Capítulo 62

Uno de los momentos más placenteros del fin de semana era la mañana del sábado. El plan consistía en recorrer las abundantes y lujosas tiendas del Upper East Side, muchas veces solo para ver, y terminar con el habitual lunch en el restaurante Nello, que siempre se encontraba muy animado al mediodía. Aquel sábado Debra llegó sola. Heather estaba trabajando en un nuevo caso y le avisó de que no podría acudir a su habitual tour, se incorporaría directamente a la comida.

Aclamadas estrellas de Hollywood, de paso por Nueva York, como Jack Nicholson o Charlize Theron, eran algunos de sus celebrados clientes. Aunque ella no fuera tan famosa como esas celebridades del mundo del cine, una joven, prestigiosa y guapa reportera era también muy bien recibida por los dueños del local, que siempre se las arreglaban para reservarle una mesa. Normalmente las ubicaban hacia el fondo, pero en días como aquel, en pleno mayo y con una primavera exultante, la mesa reservada para Debra y sus amigas era una de las situadas sobre la línea que habitualmente ocupan los cristales que separan el local de la acera. Esos cristales son los verdaderos escaparates de los restaurantes, que en Manhattan aparecen y desaparecen al compás de la temperatura.

Debra se pidió su Bellini de todos los sábados. Desde la universidad se acostumbró a que las miradas de los hombres se fijaran en ella; ahora además todos la reconocían, por lo que también las mujeres lo hacían, por supuesto con mucho más descaro que ellos, porque tenían que estudiar y —muchas de ellas— copiar su estilo. Cuando su móvil vibró lo agradeció: hablar por teléfono era una manera de alejarse de los inquisidores ojos ajenos.

—Hola, cariño, ¿cómo estás? —saludó con dulzura a Max—. Te he echado de menos esta noche.

—¿Estás seguro? —preguntó Debra, que sabía que las posibilidades de que eso fuera cierto eran escasas dado que Max había salido la noche anterior con Checo y cuando los dos se juntaban, aburrirse era una quimera—. ¿Ya habéis podido cerrar el acuerdo con el club?

—Sí, está todo arreglado, costará una pasta pero vale la pena. Hemos confirmado el viernes que viene. ¡Ah! y tengo algo más.

—¿De qué se trata? —preguntó Debra.

—Me han entregado el Ferrari, lo podemos estrenar oficialmente. Esa noche pasaré a buscarte con él.

A ella el Ferrari de Max no le impresionaba en absoluto, más bien al contrario. No le parecía bien que se lo comprara, por mucho dinero que estuviera ganando; sin embargo, sabía la exagerada ilusión que le hacía, así que le seguía el juego.

—Muy bien. Lo que ocurre es que quería ir con Rania a la fiesta; si no la llevo yo quizá al final no quiera venir, ya sabes cómo es, nunca quiere molestar.

—No hay problema: en el modelo FF que he comprado caben cuatro; irá algo apretada pero el trayecto es corto. Dile que yo os recojo y luego la llevamos de vuelta y nos vamos tú y yo a dormir a mi casa.

—¿No te importa? —preguntó Debra.

—No, qué va. En absoluto.

A Debra le encantaba la capacidad de adaptarse a las circunstancias de Max, y siempre con su buen carácter. Cada vez se sentía mejor con aquella relación.

—Bueno, amor, te dejo, que pronto llegarán las chicas.

—OK, nos vemos luego, un beso.

Al instante, Debra llamó a Rania. Esta llevaba unos días algo apagada. Desde que la oyó hablar en árabe aquel día en su casa le había notado cierto desaliento.

—Hola —contestó.

—Hola, Rania. El viernes que viene no te comprometas con nadie, acuérdate de que vamos a la fiesta que están organizando los chicos. Max nos vendrá a buscar y luego iremos al club.

—No te preocupes, Debra, yo puedo ir por mi cuenta —contestó, como su amiga se imaginaba que diría, y esta de inmediato le replicó:

—Ni hablar, ¡es una orden de tu jefa! Te vendrás con nosotros y luego te llevamos a casa, salvo que encuentres a tu «hombre» —dijo Debra, bromeando, porque sabía perfectamente que Rania no tenía interés alguno en tener una aventura frívola de una noche.

—OK, pues lo que digas, pero de verdad no quiero...

Debra le interrumpió:

—Ya lo he hablado con Max y está encantado. ¿Cómo no iba a estarlo? Estrenará su flamante Ferrari rojo, necesita que le acompañen las dos chicas más espectaculares de la fiesta, ¿qué más puede pedir? —Rieron las dos—. Oye, ¿dónde estás ahora?

