Capítulo 92

Tras los primeros auxilios, las ambulancias fueron trasladando a los heridos al centro médico Mount Sinai, en la Calle 98 Este, entre Madison y la Quinta Avenida, en el Upper East Side de Manhattan.

Rania, que recobró la conciencia durante su trayecto en la ambulancia, al llegar al centro hospitalario fue sometida a una serie de pruebas preventivas. El golpe sufrido le había producido una visible hinchazón, además de un fuerte dolor de cabeza, pero no tenía ninguna lesión grave. Sobre las dos de la madrugada le dieron el alta. Sin embargo, como consecuencia de la leve conmoción sufrida, se hallaba algo confusa sobre lo ocurrido; recordaba con intermitencias, pero había una imagen que por su atroz escenografía no podía alejar de su mente: Debra colgada por la soga moviendo las piernas desesperadamente. Decidió dirigirse a la recepción de urgencias y una vez allí preguntó por su compañera de piso. Le informaron de que Debra estaba ingresada en la Unidad de Cuidados Intensivos. Al llegar a la planta correspondiente se encontró con Heather e instintivamente se abrazaron.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó esta última.

—Yo estoy bien, ya me han dado el alta, pero ¿y Debra?

El gesto severo de Heather anticipó su respuesta:

—Entre todos logramos evitar que muriera por asfixia, pero... tiene un edema cerebral producido por la compresión de la cuerda en los vasos sanguíneos del cuello. Está en coma profundo.

Rania, ajena al significado y las implicaciones de aquellos términos, preguntó:

—¿Qué significa todo eso?

—Pues que los médicos no saben si se recuperará del coma ni en qué condiciones; deben pasar unos días, todavía es pronto. —Heather estaba visiblemente afectada por la situación en que se encontraba su amiga. Rania, con los ojos nublados por las lágrimas, la abrazó de nuevo.

—¿Se la puede visitar?

—De momento no, pero tampoco nos reconocería al estar inconsciente. —Entonces Heather miró a los cristalinos ojos negros de Rania y añadió—: Rania... quizá no sobreviva.

La desolación invadió a Rania, que se sentó en una desangelada silla de plástico y se echó las manos a la cara. Heather se hallaba, como era lógico, seriamente afligida por la situación en la que se encontraba su mejor amiga, pero al escuchar los gemidos de Rania se compadeció; después de todo, ella tenía a su familia y demás amigos, pero Rania estaba sola, procedía de un lugar muy lejano y Debra significaba mucho en su vida. Por ello no dudó en acercarse y sentarse a su lado y abrazarla por el hombro.

—Todavía hemos de tener fe en que se recupere.

—Pero ¿qué pasó? ¿Quién era aquel tipo horrible? —preguntó Rania atormentada.

Heather dudó por un instante...

—Un depravado que andábamos buscando; ya había asaltado a otras personas por el barrio.

—¿Se escapó...? —balbuceó Rania.

—Sí. Cuando llegamos a vuestro apartamento a visitar a Debra reconocimos su camioneta Toyota roja aparcada en una zona prohibida en una esquina cercana. Por eso entramos de inmediato temiéndonos lo peor. Ackermann reventó la puerta y nada más entrar en la vivienda se encontró a... —Se quedó callada por un momento.

—¿A quién?

—A ese tipo sobre ti. Tenía un cuchillo en la mano junto a tu cuello. Pero David se abalanzó sobre él y pudo evitar que te hiciera ningún daño. Tú estabas inconsciente. Mientras tanto yo descolgué a Debra y le practicamos los primeros auxilios.

—Y Ackermann ¿dónde está?

—En el forcejeo el asesino le clavó el cuchillo en un costado.

Rania, preocupada, preguntó:

—¿Y cómo se encuentra?

—Bien, la herida no es grave, aunque le desgarró la piel y parece que algún músculo; seguramente mañana le tendrán que someter a una cirugía menor. Si todo va bien, en pocos días estará recuperado; en este momento se encuentra en observación en otra planta.

