Capítulo 97

No acababa de acostumbrarse a llevar aquellos pantalones elásticos tan ceñidos al cuerpo, pero los utilizaba porque era la manera más discreta de vestir para hacer ejercicio. La camiseta, caída por fuera y por debajo de la cintura, le servía para cubrir sus formas y protegerse de las miradas de los hombres; o quizá más bien para satisfacer su pudor, porque a Rania, por mucho que intentara ocultar su cuerpo, la observaban descaradamente tanto ellos como las muchas mujeres que acudían al gimnasio.

Entrenó durante cuarenta minutos en la máquina elíptica y después siguió un circuito por los aparatos del gimnasio como le había enseñado Debra. Ella siempre le decía que era necesario hacerlo cada día porque salir en directo por televisión era muy estresante y resultaba fundamental liberar las tensiones. Tras el ejercicio tomó una sauna de vapor y una ducha bien caliente que terminó con un chorro de pura agua helada. Su amiga también le advirtió de que, aunque se trataba de una práctica algo extrema, producía excelentes beneficios para la circulación de la sangre, la piel y el brillo del cabello y por eso compensaba el esfuerzo. En su casa de Jericó tenían un pequeño termo de agua caliente que se estropeaba repetidas veces al año, por lo que para Rania el «esfuerzo» era una delicia, no hacía más que recordarle a su hogar.

Después se puso las cremas hidratantes de marcas renombradas que estaban a disposición de los clientes en el propio vestuario. Aquello sí le parecía un lujo, tanto el poder usarlas cada día como el hacerlo gratis, le encantaba. Siempre había tenido esa inquietud de cuidar su piel, que veía tan castigada en su madre por los despiadados efectos del sol mientras trabajaba la tierra.

Al salir del gimnasio se dirigió al North Village Deli Emporium. Allí se compró un sándwich vegetal de lechuga, tomate, pepino y espárragos aderezados con una mayonesa algo picante.

Al llegar a su apartamento observó que ya habían cambiado la puerta de entrada a la vivienda; una vez en su interior, entró en la cocina y sintió un escalofrío al recordar la escena vivida allí un día antes, pero como no quería que todo aquello le condicionara su vida, la apartó rápidamente de su cabeza. No había cristales en el suelo y el vidrio de la ventana ya había sido cambiado; la señora Hellen se había ofrecido a hacerles todas las gestiones. A Rania, pese a llevar ya un tiempo en Nueva York, le seguía sorprendiendo lo eficiente que eran todos los servicios en esa ciudad. Pasó a ver a su buena vecina, le dio las gracias por sus atenciones y le regaló un precioso ramo de peonías con toda su gama y matices de rosados, que también había comprado en el deli. Esta le entregó las nuevas llaves que habían dejado los operarios y le insistió para que se quedara a dormir en su casa. Rania lo rechazó amablemente porque prefería instalarse en la suya; cuanto antes volviera a su vida habitual, mejor.

Sin embargo, una vez dentro de su apartamento, cuando cerró la puerta de la entrada se sintió sola, triste por la falta de Debra. Entró en su cuarto y desde este pasó a su baño. Ya se había desmaquillado y duchado en el gimnasio, por lo que directamente se lavó los dientes y pasó de nuevo a su habitación. Se puso el pijama de algodón con rayas finas horizontales, rosas y blancas y cuando se prestaba a meterse en la cama, sin saber muy bien por qué, quizá llevada por la nostalgia, decidió acercarse a la habitación de Debra.

Había algo de ropa por el suelo, que recogió y dobló con todo su cariño. Después la colocó en una bonita cómoda de madera pintada en color plata que dibujaba un perfil gaudiano de eterna armonía. Se sentó en la cama pensativa, pero no pudo dejar de observar las fotos sobre la cómoda. Se levantó de nuevo y se acercó al bonito mueble. Cogió una de las enmarcadas en madera de pino. Posaban Debra y Max en un velero, el agua que les rodeaba era azul verdoso, o verde azulado, bellísima. Ella llevaba un sombrero de paja y él una gorra puesta al revés, siguiendo esa extraña costumbre que tenían los americanos. Se podía observar al fondo una isla y palmeras, más alborotadas y libertinas que las que ella tan bien conocía del desierto de Jericó. Y el cielo azul. Con solo mirarla podía respirar la felicidad del instante y no pudo evitar que una lágrima recorriera su mejilla, deslizándose como si quisiera verterse en ese mar tan bello.

En ese momento su reflexión fue interrumpida al percibir el ruido de una vibración. Se acercó a la cama y levantó el ligero edredón que la cubría. Allí estaba el móvil de Debra y alguien la estaba llamando. Lo tomó en sus manos con cuidado y leyó en la pantalla el nombre «Rose». No sabía de quién se trataba; dudó un instante, pero finalmente no se atrevió a descolgar. ¿Quién sabe quién sería? ¿Qué le debía decir si descolgaba? Pensó que lo mejor sería retirar el móvil y entregárselo al día siguiente a Heather, seguro que ella sabría qué hacer con él. Se lo metió en el bolsillo del pantalón del pijama y volvió a su dormitorio.

Aunque todavía era temprano —apenas pasaban unos minutos de las nueve— decidió acostarse; estaba agotada y al día siguiente tenía que madrugar: el realizador le había confirmado que contaban con ella de nuevo para cubrir la conexión en directo de las noticias en exteriores. Tomó una pequeña muestra de perfume que había sobre su mesita de noche y se puso una gota en el cuello como siempre hacía. Se quedó dormida casi al instante.

Apenas dos horas después, cuando ya había oscurecido por completo y la otra Nueva York despertaba, el ruido producido por el retemblar de la puerta de su habitación la arrancó de su sueño. Pareció como si quisiera salirse del marco. El encargado de mantenimiento que cuidaba del edificio le había explicado que esa puerta estaba demasiado ajustada al suelo y, debido a ello, cuando estaba cerrada y había corriente de aire fuera de la habitación, se generaba un efecto ventosa acompañado de la consiguiente vibración. Rania estaba acostumbrada a ese sonido; siempre que Debra llegaba al apartamento después que ella, al abrir la puerta de la calle la corriente de aire que entraba lo producía, pero... estaba sola. Quizá fuera la corriente de aire de alguna ventana, aunque ella no recordaba haber dejado ninguna abierta. Entonces se giró desde la cama mirando fijamente a la finísima línea de luz que pasaba por debajo de la puerta de su cuarto. Quieta, sin mover ni un músculo. Y ocurrió. La fina línea se quebró durante unos segundos. Su mirada se dirigió al pomo de la puerta y un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando observó que este giraba lentamente.

El enigma de Rania Roberts
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