Capítulo 3
Guardó bajo su cama aquella revista como un pequeño tesoro, con los doscientos dólares entre sus páginas interiores. Muchas noches, cuando aquel silencio tan antiguo de Jericó acunaba a todos, encendía una pequeña lámpara y la hojeaba y releía, desde la portada hasta la última página, incluso los anuncios, por lo que conocía todas las marcas. Si era verdad lo que decían, realmente la vida allá era muy distinta; con los perfumes llegaba el amor, con las cremas las mujeres se hacían más jóvenes y con fastuosos relojes y complementos, más guapas...
No se cansaba nunca, había días que cerraba los ojos y le parecía que vivía aquellos pases de modelos de esa ciudad tan grande, de edificios tan altos, de la que todos hablaban.
Ella tenía muy poca ropa: un viejo abrigo de su madre, tres túnicas de color oscuro que acostumbraba a llevar sobre alguno de sus dos pantalones, unos jeans y otros de lino color oliva, que combinaba con cuatro blusas, dos blancas, una beis y su favorita, una cuarta de color rosa con diminutas amebas azules. Además disponía de varios pañuelos para hacerse el hiyab. No tenía ningún dinero para comprar. En su casa apenas llegaban a fin de mes. Cuando su padre empezaba a prosperar en el comercio falleció de un infarto con solo cuarenta y cinco años de edad; ella tenía entonces once. Para sobrevivir, su madre cultivaba un pequeño huerto que había recibido en herencia y vendía hortalizas frescas en el mercado. Rania la ayudaba trabajando la tierra, no le importaba pasar horas encorvada bajo el sol.
Su madre le insistía para que volviera pronto a casa y no permaneciera en el huerto hasta el final de la jornada. Rania bajaba ligeramente su pañuelo puesto a modo de turbante para proteger su rostro del penetrante sol, le dedicaba una sonrisa con sus blancos dientes y contestaba:
—No, mamá, es aquí donde debo estar. —Y no dejaba de labrar, en ocasiones hasta el anochecer.
Samantha no insistía, conocía la determinación de su hija y sabía que era inútil luchar contra ella. Nada le haría cambiar de opinión, y además la necesitaba, sin ella no podía cultivar el huerto del que vivían. Al final del día regresaban juntas. En el camino de vuelta a casa Rania no cesaba de hablar... Quería conocer más sobre su vida en Estados Unidos antes de irse a El Cairo, sobre su padre, cómo le conoció y se enamoró, qué le dijeron sus amigos y familiares americanos cuando les anunció su boda... Siempre preguntándoselo todo, por curiosidad o para aprender. Para Samantha era el mejor momento del día, las dos solas hablando por los codos. A veces dudaba de si al morir su marido debería haberla enviado a América con sus familiares; ella tenía muy poco futuro que ofrecerle, pero la veía tan feliz, siempre sonriendo, siempre queriendo ayudar a todo aquel que se acercara.
Rania participaba en las labores del cultivo con gusto; sin embargo, había algo que detestaba: la tierra que se le introducía entre las uñas y las yemas de los dedos. Por supuesto, jamás se lo dijo a su madre. Se fijaba mucho en las manos de esas chicas de la revista, tan pulcras, tan cuidadas. Pero no se agobiaba, cada mañana repetía un ritual: antes de ir a la escuela dedicaba un buen rato a quitarse pacientemente esa arenilla con un afilado palillo. Hasta que no quedaba ni rastro. Todas las mañanas del año.
En aquellos reportajes de la revista había algo que le escandalizaba: las chicas mostraban todo su cuerpo sin ningún pudor, no se podía imaginar a sí misma vestida con falda corta en un lugar público. Aunque... ¡aquellas prendas eran tan bonitas! Entendía que las mujeres las quisieran lucir, pero ella nunca haría algo así, en contra de los preceptos. Bueno, quizá algún día, en su casa frente a su marido.
Sin embargo, con el tiempo lo que más le llamó la atención de aquella revista era un artículo sobre una mujer americana de otra época. Parecía frágil y fuerte, alegre y seria, clásica y moderna. Muchas de sus fotos eran en blanco y negro, pero su magnetismo era tal que casi hasta se podían ver los colores de sus bonitos vestidos. Sentía que era ella la que la miraba desde aquel papel couché. En el artículo describían su vida, la época en que fue reportera, cuando conoció a un joven y brillante político con el que se casó y que llegó a ser presidente de Estados Unidos. Se llamaba Jacqueline Bouvier Kennedy, pero la llamaban «Jackie». Decían en la revista que en su tiempo fue la más elegante del mundo. Le cautivaba la vida de esa mujer. Tantas alegrías y también tantas desgracias padecidas. «¿Cómo pudo sobreponerse al asesinato de su marido?», se preguntaba. Sentía casi hasta vértigo al imaginarse aquellas vidas; sin embargo, algo de esos mundos le atraía. Luego se arrepentía de aquellos pensamientos y cerraba la revista. Su existencia era tan plácida y tranquila...