—Creo que me iré a casa —musitó Rania con voz desfallecida.

—Rania, no sé si es buena idea, no creo que puedas entrar, todavía habrá equipos de la Policía y del laboratorio.

—Bueno, tenemos una vecina, la señora Hellen, que seguro que me acoge una noche.

—OK, intenta descansar —añadió Heather en su tono más dulce.

Antes de partir, Rania pensó en acercarse a visitar a Ackermann; quería manifestarle su agradecimiento por lo que había hecho, así que se encaminó hacia su habitación. Sin embargo, a medida que avanzaba la embriagó la vergüenza de afrontar su pasado frente a él; se paró en medio del corredor, se cubrió el rostro con las manos como buscando una respuesta, calmó su agitación y pensó que tenía que ser fuerte y dar el paso. Pero finalmente sintió que todavía no estaba preparada, por lo que dio media vuelta y, exhausta, se dirigió a la puerta principal del centro hospitalario y tomó un taxi hacia la Calle 11. Camino de la casa, reflexionaba en solitario; era la segunda vez que Ackermann le había salvado la vida. Le sorprendía que en ese mundo tan individualista donde la mayoría parecía pensar solo en sí mismo hubiera personas como él, dispuestas a arriesgar su vida por los demás, sin vacilar. Recordó las palabras de la vieja anciana del hospital de El Cairo: «Alguien cuidará de ti».

Por otra parte le intrigaba su persona: parecía distinto al resto de hombres que había conocido en la productora o saliendo con Debra y sus amigas. No podía ocultar que sentía una cierta atracción, le gustaría conocerlo, saber sobre su vida. ¿Por qué se enroló en el ejercito israelí? ¿Y por qué después apareció en Nueva York? Quizá algún día llegaría un mejor momento.

Al llegar al apartamento, se confirmó la predicción de Heather: todavía había policías y algunos técnicos del laboratorio inspeccionándolo y la puerta estaba precintada con cinta plástica serigrafiada con las iniciales del Departamento de Policía de Nueva York. También advirtió la presencia de periodistas de diversos medios merodeando por los alrededores; al verlos, Rania se dirigió de inmediato a la puerta del apartamento de la señora Hellen. La amable vecina no dudó en acogerla; tampoco ella había podido conciliar el sueño con todo lo que había ocurrido. Mantenía siempre a punto una habitación para invitados que jamás la visitaban; sin embargo, ahora se sentía feliz por poder acoger a Rania. Le ofreció un té y ella lo aceptó. Solo tras tomarlo, sentadas una junto a la otra en el viejo sofá de ante color piedra, Rania comenzó a explicarle la situación en que se encontraba Debra en el hospital. Al conocer los detalles, el rostro de su vecina, surcado por numerosas arrugas, cambió de expresión. Aquella mujer entrada ya en años conocía a Debra desde que se instaló en el apartamento cuatro años atrás, cuando empezaba su carrera en el mundo de la televisión, antes de que el éxito la arropara, y la quería como a una hija. Se quedó muy afectada, pero Rania tampoco estaba en disposición de consolarla, bastante tenía con su propio sufrimiento, así que muy educadamente se excusó; no tenía ganas ni fuerzas para seguir hablando con nadie, prefería estar sola. Una vez en la habitación, se dio una ducha y se acostó, poniéndose encima un viejo camisón de tela de enagua y color rosa pálido que la amable señora había dejado sobre la cama.

