Capítulo 6

El presentador anunció: «Se reanudan las hostilidades». Esa era la señal: sus hermanos Ahmed y Nimr se vistieron con sus pantalones y chaquetas de camuflaje de color verde, marrón y blanco. Se pusieron el kufiya negro, se colocaron en la cabeza a la altura de la frente una cinta roja grabada con palabras sagradas, tomaron sus fusiles AK-47 y se abrocharon los cinturones cargados de munición. Como en un ritual, besaron a su padre en las mejillas dos veces y después a su madre: primero su mano por la parte exterior y luego su palma interior, como la tradición indicaba para la demostración de su amor más profundo, y a continuación en las dos mejillas. Ella no se acostumbraba a pensar que quizá no volvieran, se encerraba en su habitación y no dejaba de llorar hasta pasadas unas horas, muchas veces hasta que los volvía a tener en su presencia.

Los dos hermanos abandonaron la casa dispuestos a todo lo que les pidiesen sus mandos. Les inundaba la adrenalina, como a un actor de un musical de Broadway minutos antes del estreno. Pero en Jericó la melodía la ponían las balas y el éxito era no morir. Mientras tanto, el tercero de los hermanos, Abdul, se recluía a orar.

En aquella ocasión, las noticias con el anuncio de la reanudación de las hostilidades vinieron acompañadas de la presencia de ocho carros de combate. Llegaron cual fatídica procesión por la Autopista 1, que enlaza Jerusalén con el mar Muerto. Pasaron de largo frente a la pequeña población de Aqabat Jabrel y se detuvieron en su destino, a las puertas de la ciudad, en la entrada sur. Los escasos cuarenta mil habitantes de Jericó enseguida sintieron su presencia, antes por el peso del pánico en el aire que por el estruendo que hacían al maniobrar.

Los milicianos apenas tuvieron tiempo de agruparse. Con viejos megáfonos oxidados avisaron a la población de que abandonara sus casas y se refugiara en las viviendas de la zona norte, detrás de sus posiciones. No sabían cuáles eran las intenciones de aquella unidad de ocho carros de combate, que con sus intimidatorios cañones apuntaban a las primeras casas de la ciudad. Las calles se convirtieron en un ir y venir de familias saliendo atropelladamente de sus viviendas y dirigiéndose hacia el norte. Algunas se llevaban pertenencias, como pequeñas colchonetas, baldas, toallas e incluso maletas a medio hacer. Se levantaba un polvo que convertía la escena en una especie de riada humana envuelta en esa bruma de tierra y arenilla que se esparcía por todas partes.

En cualquier otro lugar del mundo esas máquinas de guerra no osarían disparar contra la población civil —tres de cada cuatro habitantes de Jericó eran mujeres o niños—, pero aquello era Tierra Santa, donde por momentos todo era posible y nada tenía sentido. Los carros a un lado, los milicianos a unos doscientos metros parapetados en casas ya evacuadas. Y en aquel silencio imposible de pronto se escucharon gritos de desesperación.

—¡Por Alá, ayudadme! ¡mi mujer, mi pequeña hija! —El que gritaba era Khalid al Suntan y se dirigía a los milicianos del primer puesto de defensa.

—Calma, Khalid, ¿qué ocurre? —le preguntó el mayor de los hermanos Sid Alam.

—¡Mi mujer Halima y mi hija Samar! —seguía voceando desesperado.

Ahmed le agarró fuerte por los brazos.

—Cálmate y no chilles. Dime: ¿qué ocurre? —repitió tratando de contener a aquel hombre histérico y presa de la desesperación.

—Se han quedado en la casa —respondió en tono algo más bajo Khalid.

—Maldita sea —espetó Ahmed, que sabía que la vivienda de los Al Suntan era la primera de la calle sur. La más cercana a los carros de combate israelíes.

—Tenéis que hacer algo —le rogó Khalid.

—Espera aquí, siéntate —le pidió Ahmed. Y con el gesto preocupado se movió unos metros hacia la posición de sus compañeros en primera línea de defensa—. Tenemos que actuar, la mujer de Khalid y su hija están en la casa.

—Si los tanques abren fuego, todo estará perdido —le advirtió el jefe del grupo, que era además el más veterano—. No tiene sentido arriesgarse a salir a por ellas.

—Ya, pero quizá su intención es intimidar, o derribar alguna casa; en ese caso la de Khalid es la primera, podrían hacerlo pensando que no hay nadie dentro. Hay que sacarlas de ahí como sea —insistió Ahmed casi vociferando.

