Capítulo 43

Transcurridos dos meses, STAR I funcionaba a pleno rendimiento. Las oficinas estaban ubicadas en el cruce de la Calle 45 con la Sexta Avenida, apenas dos bloques al norte de las de Goldstein Investment Bank. En el inmenso vestíbulo del edificio una diminuta placa de metal dorado parecía no querer anunciar su presencia.

Seguía dinámicas de trabajo similares a las de las gestoras de fondos y las áreas de mercados de los bancos; a las siete de la mañana el morning meeting reunía a analistas y traders. La sala era impersonal; una mesa de material sintético y color piedra neutro con cuatro sillas de respaldo gris a cada lado y dos en la cabecera, un espacio reducido para albergar al grupo de ocho profesionales que la ocupaban. El habitáculo carecía de cualquier adorno y sus paredes estaban vacías; solo lo que se decía era relevante.

La reunión la dirigía Arito, cuya nariz, algo torcida desde el percance, contrastaba con su aspecto pulcro. Su abnegada dedicación al trabajo le hizo desistir de dirigirse a un cirujano plástico para que adecuara su perfil tras la primera intervención de urgencias. En cualquier caso le confería un extraño atractivo. Como máximo responsable de inversiones, se situaba en una de las cabeceras de la mesa. Al inicio de la reunión los analistas, todavía algo adormecidos, hacían un breve informe sobre el cierre de los mercados del día anterior y los futuros; a continuación, su jefe destacaba los principales indicadores macroeconómicos que se iban a publicar durante el día y que podían afectar a las cotizaciones de los valores, tales como los datos de desempleo, el crecimiento del PIB, los certificados para nuevas viviendas, etcétera.

Arito, junto a su equipo reducido de matemáticos financieros, desarrollaba modelos estadísticos para intentar prever comportamientos futuros de las cotizaciones de las acciones. En sus fórmulas introducía datos financieros y de actividad de las compañías, de la industria en la que operaban y macroeconómicos. También información exógena como estacionalidad, probabilidad de siniestralidades, etcétera. Los modelos estaban construidos por sector y eran dinámicos, es decir, continuamente requerían su actualización y corrección. Él y sus colaboradores tenían una excelente reputación en el sector, estaban considerados el mejor equipo en su disciplina en todo Wall Street.

Los viernes a las diez de la mañana, tras el morning meeting, Arito convocaba al comité de inversiones, al cual asistían el jefe de analistas, dos de los responsables de las mesas de inversión y el propio Max. En esta reunión se revisaban las inversiones ya realizadas y se decidía sobre posibles nuevas apuestas. En particular se resolvía qué hacer con las acciones que se habían pedido prestadas. Si se esperaba que su cotización cayera, se vendían para, una vez que bajaran, volver a comprarlas más baratas con el consiguiente margen de beneficio para STAR I. Por ello a esta modalidad de operar se le denominaba tomar posiciones bajistas o compras a corto. Todas las semanas había que tomar decisiones respecto a mantener o deshacer dichas posiciones.

Durante esos dos primeros meses operando se habían adquirido prestadas acciones de compañías de diferentes sectores por un valor de trescientos millones de dólares; sectores tales como telecomunicaciones, empresas de consumo, retailers, etcétera. Distribuir las inversiones por sectores disminuía el riesgo de tener grandes pérdidas, aunque también limitaba las ganancias. En términos porcentuales los resultados estaban siendo correctos: STAR I se encontraba un tres por ciento por arriba, es decir, acumulaba unas ganancias de un dos por ciento una vez descontada la comisión por el alquiler de los valores. En cifras absolutas estaban ganando unos seis millones de dólares. Max sentía que la vida le sonreía.

Un lunes por la mañana, tras el morning meeting, Max recibió una llamada del jefe de gabinete de Parker.

—Hola, Max, soy Larry Coach. —Su inconfundible voz retumbó a través del auricular.

—¿Qué tal? —contestó Max tratando de simular agrado.

—El jefe quiere verte.

—OK.

—¿Puedes pasarte por su despacho este viernes a las siete de la tarde?

—Sí, claro, allí estaré, pero ¿de qué se trata? ¿me puedes adelantar algo?

—No, nada en especial, solo repasar cómo va todo.

Max colgó el teléfono y se echó hacia atrás contra el respaldo flexible de la silla que ocupaba en su despacho. No las tenía todas consigo. Para empezar, desconfiaba de Coach; seguro que su aspecto de boxeador y su voz bronca condicionaban su juicio, pero había algo más en él, que no sabía precisar, que le disgustaba. No se fiaba. Por otra parte, el hecho de que el boss Parker le convocara un viernes a las siete de la tarde era cuando menos llamativo; los viernes a esa hora no quedaba nadie en las oficinas de Goldstein ni en Wall Street.

Buscó las llamadas anteriores en la pantalla de su iPhone y presionó la penúltima. Al otro lado del móvil una dulce voz contestó:

—Hola, cariño.

—Lo siento, el viernes llegaré tarde al restaurante.

—No me digas: los mercados...

—No, qué va, me llamó Coach, el responsable del gabinete de Parker. Dice que el boss quiere verme a las siete de la tarde.

—¡A las siete! ¿Para qué?

—No lo sé; además me extraña que no me llamara su secretaria, tratándose de cerrar una cita.

—Pero ¿ha ocurrido algo?

—No, que yo sepa todo va bien.

A Max le sabía muy mal tener que retrasar su cita. Llevaban poco tiempo saliendo juntos y solo se veían los fines de semana, porque él empezaba a trabajar muy temprano y a ella su trabajo le llevaba a acabar de grabar muy tarde la mayoría de las noches.

—Bueno, amor, no hagas caso. Seguro que solo quiere saludarte —añadió ella, intentando quitar importancia al asunto—. Quedaré con alguna amiga; si te retrasas no te preocupes, estaré acompañada. Tú incorpórate cuando acabes, te estaremos esperando, ¿OK?

—Perfecto, cariño. Ciao.

—Te quiero —se despidió Debra.

El enigma de Rania Roberts
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