Capítulo 63
Pancho Guzmán Medina, también conocido como «Guzmán el Ácido», estaba satisfecho tras la conversación que acababa de mantener desde su móvil.
Se encontraba en un lúgubre semisótano al norte del Meatpacking District que hasta no hacía muchos años era utilizado como frigorífico industrial para el almacenamiento de grandes piezas de vacuno destinadas al antiguo mercado de carne de la ciudad. Cuando uno se acostumbra a vivir con la adrenalina a flor de piel, se hace muy difícil retirarse temporalmente a ver pasar los días y las noches sin emociones intensas; es por ello que, aunque el encargo que le habían encomendado era algo distinto a sus trabajos habituales, el hecho de volver a la acción le producía gran excitación. Tenía poco tiempo y se encontraba fuera de su campo de actuación habitual, debía planificarlo todo muy bien, así que inició los preparativos sin más dilación.
Pancho Guzmán Medina apenas conocía a nadie en la ciudad y desde que llegó a Manhattan evitaba relacionarse con ningún ser humano. Aquel espacio habilitado toscamente como estudio para su residencia temporal era el lugar en el que pasaba la mayor parte del tiempo. Solo lo abandonaba para hacer pequeñas compras de alimentos y algunas noches para salir en busca de prostitutas.
El lugar tenía una primera estancia amplia, de unos treinta metros cuadrados, restaurada austeramente a modo de loft. En medio de ella, un viejo tresillo de pana gruesa marrón oscuro, más desgastado por el paso del tiempo que por su uso, escoltado por dos sofás individuales que intentaban con muy poco éxito dar un aire de salón de vivienda a aquel destartalado e inhóspito lugar. Arrinconada contra una pared, una antigua mesa de comedor de casi dos metros de largo y hecha con madera de roble reivindicaba con su elegante forma otro tiempo y otros lugares. Sobre ella reposaba un ordenador y una impresora, además de recortes de noticias de periódicos y papeles desordenados, algunos en blanco. En el lado opuesto había una pequeña cocina incorporada artificialmente a la estancia. En una de las esquinas de aquella desagradable y oscura dependencia había una cama, siempre deshecha. En la pared adosada a la fachada del edificio, dos estrechos y alargados ventanales permitían observar los pies y el paso de los viandantes por la calle, solo como sombras porque, dada la discreción que requería la presencia del morador, sus cristales estaban tintados. Una puerta abierta sobre una pared de plafón daba paso a la siguiente habitación, también amplia. Seguramente en el pasado esa zona fue utilizada de antesala para almacenar bastidores de madera y hierro cargados con grandes piezas de carne congelada. Ahora había sido reconvertida en lavabo, con su toilette y ducha de pie. Casi en el centro de la estancia una gran bañera blanca producía un efecto estrambótico. En su interior había unos dos dedos de un líquido de tono amarillento.
Un metro más allá, un cable colgaba del techo de la estancia como si fuera la estalactita de una cueva. En la pared frente a la puerta de entrada de la habitación una gruesa puerta metálica corredera de medio metro de ancho sellaba el paso hacia una cámara frigorífica industrial todavía en funcionamiento. Tirando del cable hacia abajo se abría con contundencia y, al hacerlo, toda la estancia se llenaba de ese vapor frío condensado que producía la diferencia de temperatura entre los menos treinta grados centígrados de dentro de la cámara y los más de veinte del baño.
Toda la luz de aquel inhóspito refugio provenía de bombillas desnudas colgadas de hilos de electricidad que surgían de los techos.
Pancho Guzmán Medina era conocido en su tierra natal como Guzmán el Ácido porque su especialidad consistía en vestir a sus víctimas con una chaqueta de tela tejana rociada con gasolina, que a continuación prendía para quitársela tras unos segundos. Suficiente tiempo para que, al hacerlo, la chaqueta se llevara pegada buena parte de la piel de sus víctimas. Inmediatamente colgaba a estas con una cuerda pasada por una polea. Las amarraba con un lazo atado por debajo de las axilas y las iba bajando para hundirlas lentamente en grandes barriles de ácido. Una mezcla de ácido clorhídrico con agua. Cuando había introducido sus piernas hasta las rodillas, tiraba del mecanismo de la polea hacia arriba para sacarlas del barril con sus pies y parte de las extremidades ya comidas por el efecto del líquido corrosivo. De las rodillas hacia abajo apenas les colgaban trozos de hueso y carne quemada. Si el sujeto se desmayaba por el dolor, procuraba reanimarlo echándole agua muy fría o también inyectando un estimulante resultado de la mezcla de varios compuestos, entre ellos una alta dosis de nicotina. Para finalizar su sádica y espeluznante liturgia, grababa con un hierro candente sus iniciales, GM, en el torso ya sin piel del desdichado, solo por el placer de percibir el olor a carne quemada con su marca. Luego los acababa de introducir lentamente en el barril de ácido, hasta que quedaban prácticamente desintegrados. Un miembro de su banda sacaba y enterraba en cal viva los restos de huesos que quedaban en el barril tras la macabra ceremonia. Si la víctima era una mujer, antes de iniciar el trabajo la violaban y sometían a todo tipo de vejaciones sexuales tanto él como su cuadrilla. En ocasiones grababa en vídeo sus ceremonias para luego colgarlas en Internet; cuando lo hacía utilizaba una capucha negra. No obstante, no le gustaba cubrirse con nada porque prefería que sus aterrorizadas víctimas le vieran la cara en todo momento. Él disfrutaba observando cómo, horrorizadas, le rogaban una clemencia que nunca llegaba.