—Solo se puede llegar hasta ella desde esta calle, avanzando de frente hacia los tanques —comentó otro de los milicianos. Mientras, su hermano Nimr, que pertenecía a la misma unidad, permanecía muy serio y silencioso, temeroso de que Ahmed hiciera una locura.

—Escucha, Ahmed, basta con que vean que uno de nosotros se mueve hacia su posición para que lo acribillen. No podemos permitirnos perder a alguien de esta forma. En Jericó la vida de un miliciano puede valer más que la de una madre y su hija. Es así de duro, pero somos muy pocos para defender nuestra tierra —sentenció el miliciano curtido en mil conflictos.

Ahmed sabía que en parte tenía razón, apenas eran unos cuantos y las probabilidades de que una avanzadilla hacia la casa sobreviviera eran nulas. Apretó los puños con rabia.

Su hermano, que se percató de la situación, le dijo:

—Ahmed, tienen razón. Poco podemos hacer.

Ahmed, sumido en la impotencia, se dirigió al desesperado padre.

—Lo siento, Khalid, no podemos salir a por ellas, no habría ninguna opción de llegar, nos dispararían. Tenemos que esperar y orar para que nada les ocurra. —Y Khalid, desolado, bajó la vista hacia el suelo.

El hombre, angustiado, se sentó a la entrada de un portal. Gemía por el dolor de la tragedia que ya presentía, mientras un vecino le abrazaba. Se temía lo peor: los carros de combate podían reanudar su avance en cualquier momento y aplastar su casa con su mujer y su pequeña dentro.

La situación era crítica, con aquellas ocho máquinas de guerra en posiciones fijas. Sus torretas artilladas giraban cada cierto tiempo como en busca de presas y, al hacerlo, emitían un chirrido metálico que sonaba a óxido y olía a muerte.

Los milicianos, pertrechados en casas ya evacuadas, esperaban en silencio, apuntando con sus armas a las torretas de los tanques. Mientras tanto, al final de la calle, en la vivienda de Khalid, la joven Halima y su pequeña hija permanecían encerradas en la habitación principal de la humilde casa. Lloraba la madre y envolvía a la pequeña con fuerza entre sus brazos, como si ante un proyectil lanzado por una de aquellas bestias de más de una tonelada de peso pudiera protegerla. En realidad, un disparo de uno de aquellos cañones de calibre 105 mm desintegraría en una fracción de segundo la vivienda, como un huracán una choza de paja. Nada quedaría de ellas.

En ese preciso instante, Abdul, que, refugiado en una casa cercana, había observado la escena desde una ventana, se acercó a aquel hombre desesperado que lloraba desconsoladamente por sus seres queridos. Le abrazó y, mientras lo hacía, le susurró al oído:

—Tranquilo, amigo Khalid, Insha-Allah, no les pasará nada.

Khalid agradeció el gesto y el mensaje de ánimo de aquel joven muchacho y reanudó su trágica espera.

Pero, de pronto, observó atónito cómo Abdul se quitaba rápidamente su camiseta, los pantalones y sus zapatillas y se quedaba tan solo con los calzoncillos puestos. Antes de que nadie pudiera impedírselo, saltó con agilidad por encima de los contenedores y piedras que los milicianos habían colocado a modo de barricada. Se puso en medio de la calle a unos doscientos metros de los carros y levantó los brazos en alto con las manos abiertas, como si quisiera tocar el cielo para sentirse protegido.

Solo tenía en mente una cosa: acercarse a la casa y traerlas con vida, y pensó que la única posibilidad de conseguirlo con éxito era que los soldados de la patrulla de tanques vieran que iba desarmado, que no tenía ninguna intención violenta contra ellos; por eso se le ocurrió mostrarse así, sin ropa. Era la única opción, verían que no llevaba nada que pudiera ponerles en peligro.

Sus hermanos observaron pasmados lo que estaba sucediendo, no les dio tiempo a evitar que saltara. Todos los milicianos pensaron que estaba loco, moriría ametrallado. Pero Abdul permaneció quieto, mirando de frente, sereno, casi místico. Una simple ráfaga de fuego y su vida se extinguiría. Allí, frente a esas máquinas de guerra, casi desnudo, se sentía muy arropado, su fe le acompañaba más que nunca. Le daba un poder inmenso: el poder más supremo, el de estar dispuesto a dar la vida por otros, como tantos mártires. Era muy consciente de que la pequeña niña y su madre Halima no tenían ninguna opción... salvo que pudiera acercarse.

El enigma de Rania Roberts
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