—Paseando por Central Park.

—¿Por qué no te vienes a comer con nosotras? Estoy en el Nello, en la 62 y Madison, esperando a Heather.

—No te preocupes.

—No, de verdad, nos lo pasaremos muy bien, pásate por aquí.

Ante la insistencia, Rania no pudo negarse.

—OK, pero iré a los postres porque me acabo de comer una ensalada. —No era verdad, pero no quería que la invitaran y sabía que no podía permitirse los precios de esos restaurantes a los que iban.

—Vale, como quieras, aquí estaremos.

La comida entre las dos amigas transcurría como cada sábado, al menos en apariencia. En realidad Heather estaba incómoda con el hecho de estar investigando el hedge fund que dirigía el novio de su amiga, pero ni podía decírselo ni quería que ella notara algo extraño en su comportamiento. Quizá se cerrara la investigación sin llegar a nada, y si encontraban algo, prefería ser ella la que se lo contara; sabía que al final Debra lo entendería, pero aun así la situación le desagradaba. Cuando Heather vio venir por la calle a Rania se alegró, pensó que la conversación se animaría y se sentiría algo mejor. Rania llevaba un vestido de algodón piqué en blanco roto un poco por encima de la rodilla. Perfecto para el día algo caluroso y húmedo. Y como en Nueva York nunca se sabe, también cargaba una chaqueta de cuero color naranja, a juego con sus sandalias planas. Entró justo cuando les servían el delicioso tiramisú especialidad de la casa, único postre que se permitían las dos en toda la semana.

Se acercó enseguida el maître del restaurante para ayudar a Rania a pasar entre las apretadas mesas y, por supuesto, curioso ante aquella espectacular morena de ojos negros y piel tonificada que hasta entonces nunca había visto. Al observar a Heather le dijo:

—Otra vez tú por aquí... me alegro de verte de nuevo. —Luego se dirigió a Debra—: Hola, Debra, ¿cómo estás? —Y por último, mirando a Rania, que ya se había sentado—: Y... a ti no tengo el gusto de conocerte, soy Luca.

Rania extendió la mano al tiempo que Debra la presentaba:

—Es Rania, trabaja conmigo.

—Encantado, eres guapísima. —Luca hizo su comentario habitual pero en esta ocasión era sincero.

Rania no se acostumbraba a recibir esos piropos, tan frecuentes en la Gran Manzana, pero le sonrió. Cuando Luca se retiró, Debra preguntó a Heather:

—¿Otra vez por aquí? Pero ¿has venido durante la semana?

—Sí, cené con un compañero; bueno, no es exactamente un compañero, pero trabaja con nosotros en un caso.

Uno de los principales temas de conversación de las comidas de los sábados eran las conquistas de Heather de la semana, así que Debra no dudó en preguntar:

—¿Y cómo era?

—Bueno, nadie, solo un compañero. Alto, rubio.

—Alto, rubio... Sigue, mujer, Rania y yo queremos más, ¿a que sí, Rania?

Esta asintió sonriendo.

—No tiene importancia. —Obviamente Heather estaba incómoda, pero finalmente pensó que sería aún más extraño no hablar de él que hacerlo, así que se lanzó—: La verdad es que está buenísimo. Y es un caballero, pero de esos de verdad, de los que te aparta la silla para que te sientes de manera natural.

—¿Y cómo es que vinisteis aquí?

—Porque estábamos trabajando muy cerca, en sus oficinas, que están en Madison y la 57. Se nos hizo tarde y me propuso acercarnos al Nello. Imaginaros a Luca, pensando que había venido con un ligue, y yo con mis gastados jeans de cada día y con la pipa bajo la chaqueta.

Rania desconocía a qué se dedicaba Heather, no se lo había preguntado nunca a Debra y tampoco entendió lo de la «pipa», pero al ver que las amigas sonreían ella también lo hizo. Estaba feliz en compañía de aquellas dos chicas. Se fijaba en Heather mientras esta les contaba su cena. No era la típica americana de facciones perfectas; de hecho tenía la nariz algo más perfilada de lo deseable, pero en ella quedaba bien. Tenía tanta personalidad y la veía tan libre de todo prejuicio que le fascinaba escucharla.

—Pues bien —prosiguió Heather lanzada—, era ya tarde, no quedaba nadie en el local, la conversación transcurría muy seria, llevábamos horas juntos sin hacer ni una sola broma, ya sabes que cuando trabajo no puedo bajar la guardia y menos con los hombres, pero... llegó un momento en que no pude evitarlo. Mientras me estaba describiendo la personalidad de uno de los investigados le interrumpí preguntándole: «Y tú ¿cómo eres? Es que ya son casi las doce de la noche y hay que desconectar un poco...».

