás hubiera visto.

En la base del espejo, vio su propio reflejo, y este confirmó lo que ya sabía. El cuerpo del perro dorado era ahora el suyo. La única diferencia entre el que la reina había estado sujetando y este que veía eran los ojos. Esos ojos eran los suyos. Los reconoció, aunque no sabía cómo podía ser eso.

Las pisadas se habían hecho más ruidosas. El corazón de Wendell palpitaba. Alguien se estaba acercando. No había otra forma de salir de esta habitación. Tenía que atravesar el espejo.

- ¿Qué está pasando aquí? -dijo el lobo.

La imagen mostraba ahora un lugar cubierto de hierba. Parecía bien cuidada, pero estaba lleno de árboles, lleno de lugares donde esconderse.

Wendell saltó al espejo, rezando silenciosamente para no saltar simplemente, golpear de cabeza contra el espejo y conseguirse siete años de mala suerte (por supuesto, no es que su suerte pudiera empeorar mucho más).

No golpeó nada, excepto un líquido espeso que había sido antes el espejo. De repente, estaba completamente a oscuras. Pero peor que eso era el silencio. No podía oír su propia respiración.

Entonces hubo árboles, ramas arañando contra su cara cuando golpeó el suelo. Hubo tierra real bajo sus patas, pero había un hedor en el aire que nunca antes había olido en ningún otro lugar… un olor pesado y aceitoso como si alguien hubiera encendido demasiadas lámparas en un mismo sitio.

Saltó hacia adelante, decidido a salir del lugar de entrada. El lobo vendría tras él, y si Wendell no tenía cuidado, le encontraría. Tenía que encontrar agua para ocultar su olor. Eso despistaría al lobo. Después, en este extraño lugar, podría buscar ayuda.

Había un sendero ante él. Parecía hecho de tierra y grava, pero no podía decirlo en realidad. Una mujer que montaba un extraño artilugio de metal venía bajando la colina hacia él. Wendell intentó saltar fuera de su camino, pero el artilugio se estrelló contra él.

Salió volando por los aires. Un perro estaba gimiendo, y entonces comprendió que era él. Mientras volaba por los aires, vio como la mujer caía y se golpeaba la cabeza. Entonces él mismo aterrizó junto a una roca. Quería levantarse, pero no podía.

En vez de eso, luchó tan duro como podía, deslizándose hacia la oscuridad.

***

Un débil estrépito resonó a través de la prisión, y después tres voces se alzaron con disgusto. La Reina cerró la puerta del vestíbulo de recepción. No quería oír el sonido del fracaso.

Wendell se le había escapado, por el momento al menos. No podía desaparecer para siempre. Estaría demasiado abrumado como perro. No sabría cómo sobrevivir. Pero la Reina no quería utilizar su recién encontrada libertad para resolver este pequeño inconveniente, no cuando tenían tantos planes deliciosamente malvados.

Cruzó sus manos enguantadas y se giró hacia el Rey Troll. Qué ejemplo tan repugnante de troll macho. Era alto y fuerte, con la misma nariz aguileña que tenían sus dos hijos. Su piel era tan pálida como la de su hijo mayor, sólo que al contrario que los de su hijo, los ojos del Rey Troll brillaban con algo parecido a la inteligencia.

Podría utilizarle. Podría utilizarle muy bien.

- Dentro de un mes -dijo, captando su atención-. Habré aplastado a la casa Blanca. Tendré el castillo de Wendell y su reino.

Dio un paso hacia el Rey Troll, asegurándose de que su voz era sobre todo seductora.

- Y por ayudarme a escapar, tú tendrás la mitad de ese reino para controlar.

Los ojos del Rey Troll se abrieron de par en par, y se lamió los labios. Casi esperaba verle frotarse las manos con avaricia, pero aparentemente se contuvo.

- ¿La mitad del Cuarto Reino? -preguntó el Rey Troll-. Pero es enorme…

Esa palabra debió disparar algo en su pequeño cerebro, porque de repente frunció el ceño.

- ¿Cuál es tu plan? -preguntó-. ¿Qué tengo que hacer?

Ella alzó ligeramente la barbilla, modulando su voz sólo un poco.

- Permíteme utilizar a tus hijos hasta que hayan capturado al príncipe para mí.

- ¿Eso es todo? -El Rey Troll sonaba aliviado.

- Y no le cuentes a nadie lo que has visto, por supuesto.

Para su sorpresa, el Rey Troll no respondió al momento. En vez de eso sus ojos se entrecerraron. Casi podía ver su cerebro tamaño troll intentando trabajar. Realmente estaba sopesando la cuestión… o intentándolo. Obviamente creía que había una trampa.

Por supuesto, la había, pero eso ella no iba a decírselo por ahora.

Finalmente, él respondió:

- ¿Podré escoger qué mitad del reino quiero?

La Reina cerró los ojos. Nunca subestimes el poder de la avaricia. Después los abrió, le sonrió, y le dijo lo que creía que necesitaba oír.

***

Un espejo mágico. A Lobo no le gustaba el aspecto que tenía esto. Ni le gustaba el aspecto de ese perro… el perro que le proporcionaría su libertad si lo capturaba. Ese perro parecía demasiado listo. Estaba estudiando las imágenes cambiantes en el espejo como si esperara la correcta.

