Capítulo 71

Debra estaba sentada en una pequeña butaca de color blanco comprada en Ikea, Rania sobre un sofá de dos plazas del mismo modelo. La primera llevaba un camisón corto de tirantes color rosa adornado con una discreta puntilla beis; Rania, un pantalón de pijama a cuadros y camiseta de cuello redondo, todo de color azul celeste. Ninguna llevaba zapatillas.

Hacía más de una hora que Heather las había dejado en su casa. La conversación había ido evolucionando. Debra pasaba de la ira más profunda, acompañada de los adecuados improperios hacia Max, a la indignación más absoluta.

—Es un estúpido, ¿cómo se le ocurre entrar en el lavabo de mujeres para liarse con aquella zorra?

Rania estaba tan indignada como su amiga; se le había caído por los suelos la imagen que tenía de Max, pero pensaba, por su propia experiencia, que ante la desolación el tiempo era el único firme aliado.

—Mi madre siempre me decía que los disgustos hay que dejarlos reposar y que al día siguiente todo se ve de otra manera —le dijo—. Deberías acostarte y descansar, mañana será otro día...

—Sí, tienes razón, mañana lo veré distinto. Será mejor que nos vayamos a la cama, ya es muy tarde.

En ese preciso instante sonó el timbre de la puerta. Debra miró su reloj.

—Pero si son las dos, qué extraño. —Vivían en una zona de gran bullicio por el día pero algo más solitaria de noche. Ambas se levantaron inquietas. Debra se adelantó hacia la puerta y Rania la siguió para no dejarla sola. Al acercarse y cuando su intranquilidad iba en aumento, Heather, adivinando la inquietud que genera el sonido de un timbre en medio de la madrugada, dijo en voz alta:

—Soy yo, Heather. —Había subido sola, tras dejar a Ackermann esperándola en el coche.

Debra y Rania se miraron con una sonrisa. A pesar de su profundo disgusto y su tristeza, la periodista intentó frivolizar con su amiga para despejar su angustia:

—¿Qué pasa? ¿cómo tú por aquí? No me lo digas: te ha despachado tu ligue... —comentó sonriendo con un gesto de falsa desolación.

Pese a la sonrisa forzada de Heather ante la broma de su amiga, Rania reconoció de inmediato en sus ojos aquella tensión que había visto en ella en el automóvil camino de casa. Heather bajó la mirada y entró en la vivienda. Aunque todavía llevaba puesto el mismo sugerente vestido que había escogido para la fiesta, ya no lucía espléndida. Era curioso cómo la misma persona, en apenas unas horas, podía transmitir una imagen tan distinta a causa de la tragedia inesperada que se había abatido sobre su amiga y que laceraba su mente. Se planteó si sería mejor quedarse a solas con Debra o darle la noticia en presencia de Rania. Finalmente optó por lo segundo. Se sentó en la butaca.

Debra, al ver la actitud tan decidida de su amiga, manifestó con cierto sarcasmo:

—Ponte cómoda, como si estuvieras en tu casa, te puedes sentar donde quieras. —Y a continuación se acomodó en el sofá frente a ella, sin advertir el gesto de preocupación de su amiga.

Heather le cogió las dos manos entre las suyas y sin pronunciar más palabras le dijo mirándole a los ojos:

—Debra, Max se ha matado en un accidente de coche.

—¿Qué? pero ¿qué dices? —balbuceó.

—Perdió el control de su Ferrari en la FDR, iba a gran velocidad, el coche salió volando hacia la dirección opuesta, murió en el acto.

—¡No puede ser! —gritó Debra ahogada en la desesperación.

Rania, que no se había sentado, se tuvo que recostar contra la pared para no perder el equilibrio. Aunque en circunstancias muy distintas, ella ya había vivido la muerte de su amado Abdul. Sabía cómo podía sentirse su amiga. Le sobrevinieron angustiosas sensaciones; en su caso su amado cometió la locura inexplicable de suicidarse matando a muchos otros; en el caso de Max, una actitud inmadura seguida de una imprudencia le habían conducido a la muerte. Las circunstancias eran bien distintas pero el resultado era desolador para las dos: perder a un amor en plena juventud era inconcebible, hacerlo de manera absurda, devastador. Sin darse cuenta se vio arrodillada abrazando a Debra, que gemía y exclamaba al mismo tiempo:

—Pero no puede ser... si él nunca iba por la FDR a su casa... —Se aferraba a cualquier excusa desesperada para esquivar la realidad.

—Lo siento, Debra, pero vengo del lugar del accidente, lo he visto con mis propios ojos, era él. La Policía va a dar un comunicado en unos minutos.

Debra, que hasta hacía unos minutos, con su orgullo herido, luchaba contra sus sentimientos de profundo amor, sintió que el mundo se le caía encima. Rania entendía perfectamente aquellos sentimientos opuestos de amor y odio interrumpidos por una muerte absurda, inexplicable; era como revivir su propia pesadilla junto a aquella buena amiga.

—¡No puede ser! —volvió a chillar Debra desesperada—, quiero ir a verlo.

—No, Debra. Está todo acordonado, la policía no te dejaría pasar.

—Sí podría pasar como periodista.

Las tres estaban abrazadas. Heather miró a Rania por encima del cabello de su amiga y negó con la cabeza.

—No, no debes verlo, está destrozado.

Debra se soltó del abrazo de sus amigas, se levantó y caminó decidida hacia su habitación, pero dio dos pasos y se desvaneció; Rania pudo sujetarla antes de que se desplomara contra el suelo. Después, entre las dos la sostuvieron y la llevaron a su cuarto.

Rania se quedó sentada junto a ella en el borde de la cama. Aquella situación le resultaba demasiado dramática y demasiado cercana.

Mientras tanto, en la calle, frente a la puerta del edificio, Ackermann esperaba a Heather fuera del coche, apoyado en el capó. Rania no podía imaginarse que no solo sus emociones del pasado acechaban su presente.

El enigma de Rania Roberts
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