Capítulo 100

En esta ocasión Ackermann, después de pagar veinte dólares por un trayecto por el que el taxímetro marcaba solo seis, bajó del taxi tomando precauciones. Sentía la tensión en cada poro de su piel. En contraste con el animado West Village en el que vivían Debra y Heather, en aquella parte del Meatpacking District la calle estaba oscura, nadie paseaba por aquella zona.

Se acercó despacio a la plancha de hierro que daba entrada al sótano en el que Guzmán se había refugiado los últimos meses y, cuando estaba a escasos dos metros de distancia, confirmó lo que se temía: el candado puesto por la Policía tras acabar el registro de aquel siniestro subterráneo había sido forzado. Estaba colocado de tal forma que pareciera que se hallaba todavía cerrado herméticamente, pero al acercarse comprobó que el arco superior estaba roto.

Observó el perímetro de la cubierta de hierro y pudo apreciar que una fina línea de luz surgía desde su interior, dibujando un cuadrado perfecto. No había duda: había alguien allí abajo. Los latidos de su corazón se aceleraron. No tenía cómo pedir ayuda porque no llevaba el móvil, pero el tiempo jugaba en su contra, así que decidió que debía arreglárselas como fuera él solo y aunque estuviera desarmado. Primero tenía que levantar aquella plancha, aunque no estaba seguro de que pudiera hacerlo, dado que no se encontraba al cien por ciento de sus facultades a causa de la herida en su costado. Necesitaba algo que le ayudara a hacer palanca, pero no veía nada que le pudiera servir para ello. Se movió ligeramente hacia la calzada buscando una barra de hierro o algo similar sin éxito. De pronto observó en el bordillo de la acera un trozo de ladrillo de forma irregular, de un palmo de ancho y algo más de altura. Quizá podría levantar durante unos segundos la plancha tirando de sus agujeros y al momento de hacerlo empujar el ladrillo debajo para que no se cerrara cuando él ya no tuviera fuerzas para aguantarla. Esa era su única opción. Se dirigió hacia la tapa de hierro, se colocó con las piernas abiertas con un pie a cada lado de la plancha y metió tres dedos de cada mano en los agujeros de la tapa, como si sujetara una bola de las utilizadas para jugar a los bolos. Había colocado el ladrillo en el pavimento junto a su pie derecho. La fuerza debía hacerla sobre todo con las piernas, por lo que las flexionó, quedando en la postura que adoptan los profesionales de halterofilia segundos antes de iniciar su esfuerzo para levantar las barras cargadas de pesas. Respiró hondo, se concentró y puso toda su fuerza en el intento tirando hacia arriba desde los agujeros de la plancha; la cara se le tornó roja al instante y parecía como si las venas de los brazos y la sien fueran a reventarle. Aguantó unos segundos contando para sus adentros: «Uno, dos, tres...». Cuando ya había llegado al límite de sus fuerzas, la plancha se empezó a elevar, lo suficiente como para empujar el ladrillo con su pie debajo de uno de los bordes del perímetro de la chapa; solo entonces dejó caer la pesada plancha. Lo había conseguido: el ladrillo impidió que en su caída la tapa volviera a cerrarse; ahora, con esa apertura de un palmo, le sería más fácil levantar la tapa del todo. Sintió un dolor agudo; eran los puntos de la herida, que se había abierto definitivamente, pero lo que menos le importaba en ese momento era el dolor. Descansó durante unos segundos y procedió a abrir por completo la plancha, esta vez con menor esfuerzo. El ruido que produjo al hacerla girar sobre sí misma le alarmó; cualquiera que estuviera dentro lo habría escuchado.

Heather y el agente Charly Curtis estaban confusos: no solo era una incógnita por qué alguien había intervenido el móvil de Rania y le había enviado las grabaciones al asesino, sino que además ahora tenían esa llamada perdida desde el móvil de Debra.

—Pero ¿quién podía tener el móvil de Debra? —preguntó Charly.

—Supongo que estaba en su casa; llamaré al teléfono fijo de su apartamento —dijo decidida mientras lo hacía—. Tal vez Rania esté allí y lo tenga, aunque es muy extraño porque no han dejado ningún mensaje. —El timbre de llamada del teléfono fijo del apartamento empezó a sonar, pero sin respuesta—. Nadie contesta —dijo Heather cada vez más alarmada—. En cualquier caso, será mejor que vayamos a su piso a hablar con ella, todo esto es muy extraño.

Una vez en la calle, Heather le dijo a Charly:

—Mejor vamos en mi coche, llegaremos antes.

Arrancó a toda velocidad, sin que a Charly le diera tiempo de colocar la sirena portátil en el techo del vehículo. Mientras conducía, volvió a marcar desde su móvil el teléfono de Ackermann. Esta vez sí le contestaron, pero fue una voz femenina.

—Sí, dígame, ¿quién llama?

—Escuche bien, soy la agente especial Heather Brooks, del FBI, ¿quién es usted? —exigió enérgicamente.

—Laura Crosar, enfermera jefa del turno de noche del Mount Sinai —contestó alarmada.

—¿Qué hace contestando el móvil de David Ackermann? Pásemelo de inmediato.

—No va a ser posible, el señor Ackermann abandonó el hospital precipitadamente.

—¿Cómo? —Hizo una pausa—. ¿Cuándo ha sido?

—Pues hace una media hora.

—¿Dijo algo al salir?

—¿Decir algo? Pero si se arrancó el catéter y se marchó a toda prisa...

Heather colgó sin despedirse y se dirigió a Charly:

—Esto cada vez me gusta menos: Ackermann ha abandonado el hospital sin avisar a nadie, luego he recibido una llamada del móvil de Debra... —resumió agitadamente al tiempo que con una mano manejaba el volante mientras conducía a toda velocidad por las calles de Manhattan en dirección sur.

Charly intervino:

—No sé exactamente qué está pasando, pero todo esto pinta muy feo.

El enigma de Rania Roberts
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