Lobo no había intentado ser silencioso. Había anunciado su presencia justo un momento antes. Pero ahora, mientras se aproximaba, el perro miró sobre su hombro y le vio.

Esos ojos eran demasiado inteligentes para ser los de un perro.

Entonces el perro volvió a mirar hacia delante. La imagen del espejo había cambiado a árboles y hierba. En la base del espejo, vio al perro, luego vio su propia imagen detrás. Era un hombre apuesto, en su opinión. Lo bastante alto, lo bastante guapo…

Se abalanzó sobre el perro justo cuando el perro saltaba hacia adelante. El perro desapareció en el espejo, y por un momento la imagen parpadeó.

Lobo masculló una maldición perfectamente lobuna, tras dedicar quizás medio segundo a pensar en la tontería de seguir a un perro a través de un espejo mágico, después saltó justo cuando la imagen de los árboles y la hierba se emborronaba.

La cosa dentro del espejo recubrió su piel y quedó envuelto en una absoluta oscuridad. No podía oler nada, ver nada, ni oír nada.

Entonces se encontró a sí mismo cayendo en medio de un grupo de arbustos. Las ramas tiraban de su ropa y se le metía hierba en el pelo.

¡Estaba fuera! No había estado al aire libre en mucho, mucho tiempo. Deseó dejar escapar un aullido lobuno, pero eso revelaría su posición. En vez de ello se levantó, se sacudió el polvo, y miró tras él.

Había un espejo de cuerpo entero brillando tenuemente entre los arbustos. Débilmente, todavía podía ver el almacén. Los trolls se abrían paso tambaleantes a través del arco… tarde, justo como él había predicho. No tenían ni idea de cómo rastrear nada.

Rastrear. Ese era su trabajo. Tenía que alejarse de la imagen para que no le vieran y no supieran adonde había ido. Se movió, después olisqueó. El aire no era del todo fresco, pero no apestaba tanto como el aire de muchos pueblos. Aquí sólo había un ligero olor a orina recubriendo la hierba. No. El olor dominante era algo inidentificable y metálico. Entonces, sobre eso que captó el débil olor a un súbito miedo, y bajo eso… ¡perro!

Lobo sonrió ampliamente y saltó en dirección al olor. Pensando que su encargo se estaba volviendo más placentero por minutos.

***

Virginia se sentó lentamente. El cuerpo entero le dolía, pero la frente sobre todo. Se había caído de la bici antes, pero nunca se había estrellado y la herida nunca había ardido así. No había visto al perro hasta que fue demasiado tarde.

Le temblaban las manos. Les ordenó que dejaran de temblar, y una lo hizo. Fue la que utilizó para tocarse la frente. Estaba sangrando. Miró la sangre de sus dedos un momento, después decidió que no era suficiente como para preocuparse. Probablemente se había hecho un corte. Le había pasado antes.

Entonces miró la bici y gimió.

La rueda delantera estaba completamente combada. No había forma de que pudiera montar en ella y no había forma de que pudiera arreglarla. Aquí no.

Llegaría tarde a trabajar, pero al menos esta vez tenía una excusa.

La condición en que estaba la rueda significaba que había golpeado al perro bastante fuerte. Lo buscó, y vio un montón de pelaje dorado yaciendo junto al sendero.

Inmóvil.

- Oh, Dios mío -dijo-. ¡Lo he matado!

Nunca había matado a nada antes, ni siquiera accidentalmente. Se movió hacia él, y mientras lo hacía, el perro se retorció. No estaba muerto después de todo. Dejó escapar un pequeño suspiro y posó una mano sobre el suave pelaje.

El perro levantó la mirada hacia ella con unos ojos sorprendentemente inteligentes.

- ¿Estás bien? -preguntó mientras palpaba a través del pelaje, buscando huesos rotos, sangre, cualquier cosa que requiriera cuidado inmediato. No encontró nada.

- ¿Dónde está tu dueño? -Miró sobre su hombro. Un perro bien cuidado como éste normalmente tenía a alguien que lo llevara con una correa. ¿O se habría escapado? Eso no le iría a ella nada bien. Tenía que haber millones de perros en la ciudad de Nueva York. Eso significaba que había millones de propietarios de perros, y todos ellos llevaban a sus perros a este parque. ¿Cómo iba a encontrar al propietario adecuado?

¿Cómo iba a llevar a este perro al trabajo?

Palpó alrededor del cuello, pero por supuesto, el perro no llevaba collar. Alguna gente era tan irresponsable.

- ¿Por qué no tienes collar, hmm? -preguntó.

El perro pareció tranquilizarse con su voz. Se movió también, y cuando lo hizo comprendió que era un “él”.

Tras ella, oyó un aullido bajo, como un lobo. El vello de su nuca realmente se puso de punta. Incluso el perro pareció alarmado. Entonces comprendió lo precario de su posición. Una mujer sola en el parque después de oscurecer, en una zona boscosa apartada. No había auténticos lobos en Manhattan, pero los lobos humanos eran igualmente peligrosos.

Miró al perro y él la miró a ella. Aparentemente ahora se pertenecían, al menos por esta noche. Se levantó, recogió su bici, y enderezó la rueda combada lo bastante como para poder arrastrarla.

El perro se levantó con ella, y cuando Virginia se apresuró a salir del parque, él la siguió de buena gana.