Capítulo 112

La vida de Zalat había transcurrido siempre sobre el filo de un sable; desde sus inicios en el ejército hasta que ascendió a la dirección de la Unidad de Operaciones Especiales del Mossad, asumió que en cualquier momento alguien podría intentar atentar contra él. De hecho, ocurrió en dos ocasiones, ambas fallidas. Fue por ello que en cuanto escuchó cierto murmullo fuera de su despacho, lentamente abrió el cajón derecho de su escritorio. En su interior reposaba su fiel Beretta calibre 22. Siempre cargada. El murmullo dio paso a un silencio premonitorio.

Al observar que el pomo de la puerta se abría tomó en su mano derecha la pistola, pero sin sacarla del cajón para que quedara oculta, y colocó el dedo índice en el gatillo.

En segundos ya estaban todos dentro.

Al reconocer a Isaac, Zalat arqueó sus profusas cejas blancas y se recostó en su cómodo asiento de piel.

—Hombre, Isaac, ¿qué tal estás? —Su desconfianza era absoluta porque no reconocía a ninguno de los tres acompañantes. Siguió aferrando el mango de la pistola con firmeza.

—General, venimos con una orden de detención.

Entonces Samuel, en un rápido movimiento, se apartó hacia un lado de la mesa al tiempo que desenfundaba su arma reglamentaria y, apuntándole en la cabeza, le espetó:

—Yo que usted soltaría eso.

Zalat le lanzó una de sus temibles miradas; no parecía tener intención de soltar su pistola.

—¿Quién es este tipo que se atreve a apuntarme en mi propia oficina? —preguntó dirigiendo la vista a su antiguo director de investigación.

—Samuel Natham, general —dijo Isaac—, comisario de la Interpol.

Zalat volvió la mirada hacia Samuel y finalmente dejó la pistola y cerró con fuerza el cajón. Este se acercó rápido para abrirlo de nuevo y apoderarse de ella y le dijo:

—Se le acusa de ordenar el asesinato de Rania Roberts.

Zalat, ante la acusación del comisario de la Interpol, ni se inmutó. Entonces Isaac intervino:

—General, hay muchas pruebas: grabaciones de las llamadas hechas desde aquí encargando el crimen y transferencias con el pago por adelantado al enlace que organizó todo en Nueva York.

Se produjo un silencio. Parecía como si la personalidad de Zalat llenara toda la sala de intimidación.

—No conozco a ninguna Rania Roberts —dijo.

—Rania Abdallah —puntualizó Ackermann.

—¿Quién es usted?

—Soy David Ackermann, exmiembro del ejército israelí.

Zalat se quedó mirándolo mientras ponía a trabajar su memoria de elefante. No tardó mucho en caer en la cuenta. Pudo visualizar la reunión del gabinete cuando decidieron darle el mando en la operación de rescate del soldado Farlow a ese capitán Ackermann.

—No sabía que hubiera abandonado el ejército —dijo con cinismo—. No sabe cuánto me alegro, un estúpido como usted que va de salvador de terroristas palestinas no se merece estar en nuestras fuerzas armadas.

—Rania es ciudadana estadounidense y jamás fue una terrorista, más bien al contrario, una víctima.

Zalat, visiblemente irritado, perdió la compostura y gritó fuera de sí:

—Vuelve usted a defender a esa maldita zorra.

—Perdone, general, pero creo que el miserable es usted por querer matarla. ¿Para qué hacerlo? Bastante sufrió en Jericó.

—¿Sufrió? Esa chica es una asesina, mató al soldado Farlow. Él nunca se suicidó. ¿Acaso cree que un zurdo se dispararía en la sien empuñando su pistola con la mano derecha?

Todos miraron a Ackermann desconcertados, no entendían bien de qué estaban hablando. Por el contrario, Ackermann abrió los ojos ligeramente y movió la cabeza unos milímetros hacia atrás. Por fin lo entendió todo. Entonces, con voz pausada, intervino de nuevo:

—Zalat, yo mismo firmé el informe. Es cierto que en un principio pensamos que Farlow se había suicidado, ya veo que de alguna manera consiguió el informe secreto que hicimos para el ejército. Pero horas después de hacerlo, nosotros también caímos en la cuenta de que un zurdo no se dispararía con la mano derecha. Así que, aunque había interés político por archivar el caso, ordenamos revisar con mucho cuidado las huellas dactilares del arma. Y solo encontramos huellas de él, concretamente de los dedos de su mano izquierda. Ese loco soldado intentó violar por segunda vez a la chica, cometiendo la temeridad de hacerlo con su pistola en la mano, pero estaba tan borracho que se cayó hacia un lado, por eso tenía un golpe en la frente con restos de tierra, y al hacerlo se le disparó el arma y el proyectil le atravesó la sien. Su muerte fue un accidente. Al caer se volteó y la pistola por azar quedó sobre su mano contraria, haciéndonos creer a todos en un principio que se había suicidado. La chica ni se enteró de todo esto porque ya estaba inconsciente del golpe recibido con una piedra. Hicimos un segundo informe corrigiendo el primero, que obviamente no le llegó, y tampoco se distribuyó oficialmente para no contradecir la versión oficial que ustedes mismos inventaron en el gabinete de crisis, anunciando que el valiente soldado Farlow fue muerto en acción de combate e ignorando la existencia de Rania. —Y terminó su explicación diciendo lacónicamente—: Se equivocó de pleno, Zalat.

—Acompáñeme —dijo entonces el jefe de la oficina de la Interpol al tiempo que le ponía las esposas.

Zalat escupió al suelo al pasar por delante de Ackermann y le espetó:

—Tiene usted razón, me equivoqué, debimos eliminarla en el propio hospital de Jerusalén, y quizá también a usted. Pero... mientras estén vivos...

Y abandonó el despacho con una sonrisa sarcástica.

Horas más tarde, en el interior del avión de las líneas El Al de vuelta a Nueva York, Ackermann explicó a Heather todo lo acontecido en el despacho de Zalat, porque debido a que la conversación se desarrolló en hebreo ella no había entendido nada. Después pidieron una copa de champán a la azafata y brindaron.

—Muy bien, David, te empeñaste en cerrar el caso y lo conseguiste. Ya te puedes dedicar de nuevo a investigar fraudes financieros.

—Sí, claro, gracias a ti, Heather. —Ackermann sonrió, pero no todo había terminado: quedaba algo por hacer.

El enigma de Rania Roberts
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