—¿Qué te contestó? —preguntó intrigada Debra.

—Nada. Se quedó callado mirándome, tímido de repente.

—No me extraña —apuntó Rania.

—Decidí contestar yo por él; le dije: «Bueno, ya veo que eres un caballero». Él sonrió. Le noté algo ruborizado, sobre todo por el gesto, porque tiene un tono de piel bronceado natural muy bonito que hace imposible descubrir si está sonrojado.

—¿Y entonces?

—Nada más, añadí que era mejor que nos fuéramos a nuestras casas a descansar. Chicas, para ser sincera, me lo habría comido enterito.

Se rieron las tres por el tono y la cara de ansiedad con que Heather acompañó esa afirmación.

En medio de la conversación, Rania recordó cuando en Jericó Yasmin se escandalizaba porque ella le decía cuánto amaba a su hermano, y se preguntaba: «¿Qué cara pondría Yasmin si oyera que aquí en Nueva York las mujeres hablaban de comerse a los hombres?». En el fondo le encantaba que fuera así, era muy divertido.

—¿Cómo se llama? —preguntó Debra.

—David —respondió Heather—, David Ackermann.

Rania no reconoció el apellido; la única vez que lo había oído pronunciar ella estaba casi moribunda en un hospital de Jerusalén, y mucho menos podía imaginar que ese Ackermann era el mismo hombre que le había salvado la vida hacía unos meses en un inhóspito descampado de Jericó.

Heather se dio cuenta de que estaba hablando demasiado, así que, bruscamente, se dirigió a Rania y le preguntó:

—Y tú, Rania, ¿no sales con nadie?

—No —contestó.

—Porque no quiere —apuntó Debra—. Es la sensación del canal, todos los tíos andan merodeando detrás de ella.

—Llevo muy poco tiempo en esta ciudad, no sé cómo piensa la gente, no sé cómo se toman las relaciones los hombres —explicó Rania, tratando de maquillar la verdadera razón por la que nunca aceptaba ninguna cita: su total desinterés por los hombres.

—Pues aquí supongo que se comportan como en todos lados, van de falda en falda hasta que caen enamoraditos; Max es un buen ejemplo —dijo Heather, y todas rieron—. Las que me da que se comportan de un modo muy distinto a como lo hacen en otros lugares del mundo son las mujeres.

—¿Por qué? —preguntó Rania.

—Mira, para empezar, en Nueva York hay más mujeres que hombres, porque muchas vienen de todas partes de Estados Unidos y del mundo en busca de oportunidades, que esta ciudad es cierto que las da, como a ti, por ejemplo. Pero además se vive con un sentido de la inmediatez que hace que nos preocupemos por el momento, no tanto por el futuro. La mayoría no esperan formar una familia aquí. Nueva York para muchas es una etapa para vivir desinhibida, siempre quedará tiempo para los maridos y los hijos. Tú deberías hacer lo mismo, dejar tus ideas, sean cuales sean, por ahí aparcadas.

—Pero yo no soy de aquí —dijo Rania, muy atenta a lo que decía Heather.

—Rania, cariño, de Nueva York no se es, en Nueva York se está.

Aquellas palabras que, con profundo convencimiento, dejó caer Heather la impactaron, algo le decía por dentro que tenía razón. Debía amoldarse al lugar en el que vivía. Algún día debería dar ese paso y empezar a vivir como una mujer liberada. El pasado, pasado era; solo convenía olvidarlo. No tenía ninguna atadura, ni siquiera religiosa; desde que aquello sucedió había perdido toda fe. Era una mujer libre, pero no se sentía capaz de dar un paso semejante con ningún hombre. Hasta entonces había rehusado las invitaciones de sus compañeros de la productora. Todavía estaba confusa, encontraba muy atractivos a muchos de los que trabajaban en su entorno, pero lo sentía fríamente. Además, la manera de vivir de esa ciudad le daba vértigo, todo eso de pensar solo en el presente era lo contrario a lo que su educación le había inculcado: las cosas se disfrutaban más dedicándoles su tiempo. Esas relaciones de una noche, que tan frecuentemente se daban en esa ciudad, le parecía que no tenían ningún sentido. Pensaba que quizá algún día llegaría el momento en que sentiría de nuevo atracción por alguien, pero si no ocurría... pues tampoco pasaría nada: viviría muchos años allí y cuando llegara a una edad madura, se retiraría a su Jericó; allí siempre estaría Yasmin.

El enigma de Rania Roberts
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