Ya muy avanzada la madrugada y sin poder conciliar el sueño, recordaba su pasado. Hacía poco tiempo era una joven feliz que pasaba los días alegremente en su ciudad, Jericó. Ayudaba a su madre en el cultivo de la reducida huerta familiar y, sobre todo, disfrutaba con su amiga Yasmin en los escasos ratos de descanso. Como todas las chicas de su edad, hablaban del futuro, de su amado, de cómo sería la vida en otros sitios, de sus pequeños secretos; con ella se sentía libre, aunque a veces le recriminara cuando daba rienda suelta a sus pensamientos más prohibidos. Pero de pronto, en un instante, todo cambió, como ante la inesperada llegada de una gran tormenta en la que el cielo se torna oscuro y parece que se cae a plomo. Primero el suicidio de Abdul, algo incomprensible para ella, matando a tantos inocentes; después el bestial ataque que sufrió a manos de aquel loco borracho, su exilio en El Cairo, la llegada a Nueva York y, cuando parecía que empezaba a acostumbrarse a disfrutar de una nueva vida, otra vez la tragedia. La vida se hacía de nuevo indescifrable para ella, pero esta vez el mal se ensañaba con su amiga.

«¿Por qué alguien querría hacer daño a Debra?», se repetía una y otra vez, «una chica tan buena, que tanto la había ayudado». Pero, por segunda vez en su vida, volvía a hacerse preguntas sin encontrar respuesta.

En aquel confortable cuarto, Rania no podía conciliar el sueño: se cuestionaba sobre todo lo que le había tocado vivir a ella, que le había hecho madurar, quizá demasiado rápido, saltándose etapas, porque su inocencia de juventud se truncó abruptamente el día en que todo se torció. Muchas personas nacen, viven y mueren sin ser visitadas por los designios de la tragedia absurda; sin embargo, parecía que a ella le había tocado vivirla primero en su persona y ahora en la de sus amigos, los de su nueva vida en Nueva York.

De pronto sintió el tacto del algodón de la sábana; era de mucha calidad, como algunos de los algodones de Egipto que había podido sentir de pequeña en su propia casa. Olía a fresco; seguramente la señora Hellen lo había perfumado con esencias de violetas, siempre con la habitación dispuesta por si alguien llegaba. ¿Cómo podía haber personas que encarnaban la maldad más vil coexistiendo con otras tan bondadosas y desinteresadas?

Su mente galopaba desordenadamente por caminos tortuosos cuando un pensamiento lóbrego la llenó de inquietud: si Max no se hubiera acercado a aquellas chicas en la fiesta y discutido con Debra, los tres habrían vuelto en su automóvil... y quizá ella también estaría ahora muerta.

«Pero si ni siquiera sé lo que es besar a un hombre», se dijo con amargura.

Ese último pensamiento le suscitó de inmediato sentimientos encontrados. Por una parte se avergonzó de que algo tan banal emergiera en su reflexión, pero también constataba que su vida no seguía un curso normal y había muchas experiencias que le quedaban por vivir. En su casa le enseñaron que las cosas ocurrían por los designios de Alá, pero para ella todo aquello ya no tenía ningún sentido, ni esos designios ni los del Dios de los cristianos. Ella tendría que trazar los suyos, antes de que fuera demasiado tarde. Fe seguía teniendo, pero en personas como la anciana de El Cairo, que le había hablado con tanta sabiduría, su madre, su amiga Yasmin, la mujer negra que le atendió el día anterior, cuando paseaba desconcertada por las calles de la ciudad, la propia Debra, el mismo Ackermann... Pero también había seres que expandían la maldad. Entonces, confusa por los acontecimientos, recordó unas palabras que su padre le había repetido una y otra vez: «Hija mía, ocurra lo que ocurra, venza quien venza, pierda quien pierda, tú levántate siempre y sigue el camino hasta que su trazo se difumine». Ahora entendía su significado; él, que llevó una vida azarosa, comprometida con sus ideales, siempre se levantó y siguió adelante, muchas veces sin nada, teniendo que volver a empezar lejos de su tierra, hasta que un cáncer prematuro interrumpió su camino. Las lágrimas brotaron nuevamente de sus ojos.

Rania, blindada una vez más con esa fuerza enigmática que en los peores momentos sacaba a relucir, encontró sosiego de nuevo para su mente; seguiría con paso firme su camino. Finalmente, bajo la ternura de aquellas sábanas de suave algodón de sus tierras de oriente, abrazándose fuerte a la almohada, logró conciliar el sueño.

El enigma de Rania Roberts
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