Siguiendo este método había asesinado a decenas de personas en ranchos del noroeste de México cercanos a Tijuana. La mayoría de ellos, rivales de otros cárteles, pero también individuos secuestrados, comerciantes que se negaban a pagar chantajes y muchas mujeres muy jóvenes que trabajaban en las maquilas y a las que sometía a estas torturas por iniciativa propia, solo para divertirse un rato.
Guzmán el Ácido era el sicario más sádico de uno de los grandes cárteles de la droga de México, que, ante la presión de los federales de ese país, sus jefes habían apartado de la circulación temporalmente, instalándole en Nueva York. Tenía el cabello negro intenso, aunque en algunas zonas parecía gris marengo por el efecto de las canas, y un nutrido bigote blanco. Lo que hacía inconfundible su aspecto era su piel afectada por vitíligo, una enfermedad degenerativa en la que los melanocitos, células responsables de la pigmentación de la piel, mueren, dejando de producir melanina. El resultado eran unas manchas blancas en su rostro y manos que contrastaban con la piel oscura de las zonas en las que todavía no se había extendido la enfermedad.
Era un tipo de baja estatura pero muy corpulento, aunque con un exceso evidente de peso. Su mano derecha había sufrido el efecto de su propio ácido cuando, en una de sus ceremonias, se enganchó una pierna de la víctima en el borde del barril. Él, molesto con aquel fallo técnico, levantó el muñón de lo que le quedaba de pierna a aquel desgraciado colgado de la polea y lo hundió con sus propias manos en el barril de ácido. Lo hizo con tal ímpetu que introdujo sus dedos meñique y anular de la mano derecha en aquella sustancia. Le quedaron totalmente deformados. Fue tal la ira que le invadió que ordenó que sacaran a aquel desgraciado inmediatamente del barril y, todavía vivo, lo acabó de rematar él mismo pisándole la cabeza con el tacón de sus recias botas camperas mientras gritaba y le insultaba como un poseso.
Cuando sus jefes le propusieron su retiro temporal de unos meses, le prometieron que de tanto en tanto le llegarían algunos trabajos para mantenerlo distraído. Su cártel estaba conectado con una red de asesinos profesionales a sueldo que actuaba en Estados Unidos. En la llamada que acababa de recibir le ofrecían tres mil dólares por asesinar a alguien. Guzmán el Ácido lo aceptó con entusiasmo porque ese retiro forzoso le tenía muy aburrido. Había cruzado la frontera a través de uno de los muchos túneles que los narcos utilizan solo para pasar droga, así que oficialmente no existía en el país. Era la persona ideal para cometer un asesinato por encargo.
Para él suponía todo un reto porque se encontraba en una ciudad que no conocía. El enlace que le hizo el encargo, además de facilitarle datos sobre la víctima, como dónde trabajaba y dónde vivía, le avisó de que recibiría por email una información muy valiosa que le ayudaría a planificar la acción.
Cuando unos días después recibió un email de un remitente desconocido y sin asunto se imaginó de qué se trataba. Al abrirlo observó que no había texto alguno, solo un archivo anexo. Lo seleccionó y apareció en la pantalla una ventana con los controles para visualizar un vídeo. Puso el cursor sobre el icono de play, pero la imagen que surgió era negra, solo una fina línea verde dibujaba un gráfico. Al principio se quedó desconcertado, parecía un vídeo que no se podía reproducir por falta de algún lector adecuado, pero enseguida escuchó una conversación. No había duda alguna: su enlace le estaba enviando grabaciones de llamadas de teléfono hechas desde el móvil de la víctima. Aquello le pareció fantástico, muy profesional, se sorprendió de los sofisticados medios de los que disponían sus clientes y que a él le facilitarían en gran medida su planificación. Guzmán el Ácido hablaba inglés porque creció y vivió en la frontera, pasaba continuamente al lado de los gringos, así que podía entender las grabaciones lo suficiente para poder apreciar en ellas revelaciones y detalles. Escuchando las cintas pudo planificar cuándo actuaría; todo estaba previsto, a la víctima le quedaban pocos días de vida.